Y entonces notas esas mariposas en el estómago momentos antes de salir. Te sudan las manos y no controlas la respiración. Es una mezcla de placer y sufrimiento, en la que ambos luchan por sobrevivir, cada uno a su manera, pero que no podrían vivir el uno sin el otro. Respiras profundamente y vas soltando el aire poco a poco. Y entonces llega el momento. Silencio en la sala. Sales al escenario mientras sientes todas esas miradas sobre ti. Y ya no existe nadie más que ella y tú, como dos enamorados que se conocen a la perfección y sólo necesitan el silencio para comprenderse, siendo uno la prolongación del otro, sin saber quién es quién. La rodeas con tus brazos, primero con dulzura, mientras los dedos van entonando sus gemidos, y empieza esa complicidad, ese coqueteo, ese baile. Esa suavidad se convierte poco a poco en armonía, amor, coraje y lamento, hasta crear un flujo de sentimientos que no tienen ni principio ni fin, formando un equilibrio perfecto. Todos tus sentimientos son transmitidos a la perfección con una enorme sonoridad, con una verbosidad aterradora y con una pureza y seguridad que jamás te atreverías a decir con palabras. Tu alma se desnuda y cae rendida a sus encantos, la tenue desnudez de tu niñez interior. Tu mano sobre el diapasón acaricia su piel hasta llegar al borde de los deseos, mientras las notas te atrapan con sus cadenas y deleitan tus oídos y tu alma.
¡Ven, mi guitarra! Despierta mi locura y hazme soñar.
Y entonces ella me cuenta sus secretos más profundos. El duende te atraviesa primero, el corazón y después, los sentidos. Sólo tienes ojos para ella y esos sonidos mágicos danzan a su gusto por tus oídos, transportándote a esos lugares jamás visitados, a esos olores jamás percibidos y a esos cuerpos jamás acariciados.
Es algo mágico y auténtico, la esencia pura que brota del alma. No se puede domar ni controlar. El sentimiento del artista convertido en puro arte.
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