Hola hija. Hace un rato que te has ido y me he quedado con ganas de contarte, como tantas veces. He recordado durante la cena, cuando te recogía en el colegio y hablabas de unos y otros. No éramos una familia perfecta, como la de alguno de tus compañeros.
Quería explicarte, y no así, directamente haciendo frente a tu mirada inquisidora. Siempre lo ha sido, parece atravesar cuantos artificios protectores imagine y saberlo todo, saberme entera.
Hemos hablado muchas veces de esa caja negra que todos tenemos, -allá arriba, en la cabecita, para atrás-, te decía cuando eras niña. Ahí guardamos rencores, miedos, vergüenzas, complejos, secretos y quizás algún asunto sin resolver. ¿Te acuerdas del cuento de la caja de Pandora? A veces creo que junto a todo eso malo está la esperanza. Me pregunto si para bien o para mal.
En muchas ocasiones topamos con actos, personas o palabras que, sin miramiento o consideración, introducen su mano en esa caja del demonio que nunca recordábamos tener (recuerda que la tienes). Mete su mano y lo revuelve todo. Duele.
Esto ya lo hemos hablado, pero te recuerdo que deberás acostumbrarte a esas intrusiones, afrontarlas, vaciando poco a poco y resolviendo. Es difícil, pero me he empleado a fondo en que aprendas a hacerlo y vivas con tu caja negra lo más limpia posible. Sé que lo harás mil veces mejor que yo, que rara vez he logrado resolver tus constantes invasiones y a menudo pienso, antes de dormir, que algún día reventarás mi caja negra, por más que la blinde.
Tal vez nunca leas estas hojas de mi diario, tal vez mantengas conmigo siempre ese maltrato de obligarme a vomitarlo todo. Me he ganado a pulso esa imagen de bicho raro con secretos que tienes de mí.
Se me escapa una carcajada escribiendo, con un recuerdo acerca de esto. Tenías 5 años. En el patio del colegio, hablábamos entre varias madres de asuntos de trabajo de una de ellas, jueza. En alguna otra cosa estaría yo pensando, que no participé en la conversación hablando de mis horarios. Tú siempre atenta a cada uno de mis silencios, comenzaste a indagar camino al coche.
-¿Y tú por qué a veces no me recoges? ¿Tu trabajo es más importante mamá? ¿Por qué no se lo dijiste?
-Pandora, esto es un secreto entre tú y yo que jamás podrás volver a comentar o tendré que negarlo. A parte de mi trabajo, yo tengo superpoderes. A veces tengo que irme a salvar a alguien en alguna otra parte del mundo.
Nunca olvidaré tu carita de aquellos siete segundos.
-¡Lo sabía!!
Dos días aguantaste en secreto. Yo, hasta ahora, nunca volví a decir una palabra de aquello, pero tú iniciaste una exhaustiva investigación que quizás continúes.
Iba a ayudar a tu abuelo, empezaba a ponerse malito.
Pues he aquí la confesión de uno de mis secretos, sin duda el que más pensamientos, abstracciones, ensoñaciones y silencios ha provocado en mi vida.
Era siempre al final del verano cuando tus abuelos, tu tío y yo, íbamos a la que has hecho tu casa ahora. Pasábamos allí casi enteramente las vacaciones de papá, quince días en lo que más que su descanso, era un cambio temporal de trabajo. Albañilería, carpintería, jardinería…visitábamos ese pueblo periódicamente, pero era entonces cuando aprovechaba para poner la casa al día.
Allí, entre los que jugábamos al frontón y a las canicas, conocí al que después fue mi primer amor. Ya de niños, recuerdo encontronazos y choques de miradas en los que el tiempo y el mundo entero hacían una pausa. A medida que crecimos también crecieron esos encuentros, casuales y desinteresados al principio, intencionados y anhelados después. Quedábamos siempre en un callejón en forma de L, que tan solo daba a un antiguo bar abandonado. Era nuestro sitio. Siempre a las cinco, allí llegábamos nerviosos y ansiosos del otro.
Recuerdo que ya a eso de las tres, las mariposas aprisionaban al máximo mis tripas y no las soltaban hasta mucho después del encuentro, cuando se expandían por dentro, y tal era su aleteo, que me hacían volver a casa bailando y saltando. Aun no sé porqué empezamos tan en secreto, tal vez no queríamos compartir con nadie aquello, teníamos 15 años. Lo que sé es que cuando alguien se enteró fue terrible. Ató cabos mi hermano. No me hizo preguntas ni reproches, pero me habló con la más grave cara de pena y lástima que le he visto en la vida. Podía ser quien quisiese, pero no él. Había habido en el pasado algún problema entre nuestras familias, pero bueno, eso es otra historia. El más afectado sería mi padre. Siempre había sido muy permisivo con nosotros, pero sin duda en eso sería tajante. -Si papá y mamá se enteran nunca volveremos aquí, estoy seguro-.
Seguimos con los encuentros, pero ya había una parte de preocupación entre todas las emociones. Hicimos planes y pactos, promesas que reconfortaban un animo, a veces amenazado por las advertencias.
Ya aquí en Asturias, la historia era muy diferente, sin contacto parecía todo fruto de mi imaginación. Seguía mi día a día muy al margen de su existencia. Para mi era otra vida.
En febrero mi padre tuvo un grave accidente en el trabajo. En los primeros momentos corría peligro su vida, después la movilidad y así, durante muchos meses, operaciones, sustos, cuidados y rehabilitación, lo único que ocupaba mi mente era que él pudiese volver a estar bien.
Cuando volvimos a Salamanca había pasado casi un año, pero en nuestro encuentro ni siquiera media hora.
Tres días después, cuando en el aire habíamos estudiado carreras, construido una casa y tenido dos hijos, quedamos en el callejón el día en que mis padres se volvían a Asturias. Yo me quedaría en Salamanca sola una temporada, como les insistí, para valorar universidades y pensar.
Por favor, si alguna vez lees esto, no me preguntes por qué a las cuatro y media, en vez de correr ilusionada al encuentro, me puse a hacer la maleta. Tengo grabado cada segundo de aquella tarde en que esperé sentada inmóvil en la cama que diesen las ocho, hora en que mi madre me avisó de la partida a un viaje del que nunca fui capaz de regresar.
No fui a nuestro encuentro.
Al empezar en la universidad conocí a tu padre y me encantó, y a quién no, con toda esa vitalidad y positivismo. Vimos toda la cartelera de esos tres meses. Cada día me gustaba más y deseaba estar a su lado, pero las mariposas parecían dormidas o enfermas.
Cuando a final de año mi hermano viajaba a Salamanca viajé con él. Con él y con mi caja negra abierta de par en par. Me latían recuerdos allá donde mirase y mi estómago…quién sabe cuánto y qué pasaba ahí dentro.
– Claro – me dijo al telefonillo cuando le propuse quedar como siempre.
Pero no apareció.
No vino a nuestro encuentro
Insistí y más, y más, pero ni una palabra, ni una mirada, nada.
Creí enloquecer y me volví a Asturias derramando océanos.
No me malinterpretes, he sido y soy la más afortunada y feliz del mundo al lado de tu padre, pero aquello era otra cosa, otra yo, otra vida que siempre quise retomar y no lo logré. Una tarea pendiente.
Seguí intentándolo con cada viaje, primero llamadas, después buscando encuentros y cuántas veces habré pasado la tarde en aquel callejón, sola.
Embarazada de ti también lo hice. En mi cabeza siempre había una planificación de pasos a seguir, más o menos duros, pero que me devolvían a su lado.
Y luego llegaste. Dijeron que naciste llorando y que ya lo habías hecho dentro. Imagino que te transmití toda la historia. Te costó salir y después sin preguntar, la matrona te colocó sucia, recién nacida, sobre mi pecho. Te miré y rodeé con mis brazos sudados.
– El juego ha terminado- y me invadió una angustia que arrastré muchos días. No podía más que llorar y llorar. Depresión postparto decían. Qué va.
Aunque sin duda lo he hecho muchas veces, nunca he querido culparte, pero contigo murió casi toda esperanza.
Tenía un lazo importante que me ataba, tu padre, pero a tu llegada noté crecer un muro inquebrantable que nos unía a los tres. Te sonará contradictorio, tal vez lo fuese. Aunque atesoré aquella historia en mi caja negra, me decidí por esta, por la nuestra.
A lo largo de estos años hemos coincidido en infinidad de ocasiones. Volvimos instintivamente al principio, a ese cruce de miradas eterno. Y no puedo, cuando voy a Salamanca, evitar acercarme a nuestro callejón, ni volver sin haber pasado por delante de su farmacia. Sé que también él es feliz con su vida y su familia, pero de alguna manera tengo que exhibir esa pequeña parte de mí que aún quiere cumplir aquellas promesas.
Y no, nunca fuimos la familia perfecta, como la de alguna de tus compañeros. Por mis distanciamientos, mis huidas en momentos clave, mis silencios…pero, por decir algo en mi favor, siempre te creí, en el fondo, conocedora de todos los motivos.
Lo he vivido siempre, pero en adelante, si lees esto antes de que falte, te agradecería que abandonases esas lanzas. Siempre he sufrido esos comentarios tuyos. Los hacías con la inocencia que provoca el desconocimiento, pero me resultan crueles igualmente. Antes libraba esas batallas con otros relatos.
-¿Por qué quieres estar sola?
-¿Por qué no puedo leer cuanto escribes?
-¿Por qué no actúas ante esto?
Sin duda, en mis respuestas, te habré insistido tanto en la individualidad, que has deshumanizado mi imagen como parte de esta familia.
Me has atacado siempre con la misma idea. «No pones de tu parte para que esta familia funcione».
Sé que sabes que actúan resortes en mí ante eso. Aunque no diga o haga.
Pandora lo he puesto todo.
A pesar de mí, creo que esta familia siempre ha funcionado y he puesto lo más importante que podía poner: otra vida.
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