De mi padre heredé su fascinación por la lluvia.
Cuando llovía, se sentaba en el porche de la casa de Lleraba, encendía su pipa y miraba llover.
Observaba las gotas resbalar por las hojas del viejo roble y los pequeños regueros de agua precipitarse por los canalones de las calles empedradas mientras, en la plaza, la gente corría para refugiarse bajo los soportales. ¡Cómo se reía viendo a los niños saltar sobre los charcos, huyendo de sus madres que les gritaban para que entraran en las casas y no se mojaran!
Me encantaba espiar a mi padre cuando miraba llover. Él estaba tan concentrado que tardaba un rato en darse cuenta. Cuando descubría que estaba allí, me pasaba su pesado brazo por encima de los hombros, me daba un beso en la frente, y veíamos llover juntos.
Un día de lluvia fuerte, me cogió de la mano y fuimos a la plaza. Al contrario que los otros niños, mi padre no solo no me regañaba cuando saltaba sobre los charcos sino que saltaba conmigo. Cuando estábamos ya empapados, me invitó a un chocolate caliente en el bar al lado del viejo roble. Creo que ese día entendí mejor el porqué de su fascinación por la lluvia.
Cuando mi padre se hizo mayor y empezó a tener achaques, le trajimos con nosotros a Madrid. Se había marchado el médico de Lleraba. Como el profesor y el panadero y la mayoría de los paisanos. Mi padre tenía el corazón delicado y no conducía, y nos daba miedo volver a tener un susto y no llegar a tiempo. Recuerdo el día en que se subió a nuestro coche. Qué pequeño parecía, a pesar de su metro ochenta, sentado en el asiento de atrás, al lado de su maleta de cartón.
En Madrid hay médico, muchos médicos, y tiendas con escaparates de neón, y luz por las calles, y por todas partes. Pero mi padre se fue apagando poco a poco.
Cuando llovía en Madrid, se alejaba de las ventanas y encendía la tele. No le gustaba la lluvia en Madrid.
Un día le vi llorar. No se debe ver llorar a un padre.
Hoy llueve y no puedo parar de pensar en él. He cogido el coche y he conducido doscientos kilómetros hasta Lleraba. Han arreglado la carretera y entre los quitamiedos y el asfalto nuevo, casi me paso el desvío.
Aquí también llueve. Pero qué distinto.
Me he sentado en el porche de la entrada de casa y he encendido un cigarro.
Han cerrado las tiendas. También el bar. Ya no hay niños riendo ni mujeres bajo los soportales. Las calles están desiertas. Quien sí que sigue es el viejo roble, mirándome imperturbable desde la plaza vacía.
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