En lo que va del año he soñado unas seis veces, quizás un poco más, que se me caen los dientes.
Durante el sueño estoy sentado en una mesa disfrutando un rico bistec de hígado de res preparado por mi abuelita, y de la nada doy una mala mordida y se me cae el incisivo central. El efecto dominó se hace presente y por consecuencia de la dentellada también pierdo el colmillo y el primer premolar superior derecho, hasta quedarme con todos mis dientes en la mano como si fueran granos de elote.
Según google y mis ancestros, soñar que se cae la dentadura es un mal augurio. Es presagio de muerte.
No sueles pensar mucho en esas cosas cuando eres joven, hasta que creces y tienes insomnio porque abusaste de los tamales de Doña Pelos en la cena. Pero después de enterarme del perecimiento de algunos conocidos, empiezo a creerme el cuento de los dientes que se caen en los sueños y sus consecuencias.
En alguna ocasión hablé de los velorios y de lo incomodos que son para el mundo. Ahora quiero plantear la posibilidad latente del morir, partiendo desde el hecho y el occiso como el protagonista; pues creo firmemente que el morir de viejo sentado en una mecedora, es una muerte de lujo.
La muerte natural es como pegarle de volea al balón desde fuera del área y ponerla en la horquilla. Casi todos los que alguna vez hemos pensado en la muerte por placer, esperamos que ese momento así sea. Es una muerte rápida consecuencia de toda una vida de trabajo. Morir de esa forma es un premio de lotería, que en algunos casos, ni siquiera se merece.
Pienso que una persona común y corriente tiene entre cuatro y cinco momentos de popularidad: cuando nació, cuando cumplió xv años y se casó (en las mujeres), cuando egresó de la universidad y cuando murió. Si en vida fuiste un cero a la izquierda, cuando te vayas de éste mundo estás obligado a hacer ruido sí o sí.
De todas las posibilidades de morir, me cagan las muertes colectivas. Accidentes de transporte público y desastres naturales. Porque fallecer debe ser un momento único y no una estadística.
Las noticias trascienden por la cantidad de muertos y no por la cantidad de supervivientes. A mayor cantidad de occisos mayor el alcance noticioso; donde el protagonismo de los que libraron la morgue va de la mano con salir de terapia intensiva para contar la parte de la historia que nadie vio.
Siempre es más sencillo recordar números que nombres: “Veintitrés al vacío”, “Cien y contando”, “Diez embolsados”. Los títulos cuantitativos son los más promiscuos y cuantificables para los diarios. Pero todavía hay algo más triste que pertenecer una muerte colectiva; y es cuando las autoridades se roban el protagonismo en la nota roja.
…
Hace casi un mes me enteré en la muerte de Paco. Un chico de 22 años que era primo de uno de mis mejores amigos de la infancia.
A Paco lo conocí cuando niños, porque llegaba todos los fines de semana a casa de ‘Majito’ (así le decían de cariño a la abuela) en un coche viejo y enorme de color azul con retazos de una pasta amarilla, que prometían el servicio de laminación que nunca llegó.
Pasábamos la tarde entera jugando fútbol o intercambiando tazos de Pokémon en la esquina de Francisco Márquez y Agustín Melgar.
Paco era un niño flaco e insípido, no era muy gracioso. Tenía aspecto de menso. Lo dejé de ver cuando él tenía como 12 años y me lo encontré de casualidad un año antes de su asesinato en una reunión a la que llegué con un par de amigos.
Ya no era aquel morro que usaba bermudas arriba del ombligo. Ahora era un chico de 21 años con aspecto de 35. Con los brazos tatuados, bigote de aguamielero, con un sentido del humor bastante ácido y una mujer que le doblaba la edad sentada sobre sus piernas.
La velada fue muy buena. Quemamos gallo, platicamos de todas aquellas cosas que vivimos cuando niños; recordando a un morro al que le decían ‘Kitu’ al que su papá le acomodaba severas golpizas a mitad de la calle por cosas que no tenían sentido.
Casi un año después de esa noche, mi hermano me da la noticia de un caso más de impunidad e incompetencia por parte de las autoridades.
Como mancha de mole en delantal blanco; no puedo quitarme de la cabeza las náuseas del reportero al grabar la escena dónde sacan el cuerpo de la planta alta de una duplex sobre la calle Laguna de Altamira en la unidad habitacional el ‘Coyol’.
Una fuente cercana me comentó que aquella tarde sangrienta del primero de septiembre, Paco había planeado ir a un bar (al que no llegó), por tal razón pasó a su casa para cambiarse de ropa.
En la planta alta del duplex vivía su ex pareja, una tal Zugey (ya no era la señora de las cuatro décadas que estaba en sus piernas un año atrás) con la que se fue a vivir hacia algunos meses, y que por problemas maritales, el buen Paco regresó con su padre a la planta baja del mismo.
Zugey lo observó desde de su casa dar la vuelta a la esquina. Así que cuando Paco entró al departamento de su padre se abalanzó hacia él para conversar.
Según los testigos la plática subió de tono. Y tras haberle cerrado la puerta en la cara, la susodicha decide romper la ventana donde se corta la mano y no deja de pegarle a la puerta que queda manchada de sangre.
Paco vuelve a salir de la vivienda; la chica llama a unos malandros que estaban chupando con ella; afirmando que éste la había golpeado. Los tipos arremeten unas cuantas puñaladas al pobre Francisco, y al notar que ya no se defendía, lo dejaron sentado en una silla de ruedas dentro de la casa de la mujer y escaparon.
Un par de horas más tarde, llegó el padre de Paco (Don Pancho), que al percatarse de las manchas de sangre en la puerta de su casa sube a la planta alta a buscar a su hijo. Ante la poca visibilidad que revelaban las cortinas rosas con estampado de florecitas, lo vio sentado en una silla de ruedas sin vida.
Don Paco llamó a las autoridades, que al arribar a destiempo a la escena del crimen, argumentaron que no podían abrir la vivienda porque necesitaban la orden de cateo de un juez.
Con esos calores que adormecen el puerto de Veracruz, Don Paco esperó la orden de cateo que no llegó durante las horas sobrantes del sábado. Tampoco llegó el domingo ni el lunes. Hasta que por fin, el juez en turno se dignó a aparecer, y el martes 5 de septiembre se expidió la orden de cateo que abrió la vivienda; con un Paco hinchado amigo, ya de las moscas.
El aire caliente de las 2 de la tarde sobre la cerrada Laguna de Altamira; provoca las náuseas del reportero y ensucian la transmisión en vivo vía Facebook con imágenes desenfocadas.
El semblante sereno de Don Paco denota la reflexión para el resto de sus días si debió abrir la puerta a la fuerza o no. Y comentó a una fuente cercana frente al féretro de su único descendiente: “No me sorprende el final de mi hijo. Tenía la espina que andaba en malos pasos. Nunca me gustaron sus amistades. Pero dentro de todo lo malo, doy gracias a Dios de poder velarlo”.
Aún con el cajón cerrado, Paco hizo difícil la labor de rezos para el descanso de su alma que impregnaba la funeraria en medio del barrio de La Huaca. Aunque su vida fue más simple que unos champiñones recién cortados, su muerte hizo más ruido que el vendedor de escobas con megáfono que pasó junto a él cuando iba rumbo a la morgue, con el éxito de Hechizeros Band, ‘El Sonidito’.
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