Señor juez:
Quizá le sorprenda el hallazgo de esta carta sobre el cuerpo de mi víctima, pero, ya que he tenido que violentarme para acabar con una vida inocente, quiero que al menos no sea otro inocente quien cargue con el muerto.
Pasé largos años planeando este, para mí, repugnante crimen. He elegido cuidadosamente la persona y las circunstancias a fin de que coincidieran al máximo: el señor Antonio López Moreno, que rozaba la cincuentena, salía cada noche de su casa a eso de las diez y media, pues a las once empezaba su actividad laboral en una panadería. Durante el día hacía recados en una pequeña empresa que estaba montando su hija mayor. En el tipo de trabajo es en lo que más difería de mi llamémosle «anterior víctima», don Antonio López Méndez, un funcionario de correos de edad similar que, diariamente, después de cenar y también en torno a esa misma hora, empezaba su pluriempleo: hacía turnos de noche con el taxi de un amigo para sacarse un dinerillo extra y costear así los estudios de sus hijos. Es decir, ambos eran de una edad parecida, se llamaban igual (el segundo apellido, aunque distinto, coincidía en la inicial) y eran unos honrados padres de familia que ejercían dos empleos –uno de ellos en horario nocturno–, a fin de atender a necesidades de sus hijos. Debo confesar que he lamentado profunda y amargamente su triste fin, sobre todo el del segundo, ya que yo fui, a todos los efectos, su instrumento ejecutor. Y encima, el acto hubo de tener lugar precisamente en la colina del Putget, junto al parque idílico donde, por primera vez en mi vida, di un beso de verdad a una chica, cosa que aún hoy, al recordarlo, me trastorna en lo más hondo.
Lo cierto es que cuando el pasado 7 de julio me comunicaron que tal vez pronto iba a salir de la cárcel, ya que un hombre, en su lecho de muerte y roído por los remordimientos, acababa de confesarse autor del crimen que veinte años atrás me endosaron a mí –pese a mis protestas de inocencia–, comprendí que mi situación no tenía otra alternativa que la que había madurado durante todo este tiempo pasado entre rejas por error judicial. Nadie podría devolverme jamás los años injustamente consumidos en la trena: mi novia se había casado con otro, mis amigos me habían vuelto la espalda y entretanto, mis padres, que en ningún momento me creyeron culpable y que agotaron todos sus ahorros tratando de encontrar algún abogado que se interesara por mi caso, habían muerto ya. Todo fue en vano y ahora, en cambio, se ha reconocido mi inocencia. Demasiado tarde. Comprenderá usted que no me quedaba otra salida. Y para ello he aprovechado mi último permiso de fin de semana.
En estos momentos me restan solamente veinte días de condena, pues mis treinta años y un día se han reducido en un tercio por buena conducta, de modo que cumpliré gustoso esas escasas tres semanas que me corresponden. Sí, sí, que al fin me corresponden, pues creo haber logrado una reproducción bastante fiel del crimen por el cual fui condenado. Además de los detalles ya mencionados, los agravantes también coinciden: premeditación, nocturnidad y alevosía, así como el procedimiento empleado para matar, que no detallo ahora pues su recuerdo afecta profundamente mi sensibilidad. Sólo han variado la fecha, algunos protagonistas y los móviles, y el mío está muy justificado: restituir la justicia a la Justicia.
Aunque todavía conmocionado por tan espantosa acción, me siento tranquilo, pues antes de un mes volveré a pasear por las calles, libre y satisfecho por el deber cumplido: he pagado mi deuda con la sociedad, y la sociedad también está en paz conmigo. Ah, y todo ello sin acarrearle a ningún juez más trabajo que el indispensable –¡van todos ustedes tan sobrecargados!– y sin necesidad de imponer más gastos al erario público con un nuevo juicio, algo que conviene tener en cuenta en los tiempos que corren.
Aunque, bien mirado, también podrían soltarme ya de una vez y descontarme esos veinte días por pago anticipado, ¿no?
Un servidor
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