CAPÍTULO 1
El humo de mi cigarrillo ascendía lentamente perdiéndose entre la contaminación de la ciudad mientras lo observaba, saboreando la nicotina, el alquitrán y los muchos aditivos de mi pitillo, concentrada en la tarea tediosa pero necesaria de fumar. El sonido de una de las decenas de ambulancias que recorren todos los días Madrid, me sobresaltó sacándome de mi ensimismamiento, y fue eso lo que me convenció de que no pertenecía aún a la ciudad, y aún hoy no sé si quise hacerlo en realidad. Desde la terraza del ático, ya sabía que no iba a ver la ambulancia, pero involuntariamente, con un acto reflejo, me asomé preguntándome qué habría pasado… un atropello accidental, una reyerta en un bar de mala muerte, una anciana a la que su vecina encuentra sola tirada en casa… había tantas nefastas posibilidades. Las desgracias ajenas, aunque te conmueven y te apenan, a veces te hacen valorar lo bueno que tienes. Ahí va la ambulancia… le ha dado un ataque al corazón… con el estrés que vivía es normal… no sé si lo contará… y tú piensas… uff menos mal que no me ha tocado la china a mí. Estoy acostumbrada a vivir en una ciudad pequeña. Las ciudades tranquilas como Castellón es lo que tienen; no es un pueblo en la que todo el mundo se conoce, pero casi. Sobre todo si es para hablar de las alegrías y las penas de los demás. En aquel entonces, yo todavía no había aprendido a vivir en Madrid, a ir por la calle y no conocer a nadie. Miles de personas te rodean, se cruzan contigo pero no te ven. Cuatro años, tres meses y dieciséis días dan para exprimir la ciudad y para quererla u odiarla, pero yo no la hice nunca mi hogar, y allí estaba, en aquel momento, sentada en el cómodo sillón de teca en la terraza, escuchando la ciudad, oliéndola, casi paladeándola junto con el humo, pero sin sentirla mía. Fui consciente de que seguía siendo una turista admirando lo bonita que era pero desde la distancia. Más bien no me sentía de ninguna parte, porque no me sentía yo misma, no me reconocía en absoluto. No sentía mía la ciudad, ni la casa, ni siquiera los setenta y dos pares de zapatos de mi vestidor. Aunque eso sí, lucirlos sí que los lucía, y lo sigo haciendo, porque seré una chica del montón pero resultona si me lo propongo, y si algo me gusta, es sacarle partido a mis largas piernas con unos buenos tacones. Siempre me han atraído los pies. Una de las primeras cosas que miro en una persona es el calzado que lleva, y cómo lo lleva. Os sorprendería lo que uno puede averiguar sobre alguien solo mirando sus zapatos. No es fetichismo, es que me encantan los zapatos. Zapatos de salón, botas, botines, zapatillas, manoletinas, sandalias, chanclas… son mi perdición. Y hacen tambalear mi economía. Cómo pude permitirme atesorar tantos pares de zapatos, es una larga historia que es mejor contarla rápido, como cuando das un tirón al esparadrapo porque así duele menos.
Antes de dejarlo todo y seguirle a Él, pensaba que mi vida era básicamente una mierda y, aunque siempre se puede ir a peor, en aquel momento no me gustaba lo más mínimo el rumbo que había tomado. Todo me parecía cutre y desgastado, y por supuesto en mi pequeño armario empotrado solo había seis pares de zapatos y unas zapatillas de deporte usadas sólo por obligación, y es que lo mío no ha sido nunca el ejercicio físico. Para mí siempre era preferible un buen libro, una peli interesante o una cervecita con los amigos que irme a correr la maratón u ofrecer un espectáculo de completa descoordinación en la clase de aeróbic del gimnasio. Desde que de niña iba caminando por el pasillo de mi casa con el libro de turno entre las manos, tenía muy claro lo que quería hacer con mi vida: leer, leer y leer; y a fuerza de repetirlo a todos y a mí misma, cuando se vio truncado mi sueño adolescente de convertirme en una editora de renombre, me pasé unos cuantos años viviendo con cierta desgana. No es que no fuera feliz con mis amigas de siempre Sandra y Susana _ menudas juergas nos corríamos las tres _ y con algún noviete que otro que tuve, pero me faltaba algo; me faltaba la satisfacción de intentar perseguir mis ambiciones, aunque no llegara a conseguirlas; y es que, por circunstancias ajenas a mí, y también por miedo, ni siquiera lo intenté.
A los dieciocho me matriculé en filología en la Universidad de Valencia y comencé con mucha ilusión mi vida de adulta, lejos de mi casa, aunque tenía a mis padres siempre a mano y a un tiro de piedra. La situación económica en casa no era del todo buena con mi padre electricista, autónomo y sin trabajo fijo, así que no podía ir a casa todos los fines de semana porque tenía que combinar mis estudios con un trabajillo a media jornada en una hamburguesería. Pero yo estaba encantada. La independencia que conseguí aquellos años me supo a gloria. El último año de carrera, cuando apenas llevaba tres meses de curso, todo cambió. Mi padre hacía chapucillas por su cuenta para poder llegar a fin de mes, engordando esa economía sumergida de toda la vida que abunda más de lo que debiera. Un fatídico día sufrió un accidente reparando una vieja instalación eléctrica. La descarga que recibió fue de tal calibre que cuando lo encontraron dos horas más tarde no se pudo hacer nada por su vida. Fue un golpe muy duro para mi madre y para mí. Ella nunca gozó de muy buena salud por su grave diabetes y los problemas que se derivaban de ella, y con la pensión de viudedad no teníamos ni para empezar, así que no me quedó otra que dejar la carrera suspendida en el tiempo, volver a casa y buscar un trabajo a jornada completa en una cafetería. No era el trabajo ideal, pero me daba para los gastos del día a día. Mi madre después de aquello ya no levantó cabeza. Se limitaba a estar ahí, dejando pasar su vida. Al final conseguí acabar la carrera aunque me costó dos años más, mucho esfuerzo, y muchas idas y venidas de Castellón a Valencia y viceversa.
A causa de mi situación, cuando se me presentó la oportunidad de trabajar en el nuevo Corte Inglés que abrían en Castellón, no me lo pensé, aunque nunca habría imaginado aquel trabajo para mí. Tras un periodo de prácticas, empecé a trabajar en la sección de librería. Libros, libros y más libros. Durante los cinco años que estuve trabajando allí, el olor del papel, la expectación al recibir los ejemplares nuevos, la emoción de recomendar al cliente un libro que había disfrutado leyendo, y la posibilidad de leer a escondidas todo lo que caía en mis manos, fueron las cosas que me permitieron aguantar la mala leche de mi jefe y las malas maneras de algunos de mis compañeros a los que sólo les preocupaba vender más que yo. Me consideraba buena vendedora de libros, porque lo mejor para vender bien un producto, sea cual sea, es que le guste a uno mismo, pero claro, mientras me emocionaba aconsejando y enseñando docenas de libros a un solo cliente, aunque éste se marchara a su casa encantado y con la bolsa bajo el brazo, según el estirado de mi encargado, yo estaba dándole a la sin hueso con demasiado entusiasmo; vamos, que me enrollaba como una persiana y perdía un tiempo que para él era tremendamente valioso. Así que me tenía un poquito harta, acechándome todo el día cual ave carroñera.
El día que lo conocí a Él, con su elegancia, sus exclusivas gafas de montura de pasta e irradiando inteligencia mientras firmaba un libro tras otro en la mesa que yo había preparado junto a la sección de narrativa española, me di cuenta de que mi vida podía haber sido un poco más como la suya. Con sólo tres años más que yo, y nacido a dos manzanas de mi casa estaba promocionando su segunda novela y dejando encandilados a todos los presentes, sobre todo a los del género femenino _ incluida yo misma _ rezumando estilo y escribiendo frases ocurrentes a diestro y siniestro. Sin pensarlo, y a riesgo de que mi jefe se me tirara al pescuezo, cogí un ejemplar del mostrador y, con todo mi morro, aprovechándome de mi horrible uniforme de trabajadora y desoyendo las protestas de algunos, me colé entre la gente que esperaba pacientemente a que la nueva revelación castellonense de la narrativa española, con una caída de pestañas de impresión, les mirara con sus ojos negros y les preguntara el nombre, para estampar su rúbrica en el libro que acababan de comprar por el módico precio de veintidós con noventa y cinco. Yo también disfruté de la visión de aquel ejemplar, y no estoy hablando del libro precisamente…, y aunque no me lo creía ni yo, aún disfruté más del café, la cena posterior, las copas y lo que surgió después. Quien me iba a decir a mí, una humilde trabajadora del gremio librero, que iba a alternar con todo un señor escritor como Ramón Jáuregui, y que conocerle iba a cambiar mi vida por completo
Ramón me desarmó por completo con su físico de impresión, su ingenio y su labia. Hay que reconocer que su manera de entrarme fue decidida y terminó de deslumbrarme. No hubiera sido tan interesante si se hubiera limitado a un soso ¿nos tomamos un café? No, Ramón fue más original e inesperado. Ya he dicho que me colé discretamente, y cuando llegó mi turno, estaba nerviosa, en parte, tengo que reconocerlo, a riesgo de parecer de lo más superficial, por ir vestida con el dichoso uniforme. No me hacían justicia ni la sosa falda azul marino con largo del siglo pasado, ni la camisa verde, ni la chaqueta de punto también azul. Y no digamos los horrorosos mocasines. Era una piel en la que no me hubiera sentido yo ni con veinticinco años ni con cincuenta. Si me siento guapa, puedo pisar fuerte por la calle y por la vida, voy con la cabeza bien alta y más segura de mi misma. Es una gilipollez pero para qué negar lo evidente. Y yo ese día, con todo el trabajo que habíamos tenido con la dichosa presentación del libro, por no llevar, no llevaba ni el pelo bien hecho. Me coloqué nerviosamente un mechón que se escapaba rebelde de mi coleta y me alisé la falda con las manos, incómoda con mi indumentaria. Cuando me miró fijamente a través de sus gafas de pasta me quedé medio embobada. Aliciaaaa, dile tu nombre por Dios que pareces medio lela. Menos mal que reaccioné, un pelín tarde… eso sí, pero las palabras salieron de mi boca. “Me llamo Alicia…” Aunque él, por supuesto, se dio cuenta de mi turbación, porque esbozó una media sonrisa, y le brillaron los ojos con sorna mientras me dedicaba el libro. Un gracias susurrado por mi parte, cogí el libro y, mientras me alejaba de la cola, me lo escondí rápidamente en la cinturilla de la falda, sujetándolo con el elástico de las bragas, y abotonándome de arriba abajo la chaqueta de punto para ocultarlo bien. No creáis lo que no es, pensaba pagarlo luego, pero si mi jefe me veía con el libro en las manos, y con lo mal que yo miento, me armaba la marimorena. Me moría de ganas de leer la dedicatoria que me había escrito, pero tuve que ponerme a atender a un cliente, y luego a otro, y a otro… Al menos mis comisiones del día fueron buenas. Pero yo por ahí correteando con la novela de Ramón Jáuregui metida en un sitio de lo más incómodo. Cuando no se me subía al caminar y tenía que disimular como si me estuviera rascando o que se yo, me clavaba las esquinas al agacharme a coger algún ejemplar de la zona baja de la estantería. Vamos, que al final era más la desesperación por sacar el libro de mis bragas que las ganas de meter a su autor dentro de ellas.
Cuando la gente empezó a dispersarse, me acerque al rincón de la novela erótica _ por lo de ser menos frecuentado, no por nada más _ y sacando el libro, me puse a ojear la dedicatoria que Ramón Jáuregui me había escrito. Cuál fue mi sorpresa cuando, en su pulcra y grácil escritura inclinada, lo que yo esperaba leer… no fue lo que había escrito.
“Tienes unos ojos tan bonitos e hipnotizantes que no dejan ver todo lo demás, ni siquiera ese horrible uniforme.” Ramón Jáuregui
Se me aceleró el pulso y hasta los colores se me subieron, cuando escuche su voz detrás de mí.
_ ¿Ya lo has leído?_ y viendo la duda en mi expresión, no me dejó contestar y me aclaró _ El autógrafo quiero decir,… no el libro.
Ante mi incapacidad de reacción añadió socarrón:
_ El libro estoy convencido de que sí. Viendo cómo te las gastas, habrás tenido oportunidades de sobra para leerlo y volverlo a colocar después en la estantería.
_ ¿Perdón?_ Mi cara debió de ser un poema. Pero bueno, ¿qué se había creído este tío?
_ Te he visto esconderte el libro. La verdad… es que me he divertido de lo lindo, viendo tus esfuerzos por ocultarlo. Y como no parece que tengas mucha intención de comprarlo…
_ Oye, ¿pero tú qué te crees? _ le repliqué cabreada _ No pensaba robarlo. Me estás ofendiendo, que lo sepas. Iba a pagarlo al acabar mi turno, pero se supone que estoy trabajando, no haciendo cola para que el autor del momento me firme su libro.
Me ruboricé instantáneamente después de lo que había dicho. Ramón me miró divertido y me agradeció el cumplido.
_ Gracias por lo que me toca. Pero no me has aclarado si lo has leído o no.
_ El libro… estoy en ello… y… sí, lo leo en mis ratos muertos aquí. Ahora podré acabarlo en casa, porque este ejemplar pienso comprarlo, pero para ser sincera, te diré que cada día cojo un libro diferente de la estantería y luego lo dejo. Memorizo la página por la que voy, para seguir al día siguiente. Si te parece mal… ¡pues te aguantas! No todos tenemos la economía tan saneada como tú.
Él arqueó las cejas y con la sonrisa torcida dijo:
_ Sería más fácil descargarlo en una de esas páginas gratis.
_ ¿No sabes que el pirateo es ilegal?_ le pregunté con recochineo.
_ Lo que tú haces no es más legal.
_ Ya. Pero prefiero leer en papel. Para eso soy tradicional, que le vamos a hacer. Bueno… adiós pues.
Quise escabullirme de la incómoda situación _ eres una cobarde Alicia_ pero no me dejó. Y cortándome el paso me dijo:
_ Aún no has contestado a mi pregunta. La dedicatoria, ¿la has leído?_ Asentí con la cabeza _ ¿Y…?
_ Esperaba algo más literario y no tan mundano. Me has sorprendido._ dije yo entrando a trapo.
_ ¿Es decepción lo que dejas entrever?
_ Puede…
Me preguntó por qué, con la risa en los ojos. Estaba guapísimo. Alto y delgado. Ojos oscuros parcialmente ocultos por las gafas de diseño. Cejas y pómulos pronunciados, labios gruesos y una nariz aguileña que le daba equilibrio a la cara. El rostro cubierto por una barba de tres días y enmarcado por el pelo cayendo ligeramente sobre la frente, como reclamando una visita a la peluquería. Transmitía una dejadez muy cuidada y, mirándolo embobada no sé cómo fui capaz de contestarle.
_Pensaba que escribirías una de tus célebres frases, y ya estaba pensando en pavonearme ante mis amigas y suspirar un poco por tu profunda inteligencia.
_ ¿Y ahora?
No sé ni cómo me atreví, pero de repente lo vi allí, delante de mí, y simplemente me lo creí.
_Ahora supongo que simplemente suspiraremos por ti. Nos importará una mierda tu inteligencia.
Soltó una carcajada y dijo: _ ¿Nos tomamos un café?
Seis meses después de nuestro primer encuentro, tras una relación intermitente y a distancia que no me terminaba de creer, y tras fallecer mi madre a consecuencia de un cáncer fulminante, y más cuando uno no está por la labor de luchar contra él, cogí mis bártulos, y le seguí hasta Madrid con los ojos cerrados. Con mi madre se había ido el vínculo más fuerte de unión que yo creía tener con mi ciudad, así que no lo pensé más de cinco segundos cuando me pidió que viviera con él. Me sentía tan vulnerable y tan sola en aquel momento que se convirtió en el pilar de mi vida. Mis amigas, las pobres, creyeron que me había vuelto loca de amor, y aunque no les hizo gracia mi deserción del trío, me apoyaron y me ayudaron en todo momento aquí y allí, porque a base de correos electrónicos, Messenger y Facebook estábamos al tanto de todo lo que nos iba pasando a cada una.
Los dos primeros años fueron un fiel reflejo de nuestro primer encuentro: él era el sol y yo el planeta que orbitaba a su alrededor. Me adapté totalmente a mi papel en la relación como se ciñen las medias a la piel. Y eran unas medias de esas con refuerzo, que mantienen el michelín bajo control, sólo que era mi propio yo lo que estaba bajo control…, bajo el control de Ramón. Me equivoqué. Y no fue culpa suya, sino mía. Y ¿sabéis qué pasa cuando te equivocas de talla de medias? Que son demasiado ajustadas, acaban por romperse y van derechitas sin remedio a la basura. Nuestra relación también era demasiado ajustada. Ajustada a su trabajo, a su casa, a su gente, a su vida. Y no se puede ir siempre tan apretada, que es malo para la circulación.
Y por eso, aquel día, allí estaba yo, en la terraza de nuestro ático de la Gran Vía, enfundada en mi kimono y con unas pantuflas de esas que regalan en los buenos hoteles, fumando un cigarrillo tras otro, rodeada de luces de neón, y apoyada en la baranda de piedra observando absorta la pantalla publicitaria de Callao, y dándole vueltas a la cabeza. Aquel día…, viendo el humo ascender hacia el cielo madrileño, me di cuenta de que era tal mi deslumbramiento y mi enamoramiento por Ramón, que sencillamente me había limitado a vivir su maravillosa vida. Estaba cómoda con Ramón como con las dichosas pantuflas, que por cómodas que sean, siguen siendo del hotel no sé qué de cinco estrellas, y no son mías. Y no es que no lo disfrutara, hubo muchos momentos buenos y viví experiencias increíbles, pero en aquel instante me sentí perdida. Allí, completamente sola, esperando a que volviera el señor escritor de la tertulia literaria de los miércoles o lo que coño fuera que estuviera haciendo esa noche y con quien. Porque la agenda que ponía al día su secretaria, o sea yo misma, estaba repleta: tertulia, cena con el editor, firma en la librería Troa de la calle Serrano, comida con Perico de los Palotes…. Mi principal labor era esa: organizar y cuadrar su agenda. Era el nexo con su agente y sus editores. A mí era a la que llamaba la estirada de su agente para proponer, solicitar o anular cualquier compromiso, entrevista, promoción… y yo era la que después le transmitía la decisión del señor escritor. Lo de estirada, tengo que reconocerlo, es porque estaba un poco celosa de doña perfecta… pero es que parecía que tenía un palo de escoba metido en el trasero de tiesa que iba siempre. Paula, siempre estupenda con sus trajes de firma a juego con los tropecientos pares de gafas que tenía. Era la Barbie intelectual sexi. Y yo, bueno, francamente, me sentía un poco minúscula a su lado. Ella sí que hacía juego con Ramón y no yo…, y eso es lo que ella quería: ocupar mi lugar. Así que, básicamente, no podía soportarla, y por supuesto, era mutuo. Las mujeres tenemos ese radar que nos permite detectar a nuestras competidoras y actuamos en consecuencia.
Sus editores también estaban encantados conmigo, porque en las dos últimas novelas prácticamente no dieron palo al agua. Para tocar cuatro comas, poco trabajo había que hacer, y es que todo lo que escribía Ramón Jáuregui pasaba por mis manos. Se acostumbró a que releyera cada capítulo conforme lo iba creando, y yo corregía, matizaba y le ofrecía mi punto de vista sobre tal o cual personaje, la frase que había dicho o el desenlace de una u otra escena. Fui su primera editora pero sin serlo. En cierta manera adquirí una experiencia que muchos querrían. Me gustaba mi trabajo, y al principio lo desempeñaba con ilusión. Siempre he sido una persona organizada y me resultó fácil ocuparme de esas tareas que a él le resultaban tediosas y que le quitaban tiempo para dedicarse a escribir sin más. Y además, tenía la ventaja de que, ya fuera como secretaria o como pareja, le acompañaba a todas partes, y al principio no tenía ojos más que para él. Es más fácil y menos arriesgado vivir la vida de otro que la tuya propia y si esa vida está repleta de cenas caras, fiestas en la noche madrileña, un vestidor de infarto como el mío, y montones de pares de zapatos, pues comprenderéis que el tiempo pasó muy rápido metida como estaba en la vorágine del escritor famosillo pero sin serlo.
Pero todo cambió. Me cansé de seguirle a todas partes como una mujer florero, porque eso es en lo que me convertí de cara a la galería. Creo que sencillamente maduré… que ya me tocaba, y me levanté un día preguntándome qué vida estaba viviendo y dándome cuenta de que no era la mía. Mi vestidor y mi zapatero eran dignos de los de la protagonista de Sexo en Nueva York, las fiestas a las que asistía estaban llenas de rostros conocidos del mundo de la cultura y la política, pero al final él ya ni se molestaba en presentarme a nadie ni yo quería que me presentase a más personajes trasnochados. Me cansé hasta de echar mano de la visa oro para comprarme zapatos, y eso sí que era grave de verdad… Y me di cuenta de que volvía a vivir la vida con desgana, con más desgana incluso que cuando no llegaba ni a mileurista. No digo que no nos quisiéramos, pero hice su vida tan cómoda… que era difícil no quererme: fui editora, secretaria, cocinera, asistente del hogar, esposa, amante, todo en uno, sin ningún reproche ni discusión alguna entre nosotros digna de mención…. Y él hizo mi vida tan… deslumbrante, tan llena de libros, de lujos, de comodidades, de seguridad y protección… que era difícil no quererle. Pero, como decía la canción, no es lo mismo ser que estar; él lo fue todo para mí y yo para él, y tras cinco años de relación, nos limitábamos a estar, a compartir trabajo, metros cuadrados, mesa, lavabo y cama… y la cama últimamente no la deshacíamos mucho. Los dos lo sabíamos. Él porque veía que yo no era la de antes y yo porque no sabía ni quién era. Pero no hacíamos nada. Alguno de los dos debía dar el primer paso y cerrar ese capítulo de nuestras vidas, que fue apasionante y apasionado, que nos hizo felices…hasta que ya no lo fuimos. El éxito, los méritos, las cosas que atesoramos, la comodidad, la seguridad de la rutina…, son esas cosas que ayudan tanto a que nos creamos felices. Pero eso no significa que de verdad lo seamos.
El cenicero rebosaba y el olor acre del tabaco se mezclaba con el aroma dulzón del incienso quemándose poco a poco, enmascarando el batiburrillo de olores que subía de la calle, una mezcla de comida del chino de la esquina y humo de coche. Pensé que en nuestra relación el ambiente estaba tan cargado y enrarecido como el de la gran ciudad. Me ahogaba en ese aire irrespirable, e irremediablemente supe que tenía que tomar la decisión. Fue duro darse cuenta de que se acababa una etapa de mi vida, y la incertidumbre de lo que vendría me daba miedo. Pero más difícil era vivir infeliz. Aún me quería a mí misma lo suficiente como para no seguir anulándome de esa manera. Así que, cuando oí la llave en la cerradura, cogí aire profundamente y aguanté la respiración, antes de levantarme y acercarme a él con el “tenemos que hablar” prendido de mis labios.
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