Eran cerca de las siete de la tarde del último miércoles y casualmente me encontraba detrás del mostrador de la casa de papel, del lado de los que ganan dinero.
A la pregunta de quien sigue, se acerca con cierta vergüenza un muchacho que podría haber tenido unos pocos años menos que yo, remera azul y jeens con zapatillas, pelado, morocho y cara redonda que contaba angustia o ansiedad.
En general me involucro con los deseos de los secuestrados circunstanciales porque es una estrategia para venderles lo que necesitan, ni más ni menos, y de alguna forma generar el síndrome de Estocolmo para que vuelvan.
Comenzó a hablar con voz muy baja, entre temerosa, avergonzada o buscando complicidad. Sus primeras palabras fueron “necesito algo especial” pero como es una frase que se escucha seguido en el trabajo de cambiar plata por ilusiones de colores y texturas, necesité algo más para involucrarme. Si bien el temor de un hombre de aspecto rústico ya me había movilizado, el acto seguido de debilidad e inmolación terminó de comprometerme con la víctima. Su segunda declaración fue “necesito reconquistar a mi mujer”. En ese momento sentí que él necesitaba alguien que lo escuche y de alguna forma lo ayude pero al mismo tiempo me acababa de dar un arma cargada mientras se arrodillada ante mí para que le diera el tiro final.
Con el dedo sincero y firme en el gatillo pensé inmediatamente en decirle que no pierda más el tiempo pero decidí ponerme la otra máscara y dejarlo decir sus últimas palabras. Le pregunté qué quería hacer pero de una forma que supiera que el ya no era un cliente más. Lo entendió, se sonrió de agradecimiento y con vergüenza pero infinito amor me dijo que quería escribirle varias cartas que entregaría de a poco con canciones que a ella le gustaban y a las que él nunca le había dado mucha importancia. Ahora sí era el momento de ejecutarlo, pero no pude.
Se me ocurrió que el suicidio podía concretarlo con unas tarjetas plegadas muy especiales que por capricho de exclusividad o estupidez nunca se vendieron al público sin pasar por la impresora. El verdugo que está acostumbrado a oler muerte también sugirió cerrar sus pliegues con una cinta que asegurara el desenlace.
Mientras contaba el plan observé sus ojos y no sé si hay forma de explicar el entusiasmo y la esperanza pero ahí estaban, casi cómo lágrimas. Eligió veinte balas de distintos colores pensando y haciéndome pensar cuáles serían los más apropiados para mostrar el amor. A mí me daba lo mismo, pero no se lo dije porque estaba calculando el precio de la pólvora multiplicada por la cantidad en función del dólar en alza.
Aún me quedaba una duda que quería develar, tal vez yo estaba equivocado y necesitaba saberlo. Entonces le pregunté si la había engañado. Me miró y casi con ofensa me respondió que no. Entonces supe que el percutor ya había funcionado, era absurdo matar a un tipo dos veces.
Pasé la tarjeta de crédito mientras él me preguntaba, esperando una respuesta positiva, si yo pensaba que el plan podía darle resultados y no quise mentirle pero tampoco le dije la verdad.
Había más gente, debo pagar el alquiler atrasado y era necesario preguntar quien sigue aunque lo seguí observando. Hizo varios pasos hasta la puerta, se dio vueltas y volvió, me miró a los ojos, me extendió su mano ilusionada que sentí en la mía y me dijo gracias, muchas gracias.
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