La muerte se ríe de la memoria

La muerte se ríe de la memoria

Jorge Milone

27/11/2018

LA MUERTE SE RIE DE LA MEMORIA

“Querer el olvido es un problema antropológico: desde siempre, el hombre sintió el deseo de reescribir su propia biografía, de cambiar el pasado, borrar sus huellas, las suyas y las de los demás. (…) La lucha del poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. Milán Kundera

Un perro aúlla desde la oscuridad. Las únicas luces provienen de esta ochava perdida entre las callecitas de Ciudadela. Las bombitas de colores colgando sobre mesitas y sillas plegables de hierro. El viejo tiene un pie posado en una silla. Toca la viola como si acariciara a una mujer. Su voz parece venir desde un florero rajado.

Apoyado en la mesa, pienso que algún día debería escribir sobre este momento. Mi amigo me codea.

Hey, te perdiste, escritor… No lo sabe, pero acaba de darle un golpe al tiempo. Ya es parte del instante que pasó y de este, mientras la noche se expande en Villa Luzuriaga. Ya está amalgamado desde mi recuerdo pasando por las yemas de mis dedos.

No siempre se puede reescribir la memoria. A veces es como una película que se proyecta una y otra vez, sin poder editarla, sin parar.

Las palabras sólo fijan el sentido que tuvieron esas bombitas, parecidas a gotas de colores, la brisa fresca preanunciando tormenta, la voz del tipo cantando Malena, el vino dulce y frío, la carcajada de mi amigo cuando le dije que el cantante tenía voz de sombra y que yo tenía pena de bandoneón. Y claro que ladraban los fantasmas. Y claro que había rencor, olvido y criaturas abandonadas en el callejón: nosotros. Claro.

Y seguro que vas a escribir eso, te lo veo en los ojos…

Y tenía razón el Conde, como casi siempre. Si, después de todo, qué son estas palabras sino una de las tantas formas de gambetear al olvido.

Suponiendo que se espanta al dolor.

Muy lejos, más allá de la avenida y las vías del Sarmiento, se comienzan a escuchar truenos. Irremediable, la tormenta avanza.

Mi amigo también canta, aunque en una banda de rock: Ensayistas del Apocalipsis. No fue difícil sumar el vino, la noche, la voz del viejo, para que éste termine sentado con nosotros charlando.

Así que aquí estoy. Borracho y loco, cantando La última curda. Haciendo un trío infernal mientras vaciamos los vasos.

La conversación tiene ribetes tragicómicos. El viejo no puede creer que mi amigo conozca todas las letras, de todos los tangos, que le nombra, aún los más olvidados. Chocan los cinco, cantan, se abrazan, lloran, vuelven a cantar. Lloro, pero de risa. De pura y franca alegría. El planeta puede girar todo lo que quiera, pero esta noche mágica es insustituible.

La noche se despereza como un gato satisfecho. El teclado tiene púas y sangran las yemas de mis dedos. No hay redención en la brisa que entra por el balcón, aunque se agiten las cortinas. Aunque mi memoria, borracha de sentimientos baile un blues imposible.

Corremos, guiados por el viejo, bajo la lluvia y terminamos en una triste pensión de Liniers, muy cerca de la iglesia de San Cayetano. La habitación es lo suficientemente grande como para albergar a toda una banda de desarrapados. Hay ciegos que pueden ver, rengos que bailan y hasta un tipo que por piernas tiene un carrito, que impulsa con sus brazos. Un violín, dos guitarras y un bandoneón a piano.

Continúa la fiesta.

Se canta y se baila, tango, folclore y hasta boleros. Una mujer con aliento a alcohol, tabaco y nostalgia, me acaricia descaradamente. Es muy mayor y hasta noto que lleva peluca. Hacen cantar a mi amigo y lo aplauden con ganas. Ahora quieren que cante yo. Me niego, me miran mal. No puedo negarme, pero soy un desastre. No es sólo que canto mal, la borrachera me impide recordar cualquier letra. Pero tomo una guitarra, que no sé tocar, como si supiera canto El oso de Moris. Hay un silencio peligroso, una tensión que casi se puede ver.

Alguien me quita la guitarra de muy mal modo, lo miro mal. Hay gritos, puteadas, vuelan trompadas. Veo a uno con una navaja. Pego y empujo sin miramientos. Consigo llegar a la puerta y corro. Me quieren seguir y el primero que sale se resbala en el patio, los otros chocan. Corro, sin mirar atrás.

Nunca volví a saber de mi amigo.

Los diarios no decían nada. El portero de su edificio me dijo que hacía tres días que no iba por ahí.

La brisa se ha convertido en un viento furioso que encabrita las cortinas. Bajo la persiana del balcón.

Hoy se cumplen tres años de aquella noche cruel. Mi amigo es sólo un recuerdo bailando en el viento. Con ritmo de tango y gusto a cobardía, traición y memoria.

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