Sería difícil describir sus charlas de café en el Tortoni, colmadas de disparates que cambiarían el mundo, soledades injustificadas y partidos de perdedores. Pero aun así, o por eso mismo, su conversación ocupaba mi atención y tiempo, nada valioso.
Siempre los veía en la misma mesa, a la misma hora. En mi inconsciente andar sobre Avenida de Mayo, me unía a ese espacio y tiempo de los otros, escuchando sus historias, viviéndolas como propias.
Ella era la primera en llegar y mientras miraba un punto fijo por la ventana, llegaba él.
Agazapada en la mesa de Gardel, no podía abandonar el lugar sin saber el tema del día de ese encuentro.
Ella mantenía dos dedos en alto, reseña de su hábito de fumadora y por momentos parecía no escucharlo; pero él…sin embargo él la miraba como si siempre fuese la última vez.
No podría decir qué edad tenían; él reflejaba el andar de otros tiempos, con vestimenta de otra estación y ella vestía ropas modernas que no acompañaban un rostro maltratado por los años.
Día tras día fui al notable bar, solo para verlos. Semana tras semana los cafés humeaban en nuestra mesa que ya eran una sola, en silencio.
Ella sonreía, por momentos dibujando relatos en las servilletas y en otros tantos, jugando con los sobres de azúcar, porque (lo sé) le traían suerte. Él era un ser estático y nunca tomaba su café; a veces hasta lo veía en blanco y negro como las estrellas del cielo convertido en pared.
Ella…liberal, vacía de credos y esperanzas. El…conservador por elección, religioso en las malas y escéptico en la plenitud. Cuando hablaban de política nunca coincidían, pero debo reconocer que debatían con sumo respeto mutuo. Muchas veces quise opinar, pero hubiese sido el fin de la historia.
Pasaron las estaciones y ese mágico café, se había convertido en mi única razón de ser.
Un día otoñal, mientras pensaba cuántos años de servicio tendría el camarero que me atendía, caigo en la cuenta que era la hora del encuentro y ella no llegaba.
Comencé a llamarla con la boca cerrada, desesperadamente, tejiendo excusas que la justificaban.
Se detuvo mi tiempo al verlo llegar solo. Llevaba su tapado gris, mojado por la llovizna más cobarde de todas las posibles lloviznas. No sólo no tomó su café sino que, en un solitario juego macabro, se puso a jugar con los sobres de azúcar.
No hizo falta verlo llorar para querer zamarrearlo por los hombros preguntándole por ella, pero no pude. Fue entonces cuando me miró y supe que ella ya no vendría.
Maldiciendo mi suerte, fui a La Bodega. Ya no quería mesa, cuadros ni café. Lloré por todas las generaciones que por allí pasaron y cuando me vacié…salí por Rivadavia y nuca más volví.
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