Mientras me esmero en tender la cama, sacudir las sábanas, acomodar las almohadas, dejar que el sol penetre los pliegues, voy tramando formas de desacomodarla. Pienso que debemos ser más desobedientes, ni ella, ni yo queremos disfrazarnos de orden y pulcritud, la intimidad no debería ser de aromas bien planchados y pieles bien guardadas. Ahora coloco el cubrecamas, respetuoso, prolijo, la pincelada final. Gracias a él la cama tiene flores y rayas y, más colores pero le falta volar. No quiero una cama aburrida, que cargue con el trajín de los días, que se beba mi cansancio por obligación, que me espere ordenada, pulida o normalizada. Quiero una cama que palpite, arrebatada, sin límites, sin escrúpulos, encendida. Una cama con huellas, demandante, obscena y divergente. Cama trampolín, inquieta, siempre domingo o tornado. La quiero furiosa, gruñéndole a la muerte o a cualquier forma del aburrimiento y del cansancio. La quiero sin descanso, sin guardar el sueño, siempre desordenada.

Pobre cama mía, de todas las dueñas posibles, aparezco yo para borrarle los límites, para desacralizarla, para dinamitar estereotipos, para exigirle el arrebato y la desmesura, para pedirle, sin contemplaciones, que no se duerma, no conmigo, adentro, hundida, abatida, perdida.

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