El viaje de «Las cajas españolas»

El viaje de «Las cajas españolas»

Diego Durán

02/09/2018

EL VIAJE DE LAS CAJAS ESPAÑOLAS

Diego Durán

La noche del día diez de diciembre del 36, santa Eulalia, hice un viaje tan insólito que aún hoy dudo si fue real. Incluso dudo de mi propia cordura. Nunca volví a hablar de él por miedo a ser tenido por loco. Tan extraño fue.

Pero ayer asistí, en el teatro María Guerrero, al estreno de “Noche de guerra en el Museo del Prado”, de Rafael Alberti. He ido, con mi esposa y unos vecinos, presumiendo de que yo conocí a Don Rafael. Y más de cuarenta años después, me he encontrado con aquel viaje. Cuando ha empezado la función y he visto de qué iba, creo que hasta he temblado, tanto, que mi esposa me ha preguntado si tenía frío. No tenía frío. Tenía miedo.

Aquel viaje del que nunca he hablado, ni siquiera a mi mujer, ha vuelto con nitidez a mi cabeza. Aquel viaje…

La Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico había decidido, después de muchos debates sobre los pros y los contras, evacuar el Museo del Prado por miedo a que una bomba “nacional” acabara con el arte nacional. Había que llevarse el museo, cuadro a cuadro, a Valencia. Ahí empezó el peregrinar de cientos de obras maestras que pasaron por Valencia, fueron a Francia y acabaron en Ginebra antes de volver a España al terminar la guerra.

Una de las primeras decisiones de la Junta fue no desmontar los lienzos de sus marcos para enrollarlos. Se creyó que eso podría dañar seriamente la pintura, así que se trasladaron tal cual estaban, montados en sus marcos. Para ello hubo que hacer cajas de madera a medida de cada obra

Y a mí, carbonero en tiempos de paz y chófer en la guerra, me tocó conducir un camión cargado de cajas llenas de cuadros en un convoy escoltado por milicianos del 5º Regimiento, famosos y celebrados por haber sido los que tomaron el Cuartel de la Montaña en julio de ese mismo año.

Teníamos instrucciones de no pasar de los quince kilómetros por hora. El viaje duró toda la noche y todo el día siguiente y, desgraciadamente, el cuadro principal que transportábamos, Las Meninas, llegó destrozado. Cuando volví a Madrid tuve que dar parte de las incidencias: por qué había llegado destrozada la pintura, por qué estaban la caja y aquel enorme cuadro rotos. Cómo había sido posible que se rompiera el papel continuo que lo envolvía, y la caja de madera que lo protegía, y la brea impermeable que los cubría, y, además, se rompiera el lienzo y una esquina del marco.

En una sala del Museo habilitada como despacho me esperaban un hombre y una mujer, vestida ella con un mono de miliciana y él con traje. Luego supe que aquellos con los que había hablado eran María Teresa León, supervisora de los traslados, y su compañero, el eminente poeta comunista Rafael Alberti. Yo en aquel momento no sabían quiénes eran, exactamente, más allá de que fueran personas significadas del Partido Comunista.

La mujer me recibió con el puño en alto, y yo correspondí. El hombre no se llegó a levantar del sillón que ocupaba.

—Camarada, ¿Qué pasó para que Las Meninas llegaran rotas?

No me gustó el tono, porque creo que me achacaban a mí la culpa de aquel desastre.

Y les conté exactamente lo que había pasado.

Salimos cuando anochecía de Madrid por la carretera de Valencia. Al llegar al puente de Arganda, ya de noche, verificamos que los arcos de hierro que lo cierran impedían que los cuadros pudieran pasar cargados en el camión. Era como si el puente también se hubiera aprendido la letra del “no pasarán”. Y no quedó más remedido que descargarlos e intentar pasarlos de una orilla a la otra a pura fuerza.

Con la ayuda de varios milicianos pudimos bajar la caja. Lo hicimos con cuidado y lentitud, hasta conseguir ponerla en vertical sobre el asfalto. Pero comprobamos que era imposible que pudiéramos mover ese armatoste a pulso hasta cruzar el puente, y buscando y removiendo, aparecieron unos cilindros metálicos en el camión, que no sé muy bien qué función tenían. Pero a nosotros nos sirvieron de rodillos. Unos sujetaban delante, otros detrás y yo iba removiendo los rodillos y dirigiendo.

De pronto, se oyó un grito fuerte y vimos como Juanillo, un miliciano que sujetaba la parte de atrás, por la derecha, salía corriendo, gritando “socorro, socorro” y cómo sin más explicaciones saltó desde el puente al río. Oímos el chapoteo del agua, y entre el desconcierto y las manos de menos, la caja se desequilibró y ya no pudimos sujetarla, cayendo con todo su peso sobre su costado izquierdo armando gran estruendo y haciendo caer también a dos o tres milicianos y librándome yo de ser aplastado de milagro.

Juanillo era un hombre curtido, y el diminutivo era por su tamaño, no muy alto y enjuto, pero no por su osadía ni valentía. Había participado en el asalto al Cuartel de la Montaña y en la batalla de Guadarrama, donde el Quinto Regimiento frenó el avance de las tropas sublevadas. Por eso, ver a un hombre duro y decidido correr despavorido y gritando como un niño asustado, nos dejó a todos conmocionados

Tras unos segundos, o quizás minutos, de confusión, bajamos por un terraplén a buscar al pobre Juanillo, que seguía gritando y chapoteando. Parecía haber enloquecido. Sus gritos y lamentos nos guiaron en la oscuridad. Entre cuatro le subimos y le metimos en el camión, donde se quitó la ropa, empapada. Tenía los ojos desencajados, y un rictus rígido en la boca. Vimos que tenía una herida en el hombro izquierdo. Se la limpiamos, le pusimos encima cuatro mantas, y tiritando, y todavía asustado, nos contó lo que le había pasado.

Dijo que cuando empezamos a mover la caja sobre los rulos, desde dentro oyó ruidos como rasgando papel, primero, y golpes después como si los dieran con un martillo. Vio la madera romperse, y un hombre “con bigotes, una cruz en el pecho y un puñal en la mano”, salió vociferando cosas que él no entendía. Le lanzó una puñalada que no le cortó el cuello de milagro, porque lo vio venir y lo pudo esquivar, pero no evitó que le rajara el hombro.

También dijo que salió una pareja, parecían enanos, que azuzaban, “dale, dale, dale”, mientras dos señoritas con vestidos antiguos se reían con una risa como de hienas, fina y molesta y un mastín enorme ladraba e intentaba morderle. Y aunque otra joven, distinguida, sujetó del brazo al hombre armado, intentando tranquilizarle, este lanzó otra puñalada, ya sin concierto, que no le alcanzó. Fue cuando salió corriendo y se tiró al río.

Cuando llegué a este punto, callé y esperé por si decían algo. Nos mirábamos en silencio.

—¿Quieres decir, camarada, que Velázquez tomó vida y le atacó? ¿Eso quieres decir?

No me atreví a contestar, porque no sé si el tono me hacía loco o quería saber la verdad. Así que callé. Y al cabo, Don Rafael me salvó al decir, como recitando:

—La guerra crea monstruos en las mentes, pone a dormir la razón. Delirios. Seguro que la caja y todo lo demás se rompió al caerse…

—Cayó del otro lado, camarada. No se rompió por el lado que cayó.

—…y el hombre se heriría el hombro en la caída.

—No era herida de piedra ni de rama: era recta, limpia y profunda. No era herida de golpe, sino de corte. Como hecha con un cuchillo.

—¿Y nadie más vio nada?

—Nada. Sólo oímos el grito de socorro de Juanillo.

Le dije lo que yo vi: que parecía roto todo desde dentro, y el pincel que sujetaba Velázquez tenía una mancha roja que un experto dijo que no era del original.

—Seguro que se corrió pintura roja de otra parte… de la cruz de Santiago que lleva en el pecho. Seguro. —quería convencerse doña María Teresa.

Pero los tres sabíamos que había pasado algo muy raro que no se explicaba con pinturas corridas.

Después de un silencio, lo dijo, con ese tono casi imperial que luego oiría varias veces por la radio.

—No contemos supersticiones. Digamos que la caja se cayó en el puente de Arganda. Y queda cerrado este asunto.

Su esposa asintió y me pidió que preparara y firmara un informe en ese sentido. Y fue lo que hice.

Luego me enteré de que los dos, Rafael y María Teresa, renunciaron a seguir responsabilizándose de más traslados, dejando el marrón a la Junta de Defensa del Tesoro. Nunca se supo oficialmente por qué, aunque se decía que habían pasado una noche muy angustiosa esperando noticias y no querían repetir.

A este viaje yo le debo mil noches de insomnio. Pero Don Rafael cogió mi “superstición” y se inventó esa “guerra en el Museo” que vi anoche. A mí casi me mata de miedo. A él le inspiró. Y es que él era poeta y yo, un pobre carbonero.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS