Hoy ha muerto

Hoy ha muerto, he trabajado con tesón para llegar a este día, he soportado su halitosis, la flacidez de su carne, la sorda emoción de su cuerpo cuando nos ayuntamos para concebir a estos cinco descendientes que, en cuanto lleguen a la edad convenida me despojarán y me dejarán en la calle. Ella nunca fue madre para ellos, ni yo fui un padre de verdad; los recluimos en escuelas para alejarlos de nosotros, de nuestra unión basada en el odio y desprecio mutuos. El odio nació después de casarnos, el desprecio mutuo fue el tercer miembro de nuestro matrimonio: yo me case con ella por dinero, ella por fastidiar a sus padres y por tener un hombre que pudiese lucir como a un bolso, un vestido, parte del ajuar que mitigaba la evidente fealdad de ella. Siempre he sido envidiado por mi belleza: mi cabello oscuro y ensortijado enmarca mi rostro ovalado donde la barba apenas crece y permite el brillo de mi piel morena que acentúa el verde oscuro de mis ojos; he sido consciente de mi atractivo desde que a los doce años, la monja que me tomó bajo su cuidado en el orfanatorio pensó que había llegado el tiempo de cobrar por su buena acción y decidió venderme: me dijo aquella vez: ve hijo, platica con monseñor Mariano, concédele lo que te pida, es un hombre bueno que necesita de ti para alejarse del pecado, tu eres bello y el necesita estar cerca de lo hermoso y puro para seguir salvando almas; la madre Miguela nunca me explicó que para que monseñor pudiese continuar con su santa misión, mi propia alma tenía que ser sacrificada. Monseñor me enseñó el dolor, el sabor del pecado y la valía de mi belleza: cuando cumplí los trece años monseñor comía de mi mano y, cuando oficiaba misa, la intensidad de su pasión estaba dirigida a mi. Lo deje a los quince años, cuando un hombre rico me solicitó para que viviera al lado de su familia; nada pudo hacer monseñor, al poco tiempo me enteré de su muerte: se nos dijo que el ayuno prolongado y los sacrificios corporales que monseñor se inflingió llevado por su pasión religiosa lo consumió. Pase varios años al servicio de don Mario, la única persona grata que conocí; me educo y me dio los medios para convertirme en un hombre cabal, nunca abusó de mi; claro, no era un santo y tenía un par de vicios: el juego y las mujeres. Lo peor de don Mario eran sus mujeres: su madre, su esposa y su hija; quizás por ello era tan adicto a las putas. La maldición de don Mario era el respeto que le tenía a su madre, el miedo que le inspiraba su esposa y el amor ciego hacia su hija; y ellas lo sabían. Don Mario nunca fue pobre, pero la dote y las relaciones de su esposa catapultaron su posición en el círculo de poder de la ciudad: fue alcalde, senador y secretario de estado; realizó grandes negocios adquiriendo y vendiendo tierras. Don Mario me quería en su casa pues deseaba tener un hijo y sabía, su mujer se lo dijo, que no tendría un hijo legítimo jamás. Así he llegado hasta este día, luchando contra una alegría que pugna por salir y mostrarse desnuda, vibrante frente al féretro que contiene el cuerpo embalsamado de ella.

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