El conejo me dijo que el aroma que provenía de la casa de al lado, era el olor de una tarta de naranja recién horneada. Yo lo contradije: «No es de naranja; es de manzana». Él me altercó que no, afirmando que la naranja emanaba un distintivo ácido con un grado de dulzor y un toque de frambuesa que era inconfundible, y la manzana, por el contrario, era de una esencia suave y azucarada como la de un caramelo. «¡Es de manzana y punto!» ‒le respondí‒. Él se molestó por mi obstinación, y hasta dio un par de saltos de rabia con sus patas gruesas y encorvadas. «¡Terco! –me gritó– en esa casa hay un naranjo; es lógico que la tarta está hecha de naranjas». Lo miré con un gesto de lástima en su inútil lucha por querer hacerme cambiar de parecer. Hasta me produjo un sentimiento de cariño a pesar de su horrible fisionomía. Parecía un enorme roedor peludo y orejón. La realidad es que nunca me gustaron los animales; siempre huía de los lambetazos de amigo sincero del Dálmata que tenía mi abuelo, y ni hablar de las gallinas que, malintencionadas, depositaban sus excreciones justo donde yo dejaba secando mis zapatillas, pero mi amistad con el conejo nació por una eventualidad el día en que, corriendo por el patio como un loco por haber sido el ganador del sorteo de una videoconsola Playstation, tropecé con la patineta que yo mismo dejé allí tirada. Fue ahí donde el conejo me levantó de una bofetada reclamándome que por poco le caigo encima. Al principio me asusté, pero al cabo de una semana me acostumbré a su voz resonante y campechana. «¡Es de naranja! –me volvió a gritar apretándose las orejas contra las mejillas– ¡naranja! ¡NA-RAN-JA!». El conejo era un tanto explosivo en ocasiones, pero para mí ya era algo habitual lidiar con sus problemas para controlar la ira. Unos minutos después, ya era asunto olvidado, y una hora más tarde, discutíamos de nuevo por el mismo motivo o por otro de esos temas en los que solíamos entretenernos todas las tardes. «Preguntémosle al perro –le dije con un semblante de filósofo de pacotilla–; su gran olfato nos dirá la verdad». Él asintió e hizo un silbido tenue que yo apenas pude escuchar, pero con el que consiguió que el otro animal llegara al instante batiendo su cola y saludando con gentileza. «¿Para qué soy bueno?» –preguntó ansioso–. El conejo le explicó con detalle nuestra controversia agregando con una seguridad absoluta, que sólo él podría hacer que yo comprendiera el error que cometía. El perro se inclinó hacia el sitio de donde provenía el delicioso aroma, y de inmediato nos dio su respuesta. «Es de mora» –dijo con una convicción irrefutable–. El conejo agachó su cabeza resignándose a admitir su equivocación, pero yo lancé un grito imponente para continuar defendiendo mi opinión, y los tres nos enredamos en un alegato en el que nadie lograba entender nada. La discusión terminó cuando me di cuenta de que ellos ya estaban en silencio y yo aún seguía vociferando como si de ese debate dependiera mi vida. «¡Ja! –exclamé con satisfacción–, por fin aceptaron que tengo la razón». Ninguno respondió. Tenían la mirada fija en las escaleras y una expresión de asombro con la que lograron preocuparme. Entonces di media vuelta y quedé trémulo cuando vi que mi madre me observaba llorando mientras dos hombres vestidos con uniforme blanco, se acercaban a mí trayendo una camisa de fuerza.

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