Me resisto a la idea de perder quien soy, siempre y cuando mi identidad sea coherente con mis decires y mis quehaceres. Si eso no es lo que ha de suceder, destruirme será principal motivo para alejar malas prácticas de mi ser repleto de ansiedad por un porvenir lleno de desgracias. Ansiedad que no es más que el síndrome de una mente imparable que deja la cordura de lado porque lo desgraciado es mayor a mi, me supera y me hace querer convertirme en atleta para correr y correr bien lejos de todo eso que me hace sentir enferma de imposibilidades y posibilidades llenas de odio, en las que corroe el tedio y la muerte.

La idea de quién soy no es más que una infantil imagen incompleta de un recuerdo que se desvanece al compás de un atardecer en una casa que no es la mia dónde estoy yo indefensa, callada e irrelevante frente a los ojos de seres deseosos de cosas que desconozco, donde soy incapaz de comprender lo que sucede pero aún asi mis manos recorren lugares desconocidos, veo hoyos en la ropa, el color naranjo inunda toda la habitación y se oye a alguien de lejos invitandonos a bajar, un momento que se quiebra con una voz ajena y me libera de todo lo que estaria por suceder.

El tiempo es mi niñez que se rehusa a partir, late un constante presente lleno de dudas, inseguridades, retraimiento que me mantienen en un hilo a lo largo de la noche ya que es en aquel silencio y oscuridad donde la película se proyecta mejor. La noche, querida por mi odio, me seduce y me encierra para mostrarme todo lo que ya olvide por mi bienestar, me muestra punto a punto cada hecho que me enveneno, que me definió para después reirse en mi cara del mounstro que se creó. Es la noche y el tiempo que coquetean y planean como lograr volverme más áspera al tacto, más triste a la escucha, más ruin a la vista.

No sé como derribar lo hecho por la maldición que yo misma forje, a veces invitan a la mesa a la muerte, y de todas es la que da las mejores soluciones frente a un ser inerte.

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