¡El olor a mariscos cocinándose impregnaba espacio y tiempo!
Levantó con la mano izquierda la tapa del enorme sartén. Mantequilla y aceite de olivo, la base. Las jaibas, marinadas en salsa de chipotle y pimienta y sal, tornándose rojizas. Los vapores desprendiéndose en una grisácea nube. El vaso de ron de caña en la mano derecha. Bebió un largo trago y sin pensarlo demasiado, vació el resto de ron en la sartén rociando las jaibas. ¡Una enorme llamarada chamuscándolas! Rió a carcajadas por su ocurrencia. Tapó la sartén y dejó que la cocción continuara por unos pocos minutos.
Estaba sin camisa y con una sucia barba de tres días. Sudando por pecho y espalda. Despeinado y apenas lavado de la cara. Tres días también de apenas breves horas de pegar pestañas. El tecleo ágil y sin pausas en el tablero de su vieja laptop. Inservible para otras funciones que no fuesen las de máquina de escritura. Las vueltas y vueltas de ideas en la cabeza. Tres días también de descorchar botellas de vino y del cigarro tras cigarro en una fumadera sin fin.
Retiró la sartén de la hornilla y la llevó a la mesa. Apartó libros y cuadernos de notas. Hojas con delicados dibujos a lapiz. Estilizados autorretratos. Bocetos de bestias retorcidas. Aves.
Ella salió de la habitación contigua. Recién bañada. Blancas las carnes. Pequeña de estatura. Indescriptible. Senos y nalgas firmes. Piernas esbeltas sin un ápice de grasa. Ágil. Completamente desnuda.
Sonriente. Ojos claros, verdes o azules. El cabello húmedo, recortado hasta los hombros. Sonrisa inocente.
Sirvió sendos vasos de vino. Los vapores de mariscos irrespirables.
¡Espléndidamente irrespirables!
Ella se sentó sobre la mesa y cuidadosa cogió una jaiba. Pasó la lengua sobre ella, saboreando. Mordisqueó el vientre de la jaiba, inundando labio y paladar. Jugos inenarrables. Chipotle, pimienta, sal, olivos, jaiba, ron.
Entornó la mirada.
Mordisqueó su vientre. Ahora era él, quien se prendía a su sexo, ofrecido en la mesa. Aspirando con fruición otros aromas mucho más exquisitos, bebiendo sorbo a sorbo otros jugos mucho más enloquecedores.
Juego de proezas.
Destazar una jaiba embebida en chipotle a dentelladas, sin mancharse. Y llevar por el cielo, una hembra. Lujuria de las carnes.
Dormitó apenas cuarenta y siete minutos. Lavó de nuevo cara y cabeza con agua del lavabo. Las axilas y los brazos pegosteados de sudores. El sofocante calor del mediodía. Echó agua en el cuello y en los brazos, en la nuca y en la espalda. En su abultado abdomen.
Apenas tomó una toalla para secarse las manos. Se sentó una vez más ante la laptop. Se sirvió medio vaso de tinto. Prendió un cigarro sosteniéndolo entre los labios. Comenzó el tecleo infame.
“¡El olor a mariscos cocinándose impregnaba espacio y tiempo!…”
Comenzaba así su novela.
Mientras escribía tecleando, miró de reojo los dibujos que había hecho. Autorretratos. Bocetos de una joven.
“Salió de la habitación contigua. Recién bañada. Blancas las carnes. Pequeña de estatura. Indescriptible…”
Empezó a describirla en su relato.
A las dos de la tarde. Puntual como siempre. Llegó Matilde, su casera. Mujer madura, casada y religiosa de las de atar rosarios. Madre de tres adolescentes. Entrada en carnes. ¡Muy entrada en carnes! Escuchaba el tintineo constante de las teclas. Limpió la habitación en silencio. Arregló cama y retiró del baño los paños húmedos. Pasó por encima escoba y plumero. Se acercó después al hombre y a la máquina. Tintineo constante. Ofreció de un plato despostillado dos empanadas de frijoles y queso. Una taza de café. ¡Caliente! Vertido desde un desvencijado termo.
“Ella se sentó sobre la mesa y cuidadosa cogió una jaiba…”
Escribía justo esta frase.
Suspendió la escritura. Cogió una empanada y dió una enorme mordida. Bebió enseguida dos o tres tragos de café.
-Doña Matilde, dijo entonces él.
-¿le gustaría salir en mi novela?
Doña Matilde sonrió muy apenas.
-¿y qué tendría yo que hacer? Dijo ella
-¡Nada! Exclamó él
Y la tomó de la cintura sentandola a la mesa. Hizo con el dedo índice de la mano derecha y sus labios, la señal de guardar silencio.
Gentíl empezó a separarle las piernas.
“Mordisqueó su vientre. Ahora era él, quien se prendía a su sexo, ofrecido en la mesa…”
Así seguiría justo, su historia.
2016 By Oscar Mtz. Molina
Dic. Altamira
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