EYEDER, El inicio del fin

EYEDER, El inicio del fin

El profesor Baltazar, usando gafas oscuras, llega con veinte minutos de tardanza. Saluda al estudiantado y, sin manifestar excusa, reparte el hato de separatas que llevaba bajo el brazo. Lee las instrucciones de la ficha en voz alta y pide a los educandos que desarrollen los ejercicios de comprensión lectora en silencio, mientras que él revisa su celular, apoyado en el ambón de la esquina. Estos ríen, musitan, dicen que el profe parece moscón. Él alcanza a oírlos, deja el celular a un lado y pregunta que por qué tanto alboroto. Tiene conjuntivitis, dice, no quiere contagiarlos y no se quitará los lentes de aviador. Aparentemente, los alumnos entienden, pero siguen riéndose de él.

La clase transcurre con normalidad, hasta que un ave de plumaje manchado ingresa aterrizando en el salón. Se trata de una paloma. A nadie llama la atención, puesto que dichos plumíferos solían abandonar el techo, que fungía de palomar, para deambular por los espacios del colegio “Luis Felipe Angell”. El docente engafado es el primero en verla y notar que tiene una particularidad que la hace ver grotesca. No obstante, al dar una vista panorámica por el salón, observa que, al fondo, uno de los estudiantes está durmiendo. Este hecho lo distrae. Avísenle al señor Takamura que ya amaneció. Todos ríen. Disculpe, profe, me duelen mucho los ojos. Vaya a lavarse la cara, joven. Ahora nadie ríe. Saben que cuando Baltazar se pone serio, no hay espacio para bromas.

El adolescente sale airado. El resto, cabeza erguida, logra ver al ave caminar por el aula. Esta paloma sí llama su atención. Tiene los ojos hinchados, averrugados, horribles. Qué tiene en los ojos, dice alguien, señalándola. Pobrecita, dicen otros. La curiosidad los hace moverse en sus asientos. Sí, pobrecita, qué tiene en los ojos, profe. El docente también se halla observando los ojos y el andar lerdo del ave. Sus ojos parecen haber estallado y estar exponiendo la carne pulposa. Alguien baja de su carpeta. Todos los ojos están puestos en la adolescente que ha decidido acercarse al animal pese a su fealdad.El docente la observa. No la toques. Detiene su andar en el preciso momento en que está a punto de acariciar al grotesco espécimen.

La orden del profesor estremece completamente la osamenta de la alumna. Un silencio en forma de ola hace que todos los ojos ahora se posen en él. Su voz había retumbado en la cabeza de cada uno. No la toques, insiste. ¿Por qué no?, pregunta Abril, que ha detenido su mano. Baltazar explica que hay enfermedades que son comunes entre animales, pero que al entrar en contacto con los humanos, trae en ocasiones terribles consecuencias. La seriedad de Baltazar transmite miedo. Es grave, firme. “Trae terribles consecuencias”.

Luigi, un estudiante, manifiesta que, en una película, un cuervo tenía los ojos de igual forma, y fue por comer carne humana podrida, descompuesta, muerta. El corazón de Abril comienza a latir con fuerza, tiene las pupilas dilatadas. Todos en el salón miran asustados al adulto que está frente a ellos. El compañero acaba de decir algo inverosímil, pero así de posible. La palabra “muerta” los ha dejado patidifusos. Dijo carne humana podrida y el profesor Baltazar no le ha refutado. No le ha dicho que eso es ficción. Abril mira al ave. No creo, dice ella, eso es una película. Entonces te reto a acariciarla, replica el maestro. Para entonces los corazones inocentes palpitaban a un mismo ritmo, como un tambor tétrico anunciando alguna fatalidad. Por otro lado, el cuerpo de Abril era solo pulsaciones. Hubiera pegado un brinco ante el menor sonido o ante una mano apoyada en su hombro.

Abril sigue con el brazo levantado cerca del ave. Cree que lo oído es un disparate, pero algo la detiene, un temor le impide moverse. El reto sigue flotando en el aire y ella no sabe qué hacer. El docente ha dado un par de pasos hacia adelante. Nadie se ha dado cuenta de que la paloma ahora la ve a ella, con ojos arrugados como pasas. Ojos pulposos, había pensado Baltazar. Sus ojos han aumentado de tamaño, como un panal a punto de reventar. No creo, repite Abril, parece más bien que está sufriendo, está enfer… Un ¡ay! se yergue escalofriante en el recinto estudiantil, traspasa las cuatro paredes y llega a estremecer los oídos de todos dentro del colegio. Un ¡ay! ha quebrado la excesiva quietud del salón de clases.

Los compañeros se encuentran sumergidos en el terror. La paloma, de manchas oscuras, salta a la mano de Abril y, luego de picotearla fuertemente, se arroja sobre su rostro para lanzar repetidos y descontrolados picotazos en sus ojos. Ocurre tan rápido que nadie atina a actuar.En cuestión de segundos, su blusa blanca ha cambiado a un rojo granate. Ella intenta protegerse cubriéndose con las manos, pero el ave sigue picando por entre los dedos, consiguiendo que la sangre brote como escupitajos. El salón de clases se convierte en un ambiente babélico, donde los gritos no dejan de oírse, yendo y viniendo de todas partes y mezclándose.

En medio del caos flotante nadie ha notado que el alumno Takamura ha regresado del baño. Está de pie, aprehendido del marco de la puerta. El agua escurre por su frente, baja hasta mezclarse con su saliva y cae a cuentagotas por su mandíbula. El profesor Baltazar también está quieto, inmóvil, asido del pupitre. Sus gafas resbalan, se estrellan contra el suelo, pero el sonido se hace nada en medio del caos reinante.Sus ojos quedan desnudos. Se encuentran inflamados, como si una extraña alergia los hubiera hinchado. Takamura continúa asido del marco. Ninguno de los dos se mueve. Ambos tienen la mirada perdida, los ojos cristalizados, sin vida, como vidrio rojo oscuro. Cualquiera que los viera diría que están… ¿muertos?

Lo están. Desde quién sabe cuándo. Es cuestión de tiempo para que todos en el salón noten el olor infecto, a carne pútrida que expelen maestro y alumno. Pronto empezará la guerra y luego el inevitable éxodo.

En: ZETA, Antonio. Lo que las sombras ocultan. Lengash Editores. Piura, 2017.

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