Se abrazaba a la luna que estaba a millones de años luz; extrañamente era a lo único tangible a lo que se podía sostener para así evitar hundirse en el profundo mar de oscuridad que le rodeaba.
Por momentos, parecía más seductor soltarse y sentir el descenso hacia lo desconocido que quedar colgando, de un dedo, a la luz. Se preguntaba si los monstruos del abismo serían iguales de indulgentes que los lunares.
Aún no caía y ya había hecho de la oscuridad su hogar y a sus habitantes sus amigos. Qué extraño sería caer, atraída por la gravedad aplastante de sus propias acciones.
Entonces, justo cuando la luz era más intensa y el calor le empezaba a causar dolor en la piel, se soltó, dejando atrás el corazón roto, los sueños fallidos y los miedos de ayer. Mientras caía, se iba haciendo de nuevas manías.
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