Corazones Fríos

Corazones Fríos

JUAN LOJO

20/05/2018

A veces es bueno pensar en el sufrimiento como el ruido. Cuando se sufre mucho de una cosa, cuando ese dolor es tan fuerte, los otros no se escuchan… tanto. Eso le pasaba a Ignacio, aunque no pudiera pensarlo. Porque eso es otra cosa que pasa cuando se sufre mucho, no se puede pensar. Y cuando ese sufrimiento es tan básico, y por básico es profundo, porque está en la base de todo, es el peor. Por eso, para Nacho las noches de julio tenían su lado positivo, siempre que el frío le hacía olvidar al hambre. Algunas veces, pasaba alguien que se compadecía de él y le daba algo para taparse, pero al rato pasaba Gustavo y se lo quitaba. Por eso ya no esperaba nada. Incluso había aprendido algunas cosas sobre la caridad. Sabía que no tenía que aceptar todo, que la plata era lo mejor, porque si le daban comida después iba a tener más hambre, y si le daban algo para tomar que lo calentara un poco, podía pasarle como a Paco… paco, la plata le servía para el paco. Y le servía para el frío y el hambre, el paco… Por él, por Paco, había aprendido a rechazar el alcohol. No lo había entendido bien, pero Gustavo se lo había explicado. “Paco fletó por tomar el whiskey que le compró la careta esa”, le había dicho. Y también se lo había explicado la señora del gobierno. La que les llevó las frazadas nuevitas, esas que Gustavo le sacó para vender en Once. La señora le había dicho que cuando hacía frío no había que tomar, que te podías morir. Nacho no lo había entendido bien, él escuchaba sólo el hambre… y el frío… y también lo aturdía el paco… pero le creía, por lo que le había dicho Gustavo, y lo que le había pasado a Paco.

La madrugada se estaba terminando, así que Nacho había decidido quedarse ahí. Eso es otra cosa que había aprendido de la calle. Echarse siempre cerca de donde paran los colectivos, y si es posible, cerca de los kioscos, para pedir las moneditas que les sobren a los viajantes. “Si viajan en micro, tienen monedas”, le había enseñado Gustavo. Así que Nacho había decidido apostarse y encontró un lugar junto a la parada del 140. Pasó caminando por detrás de la garita y sintió cómo los otros se incomodaban con su presencia. Había tres personas esperando el colectivo hacia el microcentro. Nacho se acercó a la muchacha del grupo y le pidió una moneda pero la chica simuló no escucharlo. Insistió con los varones, quienes le daban la espalda. Ante la negativa volvió a pedirle ayuda a la chica. “Ya di” respondió seriamente sin siquiera mirarlo, aunque su voz era tambaleante como el paso de Ignacio. Permaneció observándola unos instantes hasta que uno de los muchachos se interpuso entre ellos. “¿Pibe, no escuchaste que no tenemos?”, le dijo en forma intimidante. Pero el ruido hace que uno no se intimide. El otro muchacho se acercó al primero y le advirtió al mendigo que se fuera, pero Nacho permaneció allí sin oír, mirando el suelo, incapaz de reconocer otra realidad más allá de sus dedos congelados. Los muchachos se disponían a alejarlo por la fuerza, cuando la joven les advirtió de la llegada del colectivo.

El chofer observó cómo los tres jóvenes subían rápidamente a la unidad, como si huyeran de algún peligro. El último de ellos miraba sobre su hombro con desprecio a una cuarta persona que había quedado en la parada. En otras circunstancias, la situación lo hubiera puesto en alerta, después de todo, ya le habían robado en ese recorrido, pero como todos los sábados al amanecer el colectivo iba demasiado lleno como para que alguien intentara asaltarlo. Además, eran tres personas de bien. En todo caso algo les habrían hecho para que estuvieran tan alterados.

Si sabrá él de estar alterado. Era cierto que ese recorrido, a esa hora era mucho más seguro, pero también lo odiaba por la gente. En Belgrano se subían todos los putos que iban hacia el micro centro, y él no podía decir nada. Simplemente los observaba con asco por los espejos y lamentaba la decadencia. Los veía cómo se besaban y se retorcía del asco. Ese recorrido lo ponía de mal humor. Él no los discriminaba, porque sabía que era una enfermedad, pero eso no justificaba que anduvieran besándose por la vida, imponiéndole a los demás su decisión antinatural. Para peor, sobre todo eso, ahora podían casarse y tener hijos. Allí estaban, besándose, obscenamente tomados de la mano, los padres y madres del mañana. No podía evitar recordar las palabras que el pastor había pronunciado el domingo, advirtiendo que si salía la ley vendrían muchos más terremotos y tormentas. El final estaba cada vez más cerca. No hay duda. Pero él estaba tranquilo, porque trabajaba por la salvación de su alma.

Estaba llegando a la 9 de Julio cuando el timbre sonó de nuevo. Esta vez había sido una de las parejitas quien quería descender de la unidad. El semáforo permitía el cruce de la avenida, pero el chofer temió que cambiara de color en cualquier momento y siguió de largo. La pareja observó extrañada cómo el hombre ignoraba su pedido de parada y volvieron a tocar el botón rojo. “Ya”, respondió el conductor con sequedad y se detuvo en la parada siguiente.

Los dos hombres descendieron del colectivo y deshicieron el camino que éste había andado por demás hasta regresar a la avenida. En su interior, aunque el frío les hacía lamentar la caminata extra, también los alegraba la posibilidad de extender el tiempo juntos. Porque su amor tenía fecha límite… No su amor, sino la posibilidad de vivirlo.

“¡Qué frío!”, dijo uno de ellos y el otro lo abrazó inmediatamente. El sol ya había salido y la gente empezaba a andar por las calles, pero para la pareja no existía nada por fuera de ellos. Caminaban en silencio ignorando las miradas de los porteros de los hoteles y los empleados que baldeaban las veredas de los teatros. “¿Vos no tenés frío?”, volvió a hablar el muchacho. “Estás temblando, no me acompañes, andate a tu casa” continuó con tono de sincera preocupación. El otro joven alzó su mirada, clavó sus ojos verdes como el musgo en el azul profundo de los de su amante y tras un breve silencio respondió: “No hay frío que valga. Yo quiero estar con vos, y sé que es probable que esta sea la última vez que nos veamos.” El primero dudó unos segundos y luego dijo: “Es probable…” y abrió el juego para que el silencio hablara por ellos. Lo besó tiernamente y le confesó que lo quería, aunque no debiera. Admitió sentir que juntos eran uno solo, pero interpuso la incapacidad de abandonar toda una vida. El segundo lo escuchó atento, sin poder pensar en otra cosa que el deseo de estar juntos. Pronto, alcanzaron un kiosco sobre Cerrito, y el primero compró su boleto de regreso a La Plata. Caminaron hacia la parada del 129 y esperaron con angustia su separación.

La kiosquera veía desde atrás de su reja el amor de los muchachos. Ella lo entendía muy bien. Igual de intenso y esperanzador como el amor que compartía con su marido… Pero en nada comparable con el que sentía crecer en su vientre. Se había enterado esa misma madrugada antes de salir para el trabajo y no había tenido tiempo de ver al padre aún.

El chico de los ojos azules se había sentado sobre un pilar y el de los ojos verdes, que había comprado el boleto, lo abrazaba por la cintura de pie junto a él. Ella entendía cuánto se amaban en la forma de mirarse. Y ahora por suerte podían casarse, igual que ella… y tener una familia, como iba a tener ella.

No podía contenerse más, quería llamar a Mario y contarle la novedad, o pedirle que se escape del trabajo para verla. Ella no podía dejar el kiosco, estaba sola y a esa hora de la mañana vendía muchos boletos y cigarrillos. “Tengo algo importante para decirte” le diría cuando lo llame, y él seguro que se iba a preocupar un poco, porque ella no había tenido muchas náuseas y él no sabía que tenían un atraso. Pero no importa, la sorpresa valía la preocupación, incluso le divertía la idea de generar suspenso. Estaba decidida a llamarlo y contarle cuán ilusionada estaba. Pero a veces la realidad se impone a la ilusión.

“Una monedita…”, repetía como un autómata un muchacho apostado entre el kiosco y la parada del colectivo. Tenía los pies descalzos y su ropa vieja y gastada. “Matías…”, lo llamó la kiosquera en cuanto se fue el último cliente. El chiquito giró su cabeza y miró a la mujer que lo observaba detrás de la reja. “¿Querés un alfajor?”. El nene asintió con su cabeza y tomó el regalo que Karina le acercaba desde la ventana. Lo devoró con gusto.

Karina sacó su billetera del bolsillo, tomó dos billetes de dos pesos, abrió la caja del kiosco y los guardó en su interior. Cerró la caja y un tanto incómoda volvió a su rutina. Recordó a su esposo y la buena nueva que tenía para darle. No pudo aguantar la necesidad de llamarlo, buscó el celular y marcó el número. La atendió la operadora que la transfirió al interno y en cuanto oyó la voz de Mario, no pudo contenerse ni un segundo más… “¿Gordo, cuál es el número para llamar si ves a alguien en la calle?” dijo mientras veía cómo su hijo comía las migas que habían quedado adheridas al envoltorio del alfajor.

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