Insignificante, como una diminuta mota de polvo, es como me siento. Los constantes intentos de hacerme valer y respetar son en vano y la ridiculez me persigue. La voz que me acompaña es cada vez menos intensa y mi seguridad es inexistente. Se me toma por inútil, torpe y estúpida. Mi optimismo se desvanece por momentos pero mi autoestima es la más apedreada. No hay ningún momento en el que me sienta satisfecha con mis acciones ni con mis palabras. Todo lo quiero hacer perfecto, no me permito cometer fallos y la culpa siempre me pesa encima. Se me ha resquebrajado. Mi rostro es tan solo una máscara y la piel que me reviste un mero atuendo. No hay luz que me atraviese.
Ya no sé ni como reaccionar, ni como andar, ni como expresarme. Tengo las emociones y los sentimientos atrapados en mi interior y permanecen allí dentro haciendo un daño irreversible, picando un pozo sin fondo. Mi estado de ánimo es el de una montaña rusa; siempre con altibajos y nunca estable. Pongo mis motores en marcha para luego frenar en seco y el trayecto lo recorro con temor.
Soy blanda como la nieve y fácil de pisotear. Todos me dejan su sucia huella y la única forma de alejar ese tinte que me recubre es derritiéndome.
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