Era una mañana fría de julio. Dos tazas de café calientes los separaban. El mozo parecía intuir la situación, llevaba 23 años atendiendo conversaciones. Mostraba su menú a hombres y mujeres que no hacían más que intentar resolver ecuaciones con la palabra. No había calculadora ni libros de matemáticas sobre la mesa, no había lapices ni borradores, no había un solo indicio de lo que miles de niños aprenden a diario en las eternas clases de esa materia que no utilizaras nunca, jamas en tu vida.
Ellos se permitieron un silencio antes de comenzar con aquello que ninguno de los dos deseaba. Pero las determinaciones del destino son así: incalculables, elementales, complejas, dolorosas, irremediables. Este les había preparado una jugada ajedrecista, propia de los grandes maestros.
-Nunca antes y nunca después voy a volver a ver un amanecer de la misma forma.- dijo Agustín con una poesía extraña, perdiendo la noción del tiempo en sus palabras.
-Vos, al menos, vas a poder mirar el sol.- retruco Florencia en un tono bajo mientras tomaba el último sorbo de café.
-¿Qué nos pasó Flor? ¿Como llegamos a no poder resolver lo más elemental?- indago él.
-Intentamos escapar de nosotros mismos Agus, pero no pudimos. El amor no es la suma de dos rotos.- Concluyo Florencia abatida, con una cicatriz más por sanar.
El mozo retiro las tazas de una mesa que acaba de guardar otra historia. Una más de las miles que pasaron durante los 35 años donde se mantuvo firme, con maderas bien clavadas para resistir los avatares del destino. Que equivocadas están esas criaturas sentadas en lo pupitres fríos y emparchados, usaran las matemáticas por el resto de su existencia adulta, pensó el mozo mientras acomodaba el mantel.
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