HASSAN, Manuel
Nacido en Guaya (Líbano), de 48 años de edad. Llegó a Chile en 1911. Casado con doña Emilia de Hassan (chilena); sus hijos son: Jalil, de 23 años, casado; Zulema, de 21, y Norma, de 13 años. Comerciante. Tienda “La Furia”. Calle Almagro 573. Teléfono 38. Los Ángeles.
Guía social de la colonia árabe en Chile (Siria -Palestina – Libanesa) Santiago de Chile, 1941.
¿De quién fue la idea de llevar a la abuelita de Limache a Los Ángeles para ver qué era de la tienda del bisabuelo? Seguramente se le debe haber ocurrido a mi tía Sonia, porque a ella siempre le ha preocupado la familia, sobre todo la familia del pasado, esa familia que se puede reconstruir en un árbol genealógico y que revivimos en los álbumes viejos mientras hojeamos las fotos en blanco y negro de los ancestros que ya murieron.
Mi abuela nació en Los Ángeles en los años 20. En algún momento, no mucho antes que ella muriera, planeamos un viaje a su ciudad natal. No recuerdo bien cuándo surgió la idea. Tiene que haber sido en la casa de Limache mientras nos tomábamos el café después de almuerzo y la tía Carmen iba riéndose por el pasillo de tanta champaña que había tomado durante el aperitivo. Según la tía Sonia, era una excelente oportunidad para recuperar el origen de la familia materna. ─¡Pero claro, si son nuestras raíces! ─debe habernos dicho mientras nos servía el café turco que ella misma había preparado igual que como se lo había enseñado mi abuela. Posiblemente intentó convencernos a todos en la mesa con algún comentario como ese.
Es tan típico de ella querer indagar en el pasado que incluso una vez quiso ir a Combarbalá a visitar el lugar donde estaba enterrado uno de sus tíos paternos y así un día de vacaciones de verano, sin más preparativos que llenar una botella con agua para el camino, decidió partir con mi abuela a buscar la tumba del tío Carlos. La tía Sonia cuenta que este tío se enamoró de una mujer y que por eso se quedó allá. Cuando habla de la mujer del tío Carlos, siempre usa la misma expresión: “una mujer que no era de trigos muy limpios, te voy a decir”, como insinuando que era medio puta o quizás pobre o algo así. No creo que a mi abuela le hubiera entusiasmado mucho la idea, pero mi tía la sentó en el auto no más antes de que empezara a hacer muchas preguntas y así partieron al norte en un Nissan sin aire acondicionado. Saliendo de Limache tomaron el Camino Internacional y luego la Ruta 5 Norte. Después, pasado Illapel, se desviaron hacia el interior recorriendo un estrecho camino asfaltado de incontables curvas y cerros pelados, o al menos así me lo contó después mi abuela. Luego de tres o cuatro horas de viaje a todo sol llegaron a la ciudad y estacionaron en la plaza. Dice mi tía que era tanto el sofoco que tuvo que dejar a mi abuela en la iglesia para que se le pasara el calor (y eso que ella siempre se quejaba de frío). No conozco Combarbalá, pero me lo imagino como esos pueblos áridos de los cuentos de Rulfo donde viven unos cuantos campesinos que cuentan historias, unas de muertos y otras de fantasmas. Los cementerios siempre son importantes en los pueblos chicos, ahí justamente en el cementerio de Combarbalá encontraron al tío Carlos, o más bien los restos del tío Carlos. No sé qué hicieron cuando lo encontraron, es probable que sólo hayan leído la lápida. Sólo sé que, satisfecha la inquietud de mi tía, se devolvieron a la casa de Limache agotadas de tanto viaje por el día.
Creía que viajar a Los Ángeles me permitiría revivir las anécdotas de infancia que mi abuela nos contaba. Creía que viajar me ayudaría a recordar, aunque recordar es también una manera de viajar. Sentada en la mesa o en la cama y moviendo ágilmente sus manos, mi abuela solía repetir, por ejemplo, que con una amiga se sentaban en una carreta, o quizás era en un cajón de manzanas, a comer sandía con harina tostada. Como soy santiaguina y nací en los 80, una carreta me parecía algo completamente exótico, era un artículo rural que de niña asociaba al desierto mexicano de algún dibujo animado acerca de un ratón que corría muy rápido.
─Podríamos ir un día a Los Ángeles, ¿ah? ─propuso la tía Sonia con una entonación que era mezcla de pregunta, desafío y orden. ¡Mami!, ─gritó luego de tragar un sorbo de café y con la pequeña taza todavía en la mano─ ¿Le gustaría ir a Los Ángeles?
─¿Qué? ─preguntó mi abuela con cara de sorprendida levantando sus tupidas cejas grises.
─A Los Ángeles ─repitió más fuerte mi tía Sonia─ ¿quiere ir?
Y mi abuela Zulema asintió.
El papá de mi abuela había llegado a Chile a principios el siglo XX. Se vino del Líbano muy joven y, como casi todos los árabes que llegaron en esa época, terminó dedicándose al comercio e instalándose con una o varias tiendas. La tienda de mi bisabuelo quedaba en calle Almagro 573. Mi abuela solía contarme que su papá era todavía un niño cuando unos amigos libaneses le insistieron para que se fueran juntos a América y que él, don Manuel Hassan, partió no más. Influenciada por los dibujos animados de los ochenta, en los que un niño o una niña se perdía o era huérfano, vivía solo y sin familia, sentía mucha pena al escuchar a mi abuela, porque me imaginaba a ese niño, que iba a ser mi bisabuelo, sin papá ni mamá como Sabrina, la niña del globo, Remi, Candy o Heidi. Mi abuela también me contaba que, al llegar a Santiago, el bisabuelo Manuel vendía dulces en la calle para ganarse la vida, pero como era tan chico, resulta que si nadie le compraba los dulces, entonces se los comía él.
Don Manuel Hassan había llegado a vivir a Los Ángeles luego de casarse con doña Emilia Zelada, una chilena de familia acomodada. Cuentan que el padre de doña Emilia, indignado porque su hija tuviese un pretendiente turco, la mandó al sur, a Talca específicamente, donde unos parientes. Después de un par de años, la dejaron volver a la capital para que se casara con un joven de su clase, pero don Manuel la estaba esperando en la Estación Central y ante tal gesto de amor sincero, a doña Emilia no le importó que su familia la desheredara y le diera la espalda para siempre. Cuatro hijos tuvieron: Julio, Zulema y Norma, pero el Nene, el tercero, se murió niñito de algo que le dio a los pulmones.
Mi papá sacaba los géneros del negocio para hacerle ropa a los huasos del campo y una vez me dejó a cargo porque él tenía que ir a ver a unos paisanos. Imagínate tú, yo ahí en el mostrador. Llegó un hombre, dijo que no tenía plata así que le di un pedazo de tela y cuando salió el Julio, mi hermano, enojado me dijo: “te voy a acusar, mira que no se debe andar regalando.” Entonces, cuando llegó mi papá, yo le dije: “mire, papá, vino un caballero que no tenía para pagar así que le di el corte de género, yo se lo di.” –¿Así que se lo dio? Muy bien, vaya para adentro– fue lo único que me dijo mi papá. Y no me retó ni me dijo nada… Y cuando llegaban los peones, para que mi papá los atendiera, les preguntaba: “¿tomaron desayuno?” Si no, entonces le decía a mi mamá: “sírvales una cosita para que coman”, y ahí se quedaban y después compraban lo que les habían encargado… Él tenía unas hermanas allá, yo hablaba con ellas por teléfono y les preguntaba que cómo se vestían…
En Santiago, don Manuel compró una casa con patio interior en el barrio Mapocho. Su sueño era que allí viviera toda la familia, pero de ahí en adelante hasta que el último nieto vendiera la propiedad, la suerte de los Hassan iba a ser bastante desafortunada. Un día que doña Emilia iba camino a la casa a tomar las medidas para los muebles, sufrió repentinamente un ataque al corazón. Viudo, don Manuel se quedó viviendo con su otra hija, la menor, casada con un médico con el cual tenía dos niñitos. El médico contrajo una infección intrahospitalaria que le produjo la muerte, al poco tiempo la mujer también murió, de pena, creen algunos, porque se fue a operar de hemorroides y se descompensó. Los niños quedaron huérfanos, estando todavía cursando las Humanidades. Luego, me hablaron de un terremoto en que se les cayó el techo de una de las piezas, de un incendio, de un atropello, de falta de trabajo, de apuros económicos, de una estafa. Nadie entiende por qué a ellos les ha costado tanto. Según la señora que los crió, y que luego fue mi nana, había una mancha en la puerta de calle, que ella limpiaba y limpiaba, pero que volvía a salir. El origen de esa mancha habría sido un trabajo de magia negra que mandaron a hacer unos paisanos contra don Manuel y su familia. Me dijeron que mi abuela se salvó porque ella no vivió en esa casa.
El itinerario del viaje a Los Ángeles iba a ser sencillo, la tía Sonia y la abuelita llegarían a Santiago, alojarían en la casa de mis papás y desde allí partiríamos todos camino a Los Ángeles por la Ruta 5 Sur. Suponíamos que para mi abuela sería muy pesado viajar siete horas desde Limache a Los Ángeles a sus 90 años, así que por eso pensamos que sería mejor hacer una parada en Santiago. ¿A quiénes estábamos incluyendo en el viaje a la tienda del bisabuelo? Recuerdo que le preguntamos a mi prima si quería ir, la Cony se tomó su tiempo para responder y, después de leer su horóscopo en una revista para mujeres, (Virgo. 23/08 al 20/09. Si una relación no le satisface, podría ser tiempo de romper lazos. Dese cuenta de que el universo le obliga a actuar, creando las circunstancias necesarias para forzarle la mano. Venus retrógrada puede provocar traiciones y desilusiones. Sea autosuficiente y sociable.) dijo: “¿Y para qué? Si puedes ver la dirección en Google Earth.”
No sé si a mi abuelita le daba miedo viajar a esa edad, la verdad es que ni se me pasó por la mente que le podía pasar algo, así que creo que fue mi mamá la que le preguntó a mi abuela si no le daba miedo. Pero de vieja siempre se tiene miedo, miedo a caerse, a una mala caída en la calle o en el baño, miedo a quedarse sola, a soñar con mi mamá muerta, con mi papá, mis hermanos y mi marido, todos muertos, miedo a la muerte… sí, miedo a la muerte… Por mis nietos, yo no me quiero morir todavía, yo no me quiero morir, por mis nietos. Antes de que mi abuela muriera, para mí era fácil hablar de la muerte sin haber ido nunca a un funeral, ni miedo a los temblores tenía, porque hasta ese momento no había vivido nunca un terremoto. El último terremoto que vivió mi abuela y el primero del que tengo recuerdo fue el del 2010. Mi abuela me contaba que el terremoto de Chillán, en 1939, lo pasó en la pieza, entre el ropero y la cama, porque el movimiento no la dejaba estar en pie. ─Me paraba, caminaba y prrum me volvía otra vez para atrás ─me decía y se reía. Para el de Valdivia, el 60, me contaba que vio cómo se abrían las calles y que fue ahí cuando se le cayó la Virgen que le había regalado su mamá para la primera comunión. Para el del 85, ella estaba visitando unos parientes y no tenía cómo comunicarse con sus hijas para saber cómo estaban, así que no encontró nada mejor que ir a la comisaría para ver si los carabineros le podían prestar el teléfono, menos mal que la dejaron llamar. ─Sí señora, ya fuimos a buscar a la señorita Sonia, aquí está ─le decía el carabinero al otro lado de la línea desde Limache. ─Mami, estamos bien, usted ¿cómo está?… Colgué fíjate y empezó la hora del toque de queda… “No se preocupe, señora, vaya tranquila a su casa”, así me decían los carabineros.
Mientras mi abuela se arreglaba la cara, como todas las mañanas, yo la miraba pintarse los labios. Con un pincel se ponía vaselina en las pestañas sentada en su silla de ruedas, con su pelo crespo y canoso, y sus uñas largas y siempre pintadas de algún tono rosa suave. Entonces, sentadas las dos en la casa de Limache, ella me contaba que su mamá la impulsó a trabajar cuando todavía era una niña y ni siquiera había terminado la escuela. Fue así como mi abuela entró al Servicio de Correos y Telégrafos, donde era la encargada de recibir los mensajes en código morse. Imagínate tú que me ponía a saltar la cuerda, no te digo que yo todavía quería jugar, si ni había terminado la escuela.Pero mi mamá me decía: “hija, usted tiene que trabajar, mire que si no, su papá no la va a dejar hacer ni una cosa, así, usted se puede comprar un par de pantys que sea, ¡no le va a estar pidiendo a su marido si se quiere comprar un cutex!” Y mi papá, fíjate, que me esperaba en la puerta con el reloj en la mano por si me demoraba un minuto, ¡en la puerta! Así que yo me tenía que ir corriendo, atravesaba la plaza y en un dos por tres ya estaba en la casa. Algunas veces, cuando teníamos ganas de dar una vuelta por el centro, adelantábamos el reloj de la oficina para salir antes, y entonces don José, que era el encargado de la oficina, nos decía: “¡y cómo tan rápido se pasó la hora!” Fíjate tú las leseras que hacíamos, es que si no yo no podía porque tenía que llegar a mi casa, así que así lo hacíamos, la Salma me decía: “pero adelantemos la hora y nos vamos a sentar un ratito a la plaza.” Después se fue a Santiago a trabajar al Correo Central, ahí le tocó hacerse cargo del servicio de encomiendas. Y corría por la Plaza de Armas, a esa hora de la mañana, oscuro, oscuro… Mi abuela fue quedando sorda de un oído y tenía que usar un audífono. Supuestamente, fue a causa de su trabajo reiterativo escuchando mensajes en código morse. Yo acompañaba mi abuela y a mi tía Sonia cuando venían a Santiago y había que cambiarle la pila al aparato que hacía que mi abuela nos pudiera escuchar. Me acuerdo de que el local quedaba en una galería en el centro y que después íbamos al café Paula, ahí seguramente mi abuela pedía un té y yo, un café helado. ─Las cejas, sácame las cejas ─me pedía mi abuela─ y se pasaba la mano por los pelos largos y gruesos de las cejas, sentada en la silla de ruedas, mirando hacia el patio.
Luego la trasladaron a la oficina de Correos de Limache, ubicado en esos tiempos en “el Limache viejo” o “el otro pueblo”, es decir, el que está al sur del puente que cruza el estero. Ahí tomó pensión donde las religiosas pasionistas, frente a la Plaza de las 40 horas. En esa época el correo quedaba dentro de la antigua Municipalidad de calle República, así que mi abuela se iba caminado con su traje de dos piezas de donde las monjas hasta el correo, cruzando por la plaza. Cuenta mi mamá que el correo les quedaba cerca de la casa y que, cuando ella era niña, caminaba todos los días hasta la oficina de mi abuela con la peineta en la mano para que en el correo ella le hiciera los rizos antes de irse al colegio. Pero antes de esa historia, está la de cómo mi abuela conoció a mi abuelo. Dice mi prima Cony que se supone que el abuelo la veía pasar todos los días caminando y le hablaba, pero la abuelita no le hacía caso, hasta que un día, creo, no sé si fue una monja o una amiga, la convenció de salir con él. ─Él la buscaba, a tu abuela, qué te creí─, comentaba la tía Sonia. Todavía en la casa de Limache está la foto del abuelo vestido de bombero, que por cierto también era radical y masón. ─Ay, si yo me acuerdo, tu abuelita cuando salía con tu abuelo, ella se ponía el abrigo de piel y con medias, tu abuelita siempre con medias, iban a las fiestas de la Compañía de Bomberos, si mi mamá era buena para bailar, les gustaba bailar tango y se quedaban hasta las y tantas, hasta que cerraban el boliche, incluso salían a dar la vuelta a la plaza con la orquesta, sácale molde─. Así nos contaba una y otra vez mi tía Sonia.
─¿Bueno, y cuándo vamos a ir a conocer Los Ángeles? ─preguntó de improviso la tía Sonia, como esperando que le armáramos el viaje.
─Pero es que no cabemos todos en el auto ─dije como siempre pensando en los obstáculos. ─¿Y quién más va? ─agregué.
─Tu mamá dijo que quería ir. Y tu hermano parece… ¡Ah! y la Cony dijo que le avisáramos porque ella tiene una compañera de la universidad que vive en Santa Bárbara. Dijo que podía pasar las vacaciones o un fin de semana largo, entonces no sé, hay que ver, pero me tienen que avisar porque tenemos que calcular la bencina y los peajes, y lo otro, ¿dónde nos vamos a alojar?
─¿No hay nadie de la familia allá? ─le devolví la pregunta.
─Sí, está mi madrina. Pero acuérdame que tengo que llamar para preguntarle la dirección.
Hasta ese momento, lo único seguro era que no podíamos viajar a fines de enero porque se celebra San Sebastián de Yumbel y en esa fecha la región del Bío Bío se llena de gente, muchos peregrinos y turistas que van a adorar la imagen que trajeron los españoles a la ciudad en 1655 y que representa a San Sebastián, mártir de la Iglesia. Tampoco nos podíamos ir a fines de febrero porque son las 40 horas y todo Limache, y por su puesto mi abuela, se concentra en devoción a la imagen de la Virgen conocida como de las Cuarenta Horas. El momento más importante de esta fiesta religiosa es cuando la Virgen sale de la iglesia y es llevada en procesión por la calle República hasta llegar a la cárcel, allí recibe las muestras de fe realizadas por los reos. Cuenta la historia que fue llamada así porque un grupo de pescadores la encontró luego de pasar 40 horas en el mar en medio de un temporal. Estos pescadores vieron un cajón flotando sobre la superficie del mar, lo recogieron y, cuando abrieron el cajón para ver qué tenía, encontraron en su interior una figura de la Santísima Virgen, vestida con un traje blanco y un manto azul. Los pescadores la trasladaron a sus chozas, donde comenzaron a venerarla, pero luego don Juan Crisóstomo Rodenas (primer alcalde de Limache) comenzó a visitar a la Virgen y convenció a los pescadores para que la donaran y así poder construirle un santuario más digno. Entonces la trasladó a su fundo en Limache. Antes de fallecer, conversó con el cura párroco de la ciudad, a quien le entregó la figura con la condición de que toda la comunidad limachina debía adorarla. Cada domingo del último fin de semana de febrero, toda la calle República se llena de gente esperando el paso de la procesión de la Virgen y todas las casas son adornadas por los vecinos con flores. Flores hay que poner en la casa para la Virgen. ¡Cómo va a pasar la Virgen y no va a tener ninguna flor! Un ramito en cada ventana y en la puerta de calle. Mi abuela salía temprano a comprar las flores y nos sentaba en la cocina a armar los ramitos, primero los lavaba, luego los cortaba y finalmente los amarraba.
Yo te voy a decir que compré esta casa porque el caballero que la vendía me fue a buscar, fíjate. Me dijo: “señora, yo quiero que esta casa sea suya.” Resulta que un día que yo no estaba, cuando volví, una vecina me dijo que había venido un hombre preguntando por mí para mostrarme una casa que tenía en venta un poquito más allá por la misma avenida República. Así que dije: “bueno, estará de Dios” y fui a ver al hombre, y cuando me ofreció esta casa le dije:
─Pero ¿cómo se le ocurre? Si yo no tengo un peso.
─No se preocupe, señora, páguemela como usted pueda, me la va pagando de a poco, pero llévesela, mire que la casa es suya.
Después, vinimos a ver la casa con tu abuelo. Así que así fue. Tenía que ir todos los meses a pagar a Santiago, hasta que un día la señorita de la caja me dijo:
─Señora, la casa está pagada, la casa es suya.
─¿O sea que ya no tengo que pagar más?
─No, ─me dijo─ ¡la casa es suya!
Y yo, fíjate, no entendía nada, si yo no sabía de papeles, no te digo que fue el hombre que me vino a buscar, figúrate tú, ¡qué buena gente! Así que así compré esta casa. Usted cuando trabaje, también va a poder comprar su casa, porque usted tiene que tener su platita para poder comprarse lo que usted quiera, por eso es muy importante que tenga un título y que trabaje, en lo que sea, pero que tenga para pagarse sus cosas.
No quería volver a la casa de mi abuela en Limache. Ahora que estoy aquí sentada en su pieza las cosas que quedaron me hablan de ella. Al lado de la ventana, está pegada la imagen de la Virgen de las 40 Horas con su oración. Una misa, tengo que mandar a pedir la misa para mi mamá y tu abuelo. Una misa por mi hermana y su marido el Pepe, una misa por mi hermano. Toma aquí tengo la plata, pásale a la señora de la oficina, ahí a la entrada de la iglesia, si es ahí no más. Tú entras, no por este lado, sino por este otro lado, por el lado de la Virgen, ahí a mano izquierda, en la oficina, tú le pides la misa a la señora. Toda su vida se me repite como si el pasado nunca hubiera quedado atrás, como si viviera ahora lo mismo que vivimos juntas aquí en esta casa cuando la veníamos a visitar: las vacaciones, los almuerzos, los juegos de niña, las celebraciones, los cumpleaños, navidades y años nuevos, cuando me mandaba a poner las flores para la Virgen de las 40 Horas o me pedía que fuera a la iglesia a pagar una misa. Por eso no quería volver.
Cuando un familiar se muere, a los vivos no nos quedan más que objetos. En su mesita de noche hay fotos, cartas, documentos, algunas joyas, sus lentes para leer y la caja del audífono con pilas. En su ropero todavía están sus chalecos y camisas de dormir, los palillos con los que le gustaba tejer y un sinfín de cosas que debemos decidir si regalar a desconocidos o repartir entre los familiares o, simplemente, botar. Nunca concretamos el viaje a Los Ángeles, mi abuela murió y nos quedamos en el camino. Fijé la mirada en su cama y asumí que ya no estaba y que solo me habían quedado heredadas las historias… sus historias… como cuando nos contaba que adelantaba el reloj de la oficina de correos donde trabajaba con su comadre para poder salir antes y pasearse por el centro o dar una vuelta a la plaza, ese típico lugar de encuentro de los pueblos chicos y los barrios antiguos. O también que se sentaba en una carreta a comer sandía con harina tostada. A veces echo de menos que nos retara, a mí no tanto, pero a mis primos sí, porque como hombres se dedicaban a hacer “puras leseras”, como ella decía. Le robaban los dulces, le cambiaban la tele, entraban los perros a la casa o le movían las cosas de su lugar. “¿Dónde se ha visto?”, era su frase para reprobar una conducta que le parecía inapropiada.
Mi abuelita Zule estaba juntando plata para cambiarle el tapiz a las sillas del comedor, eran ocho sillas. Crecí escuchando a mi abuela que algún día iba a arreglar las sillas y que ahorraba porque tenían que ser de cuero y que allá en Santiago lo vendían más barato. Y ahora que mi abuela ya no está no sé que irá a hacer la tía Sonia con las sillas del comedor.
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