Caminaba siguiendo la inmensidad del mar, por toda la costa, mientras trataba de concentrarse en que nadie le siguiera. Cada uno de sus pasos se sentían con impaciencia y las emociones surgían en su interior gritándole a cada uno de sus poros por el próximo encuentro. El viento le llevaba a la nariz un olor a salitre y agitaba sus cabellos como si le llamara y quisiera apresurar sus pies para que llegara más rápido a la playa.

Las olas le saludaban desde la playa y traían consigo el murmullo que desde hacía tiempo le resonaba en los oídos.

“El mar será mi consuelo” se decía desde el fondo de su corazón.

Al fin arribó y cuando el sol se estaba poniendo en el horizonte, mientras parecía que las aguas devoraban al astro enrojecido, a lo lejos vio de nuevo al hombre, habían pasado años desde aquella ocasión pero él seguía igual. El hombre caminaba por la playa con parsimonia como quien pasea sin preocupaciones, su rostro tenía una expresión seria que podría remitir también a un gesto de disgusto o fiereza; el sol caía sobre sus hombros desnudos y sobre su larga melena oscura, su broncíneo cuerpo majestuoso resplandecía; sus brazos tenían la fuerza esculpida y sus piernas la velocidad tallada en cada uno de sus músculos. Un dios de bronce, definitivamente.

Se toparon de frente. El dios de bronce le tendió la mano como diciendo “has llegado” y su expresión se suavizó un poco, sus labios se encorvaron y con ello su rostro emitió una sensación completamente distinta, con esa sonrisa y su mano extendida daba la impresión de que brindaba la bienvenida.

Le tendió la mano respondiendo al dios, no pudo evitar sonreír también. Tras estrecharse rápidamente comenzaron su camino hacia un rincón apartado de la playa. En sus pies la arena se sentía suave y las huellas profundas que dejaban al andar le hacían sentir el peso del cuerpo diferente. Llevaba puestas unas sandalias y ropa ligera de color blanco. El corazón latía con fuerza, apresurado y expectante del futuro próximo.

Mientras hacían el recorrido le llegaban recuerdos de la primera vez que había estado en esa playa, de las risas que habían salido de su boca, de los juegos en el mar, del sol quemando su joven piel y la de sus hermanos, las voces de sus padres que les llamaban para comer o para regresar a su estancia. Fueron unas vacaciones felices. Las más felices de todas. Pensar en aquellos días le hacía sopesar la idea de que el resto de su vida se había tratado solamente de un desperdicio de tiempo. La amargura de crecer se había vuelto cada vez más insoportable.

Cada paso consolaba su alma y llegó un momento en que las lágrimas brotaron solas de sus ojos, sin previo aviso, todas las penas que cargaba dentro de sí empezaron a resbalar lentamente por sus mejillas y sin pesar en su espalda ni en su caminar caían lentamente a través del llanto silencioso.

Los recuerdos se revolvían y flotaban en un limbo en que ya no podían afectarle, ni la muerte de su familia, ni la pérdida de sus bienes, ni la enfermedad que le diagnosticaron, nada de eso tenía sentido en ese ahora perpetuo en el que la única realidad era la presencia del dios de bronce guiándole hacia adelante, solo hacia adelante…

No le quedaba nada por lo cual quedarse en la ciudad ni en ningún otro sitio. Pasó toda la vida en un lugar rodeado de rascacielos imponentes, grises e impersonales, paisajes atestados de gente y cosas sin significado. Y al paso de los años el vacío en su corazón creció cada vez más. Poco a poco el universo se encargó de recordarle que la insignificancia del ser humano es más grande que la luz que lleva consigo, y la oscuridad de la existencia se le volvió una carga pesada.

Mirando la bella luz naranja desde la lejanía, sintiendo la porosidad en sus plantas, acercándose a su destino, los buenos tiempos y los amargos pasaban ante sus ojos con el mismo sabor. El primer beso que dio, la primera muerte que afrontó, los primeros amigos, todo lo que una persona puede acumular en su memoria. Todo lo que su ser representaba.

Pero era como verse desde lejos. Como ver una película en la que puedes sentirte identificado con el protagonista y sentir su dolor pero no adoleces por ello.

La espalda del guardián del mar estaba tal cual la recordaba, exactamente igual que cuando lo conoció en la infancia, fue un insignificante momento, de hecho lo hubo bloqueado de su memoria. En aquellas vacaciones, cuando nadaba en el mar junto con sus hermanos a la vista de sus padres, escucharon a lo lejos que gritaban y pedían ayuda, una persona mayor se estaba ahogando, todos corrieron y trataron de hacer algo por ayudar pero fue inevitable. A lo lejos ese hombre broncíneo había observado todo con calma.

Ahora sabía de lo que se trataba en esa ocasión.

El camino se estaba haciendo más largo de lo que imaginaba, después de todo no era un camino fácil. Con el aliento entrecortado su pecho subía y bajaba para seguir el paso del dios de bronce. Esa agitación le hizo recordar la desesperación que había pasado los últimos días. El dolor de las inyecciones, los vómitos por el tratamiento médico, las punzadas en el cuerpo que indicaban que se estaba autodestruyendo y su esfuerzo inútil por acceder a curarse cuando conocía su futuro.

Cada día era insufrible. La soledad, el sufrimiento, la agonía. Tener que soportar el simple hecho de abrir los ojos y volver a ver la luz cuando se sabía bajo sentencia de todos modos. Sin familia y sin una mano que sostuviera la suya para soportar. Cuánta soledad, cuánta amargura. Si hubiera podido escupirlas habría llenado un estanque con ellas.

Sabía que había personas padeciendo más en el mundo. “No importa que tan mal estés siempre existe la posibilidad de que alguien esté peor que tú” se decía e intentaba calmarse y tomar nuevas fuerzas. Pero llegó el momento en que no pudo tolerarlo más y por un breve instante las risas y la felicidad de esas vacaciones en la playa acudieron a su memoria.

“Esa es la solución” “El mar será mi consuelo”

Estaba cayendo la noche. La playa estaba desierta y ningún alma parecía estar dispuesta a aparecer. Probablemente toda la gente se habría marchado a sus hogares y hoteles a descansar y reposar sus cuerpos luego de una jornada normal.

Por fin empezaron a adentrarse en el agua. Su sonido entraba en sus adentros y el vaivén le arrullaba incitando el sueño. Las olas acariciaban sus piernas y la espuma se pegaba a ellas para luego desvanecerse nuevamente en el mar. Cuando estaban inmersos hasta la cintura, el dios de bronce volteó y le miró, puso su mano suavemente sobre su hombro. De inmediato comprendió.

La primera vez que se vieron en aquellas vacaciones, luego de lo sucedido con la persona anciana, el dios de bronce le había observado fijamente, de entre todas las personas sus miradas se cruzaron y se conectaron. Por eso sabía que debían volver a verse.

La paz dentro de su interior creció. Una sonrisa acompañada de una última lágrima que cayó para perderse en el agua del mar. Decidió seguir al dios de bronce, sin miedos o angustias, decidió seguirlo hacia las aguas, seguirlo por el mar…

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