Siempre he querido ver el planeta desde afuera, desde el espacio exterior. Desde la luna. Desde el sol. ¿Por qué no? Viajar en el carruaje de Trumdholm. Deslizarme por las constelaciones, entre Régulo y Denébola y Arturo. Reírme del mal augurio de Homero y respirar un aire que no existe. ¿Quien no ha soñado alguna vez poder levitar sobre el mundo? Tiene que ser prodigioso sentir esa libertad, esa inmensidad inconmensurable.
Así que, cierro los ojos y me dispongo a preparar el descenso. No, no voy a usar mi imaginación esta vez. Ella es el eterno artista de una mente, de un ser. El motor de la inútil carne. Ella es la descubridora del alma, la inventora de la vida que, desde el origen, desde la nada en realidad, todo lo concibe para que pueda ser, para que pueda existir. Pero no. No esta vez. La imaginación queda ahora en estado de inoculación, calma y observación, libación constante y perenne. Se nutrirá de las sensaciones de mi viaje, como no, para futuras y trascendentes empresas. Porque yo voy a comenzar mi peregrinaje al infinito espacio sabiendo que, sin ser consciente, he estado mil y una noches. He estado, como Scheherezade, aunque, las brumas que todo lo envuelven allá abajo, las tormentas de sensaciones buenas y malas y desconocidas e inesperadas, todo lo que es imposible de compilar y enumerar en este universo, digo, hacen que uno no sepa que está viajando al infinito espacio interior del ser humano, al origen de todo sentimiento y emoción. Del amor que todo lo logra, de su antagonista el odio y de las indecibles ramificaciones que necesariamente parten de la esencia de un ser. ¿Cómo saber dónde están los confines? ¿Existen, acaso?
Mis párpados se cierran con un golpe sordo y estentóreo que, como el telón que no emite más que un suave halo, un soplido aterciopelado, tal vez sea recreación de la mente.
CONTINUARÁ…
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