LA CASA DE LA ABUELA

Si me paro frente a la casa de mi abuela mis ojos se llenan de lágrimas, ya no luce igual, ha caído en desgracia y su pintura está quemada por el sol. Aquel portón amarillo de madera sigue ahí, con la ventana rota. Muchos años desde mi infancia han pasado y esa ventana conserva su rotura igual; ahí está el cordón que cuelga de la puerta, era por ese pequeño orificio donde de niños veíamos si el patio central estaba despejado para jugar, sigue ahí, más sucio y desgastado por el tiempo. Ahora recuerdo, el cordón jalaba la tranca para abrir la puerta que conducía a la diversión y al juego, al cariño y al amor de la abuela, al regaño de las tías, a las galletas recién horneadas y a la magia de sentirse amado y enraizado en un lugar.

Si recorro sus enormes cuartos, cada uno cuenta una historia, el más importante es la cocina, en la ventana siempre había una especie de vela encendida de día y de noche, -“para que las almas encuentren el camino” –decía mi abuela. En esta cocina aparte de alimentos se cocinaban sueños y se tejían de sobremesa las historias de familia. Mi papá en la cabecera como representación del patriarca, luego en orden de jerarquía mi hermano mayor y después mi madre; a un lado de mi padre mi abuela y la tía Yola, el resto como nos tocaba, de un lado o del otro, lo importante era comer y escuchar!!!. En el fregador descubrí el amor por las ciencias médicas, me encantaba destripar y abrir en canal los pescados que traían mi papá, mi tío Jorge y mis hermanos, de la presa Las Camelias, allá rumbo a Parral.

El baño era nuestro gran temor, aquellas largas y grandes paredes pintadas de un azul fuerte y entreveradas con manchas negras de tizne, le daban un aspecto siniestro al lugar. Era un cuarto frio sin cortinas ni cancel; recuerdo mi carne de gallina –chinita por el frio– desde que entraba hasta que salía de la ducha. Pasar de noche entre las figuras terroríficas que se formaban, nos forzaba a desarrollar nuestras habilidades de atletismo.

La segunda habitación a la izquierda, fue el cuarto de las siestas. Si mi tía Licha estaba acostada y por error cruzabas ese lugar, seguro te atrapaba y te llevaba a dormir –“los niños necesitan dormir en las tardes- decía”. También fue el lugar de los llantos, de las curaciones y limpieza de heridas. De las llamadas telefónicas confidenciales; aun en estos tiempos cuando voy, me acuesto en esas camas, tienen el mismo colchón y aunque los resortes ya están salidos, el descanso no se compara con nada.

En el patio central se jugaron todos los partidos de futbol, nos quitaron nuestros primeros piojos y se contaron las mejores historias de terror, de amor y por supuesto las epopeyas de la revolución que mi abuela y su familia vivieron. Aquí también se desarrollaron mis primeros descubrimientos de investigación científica, -cuando en la bicicleta amarilla- colocamos una penca de nopal en el asiento y lo cubrimos con tela…¿y que creen?, confirmamos, que en efecto, ¡las espinas son filosas y agudas y ¡Si! son capaces de traspasar la tela!!. Una buena dosis de chicles previamente masticados por todos, fue la curación que aplicamos en las doloridas pompitas de mi querida hermana.

En el corral, vi por primera vez de cerca la muerte. Fue un mañana cuando mataron a Don Pachón -nuestro pato-, para convertirlo en mole de navidad, nos obligaron a detenerle el pescuezo, y lo peor de todo, es que todos fuimos cómplices del crimen.

Bajo la hermosa luna de octubre, frente a la gran fogata, mi abuela logro mantenernos quietos, mientras asábamos elotes; esperando emocionados a que aparecieran los duendes del fuego.

La enorme higuera fue refugio de regaños, ahí llorábamos mis hermanos y Yo nuestras desdichas, cobijados entre sus hojas y sus ramas.

El viejo árbol de granada fue mi guarida en los duros inviernos, siempre lo adornaba y cantaba villancicos a su alrededor, le ponía bufandas, tarjetas navideñas, esferas, y hablaba con él, fue mi mejor amigo y mi leal confidente.

En el comedor cenamos y disfrutamos en nochebuena, la gallina deshuesada, la ensalada de zanahoria con pasas y nuez, el mole y la sidra, hasta que la barriga ya no podía más… ¡qué recuerdos, que añoranzas!.

Hoy la casa de la abuela ya no luce igual, se encuentra triste y desgastada por el paso del tiempo. Se respira la ausencia de aquellos seres maravillosos que tejieron mi historia. Añoranzas que solo permanecen en mis recuerdos, y en mis raíces.

Amaré por siempre la casa de la abuela, la casa del amor; la casa de mis días de infancia.

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