Todo el mundo hace promesas, algunas son tan vacías que, como la espuma, desaparecerán en un instante. Pero existió una promesa a cumplirse por todos los días de una vida, todos los días en un instante que para otros significa nada, y se basa en la idea de amar algo más allá de lo que ven los ojos y lo que rumorean las voces.

El señor Conejo tocaba el teclado sin miedo a equivocarse, sin la idea de que sus melodías le desagradaran a alguien. Debes en cuando cantaba, nunca pensando que era el mejor, pero tampoco se le ocurría que fuese tan malo como para no hacerlo.

Ahí estaba, haciendo lo que más le gustaba, con una chamarra negra que le cubría parte del pelaje blanco y un sombrero obscuro que le cubría los ojos.

El aire estaba cargado de un aroma a pan horneado mezclado con humo de cigarro, en la Cueva de la Tortuga Arrabalera a la mayoría de los animales les gustaba fumar los cigarros de vainilla.

La Cueva se abría todas las noches, pero sólo los miércoles el señor Conejo tocaba el teclado para sus distinguidos y entusiastas fans.

Todo parecía normal esa noche, hasta que una liebre de hermosa cabellera negra entró al lugar y se paró justo frente a Conejo, mirándolo con atención. Lo más extraño de dicha situación es que aquella liebre era tan joven que bien podría ser su hermana menor, tan joven que ni siquiera debería estar allí, tan joven que seguramente por eso uno de los guardias se le acercó para sacarla del lugar.

El señor Conejo (que ya ni siquiera miraba su partitura) notó la situación y dejó a Feeling good a la mitad para defender a quien ni siquiera conocía.

–¡Suéltame! –le exigía la liebre al fornido mapache que la llevaba casi arrastrando hacia la salida–¡Sólo quiero escuchar al señor Conejo!, por favor.

–¡Señor Conejo mis orejas!, no tienes edad suficiente para estar aquí, adefesio.

–¡Oye, Mapache! –intervino Conejo–, precisamente por la razón que acabas de señalar no deberías tratarla así, la vas a lastimar. Deja que me encargue.

–Tortuga te paga por tocar cuatro horas, sólo tienes dos descansos de veinte minutos y ya tomaste el primero, yo que tú no perdía mi tiempo “Cola esponjada”.

–Para fortuna del mundo entero tú no eres yo. Vamos, suéltala –posó su pata en el hombro de éste y apretando un poco le dirigió una pesada mirada.

–No puede estar aquí –dijo empujando a la pequeña hacia la salida–. Vigilaré que la saques.

Conejo hizo una seña a la liebre para que saliera tras él. Afuera, la luna se había escondido tras las espesas nubes de aquel otoño, pero las luciérnagas regalaban bondadosamente su tenue luz.

–¿Quién eres? –preguntó él quitándose la chamarra para ofrecérsela.

–Me dicen Mancha –respondió la pequeña. Se cubrió sin demora con la prenda que era demasiado grande para su cuerpecillo.

–¿Tus padres te llaman así? –rio Conejo.

–No, los chicos de La Madriguera me llaman así… en realidad no conozco a mis padres –explicó frotando sus patitas.

Conejo la miró un momento, tenía algunas cicatrices sin pelo en las patas traseras, sus pestañas parecían haber sido cortadas, daba la impresión de que sus orejas le pesaban tanto que ni siquiera intentaba levantarlas y el pelo alrededor de su cuello estaba aplastado, como si se hubiera puesto un collar muy apretado.

¿Por qué alguien tan joven tenía la apariencia de quien a sido domado por los años?

A pesar de lucir tan maltratada, sus enormes ojos tenían un brillo dorado que llamaba la atención.

–¿Por qué veniste aquí? –inquirió recargándose en una piedra.

–Amo su teclado… y sus dedos… y lo que hace con ambos –sonrió Mancha emocionada.

–Se llama música.

–¡Amo su música! –exclamó con un pequeño brinco–. Recuerdo la primera vez que la escuché, recién había llegado a la madriguera. Quise investigar de dónde venía el sonido, pero no me permiten salir de noche, así que todos los miércoles me sentaba lo más cerca que podía de la entrada para escuchar.

–Es razonable, es muy peligroso andar por aquí en la noche y más para ti –explicó con suavidad–. Me alegra saber lo mucho que te gusta la música, y quisiera hablar más contigo, pero deben estar preocupados por ti. ¿Me muestras el camino para llevarte a casa?

Toda alegría huyó de los ojos de Mancha, comenzó a respirar más rápido mientras movía sus patitas con inquietud.

–Lo que ocurre es que… Ya no vivo ahí, jamás volveré.

–¿Por qué?, ¿qué pasa?

–Escapé –admitió avergonzada.

–Con más razón deben estar preocupados, no te angusties yo iré contigo. Vamos –la animó acercándose y tomándole una pata.

–No puedo, deje que le explique –suplicó con temor en la voz–. Uno de los chicos me dijo de dónde venía el sonido y cómo llegar, dice que él a veces viene sin que Marmota se dé cuenta, es la dueña de La Madriguera. Decidí hacer lo mismo pero Marmota me descubrió, así que… le pateé la cabeza para que dejara de ahorcarme y poder venir.

–¿Dices que la que cuida de ustedes estaba ahorcándote?

–Sí, eso hace cuando no la obedecemos, nos enreda hiedra en el cuerpo o a veces nos golpea con piedras. Una vez estaba muy enferma y me quedé dormida, así que no fui a trabajar; cuando se dio cuenta me amarró la cola con las orejas y me metió en una caja más pequeña que yo.

–¿Trabajas? ¿Qué pasa con esa Marmota?, ¿acaso quiere matarlos?

–Hay chicos que cuentan que una vez dejó a un puercoespín encerrado y sin comer hasta que murió. ¿Entiende lo que pasará si vuelvo? La golpeé en la cara y la desobedecí, ahora ella me encerrará en esa horrible caja para morir –unas gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

–No, eso no pasará, tranquila –se agachó un poco para limpiar sus lágrimas.

–¡Sí, sí pasará! –se lanzó hacia el señor Conejo para acorrucarse en él sin dejar de sollozar.

Él suspiró y posó una pata en su cabeza.

–No me obligue a volver, por favor –le suplicó la pequeña entre sus gemidos.

–No, no lo haré –la consoló–. ¿Con quién pensabas ir?

–No lo sé –sorbió la nariz–. Pero usted no tiene por qué preocuparse de eso. En realidad, yo puedo escucharlo sentada aquí afuera, así ya no tendrá problemas con el guardia.

–Olvídate de él. Espera aquí, ahora vuelvo.

El señor Conejo entró de nuevo a la Cueva, desconectó su teclado, lo guardó y sin avisar a nadie salió para encontrarse con la liebre acorrucada contra la pared. El pecho le ardía de ira al pensar en lo que algunos son capaces de hacer, y se sintió aún más mal al saber que hay quienes ejecutan actos mucho peores.

–Ven, vamos a casa, a mi casa –le extendió una pata.

–¡¿Enserio?! –saltó ella de momento– ¿No estaba trabajando todavía?

–No, ya terminé –se las ingenió para llevar el instrumento en su espalda y poder tomar a Mancha–. Camina cerca de mí y procura no hacer ruido, si haces lo que te digo no pasara nada malo, ¿bien?

–Claro –le tomó la pata entusiasmada.

Cuando él sintió sus pequeños dedos fue como si le hubieran dado una dosis concentrada de tranquilidad. Bajó la mirada a los ojos de su indefensa amiga y su sonrisa ilusionada le pareció lo más hermoso que le había pasado en la vida.

La liebre supo por primera vez lo que era tener una cama para ella sola y el señor Conejo supo por primera vez lo que era dormir con alguien más en su hogar, no dejaba de sonreír al escuchar esos ligeros ronquiditos. Recostado en su viejo sillón, intentaba concentrarse en lo dulce de ese sonido para olvidar el hecho de que había animales tan crueles como Marmota y en sus ganas de que los susodichos no existieran.

Con el paso de los días, el uno se acostumbró al otro, aprendieron cómo hacerse reír, qué podía hacerlos enojar y qué temas era mejor no tocar para evitar pesadas lágrimas de melancolía.

Pasaron algunos años y el señor Conejo tocaba muchas veces sólo para ella, tocó desde Sabre dance hasta Moonlight y todas esas veces Mancha quiso aprender cómo hacerlo, cómo conseguir hacer aquello que le calaba desde la punta de las orejas hasta el tuétano en sus huesos.

Todo parecía tan bueno, que Conejo ya se preguntaba qué sería aquello que podría perturbar sus vidas.

La liebre sabía conseguir alimento con algunos trucos y mañas, Conejo aprendió de ella y así se alimentaban sin necesidad de separarse demasiado. Sólo los miércoles Mancha se quedaba en casa y aprovechaba para refinar la sorpresa que tenía preparada para su querido amigo a quien le debía tanto y del que aprendía tanto.

Una mañana ella se levantó temprano, preparó el desayuno y lo llevó hasta la cama de Conejo, o mejor dicho, hasta el sillón de Conejo.

–Mancha, gracias –dijo sentándose. Antes de comenzar a comer la miró con los ojos entrecerrados–. Algo quieres, ¿cierto?

–Sí.

–Te advierto que justo ahora no tengo dinero.

–No quiero que me compres nada. Quiero que escuches y leas… –le extendió un pedazo de papel con algo escrito.

Él lo leyó en silencio:

En el murmullo de la brisa

y los fantasmas que pasan al mirarla

ahí está la insegura apariencia.


Ese momento majestuoso

cuando de un salto al borde de la Tierra

mis dedos rosan el sol,

esa potencia imposible al cuerpo

es un hecho para la belleza;

la belleza de una mente sin leyes.


Ojalá, ojalá fuera tan siquiera así de real

la presencia de mí en tu son,

en el felino movimiento de tus dedos

al hacer brotar «alma de un muerto”,

del inerte teclado que cede a ti,

de las teclas que me obligan a tararear.


Es en el vivir y convivir

entre cuervo y paloma

ahí nace la fuerza de alcanzar el sol,

la capacidad de olvidar y perdonar.


Allí le abro las puertas

a cualquier ola inefable que quiera soñar.


Sí, es de ese segundo

donde uno sabe que la guerra ocurre

que mis dedos rozan otro anhelo

y puedo dejar los gritos pasar.


Magnífica capacidad la tuya

de hacerme entender lo que no puedo ver

de sentirlo y querer esconderlo,

pero ha de llegar

del espacio entre tus labios

otra paloma u otro cuervo,

y entonces podré decidir

si hacer mi morada en un rayo de sol

o en la raíz seca bajo la tierra.

–Mancha… ¿tú escribiste esto? –cuestionó sin dejar de mirar el papel.

–Sí, hace tiempo. Provoca cosas, ¿no?

–Sí, demasiadas –afirmó el señor Conejo dándose cuenta de lo mucho que había crecido ella y de que aún le faltaba conocerla.

–Pero esa no es la mejor parte. Escucha –carraspeó un poco, respiró hondo y entonces sus cuerdas vocales temblaron para dejar salir una voz melodiosa que daba aún más vida y sonido a lo plasmado con tinta.

¿Cómo había pasado de ser una liebre pequeña e indefensa a ser tan grande y poderosa?, ¿cómo puede la música sacar a relucir lo que no se ve?, se preguntaba él con las orejas bien estiradas para no perderse ni un sonido.

Antes sólo él la hacía extasiarse con el teclado, y ahora él estaba en la misma situación, ahora ella también tenía ese poder sobre él.

Cuando terminó, le sonrío esperando que dijera algo, pero él sólo pudo aplaudir y de un salto apresurarse a abrazarla.

–¿Suena bien?, ¿la música con la garganta suena bien? –inquirió Mancha dejándose estrechar.

–Se dice cantar, y eres magnífica en ello –la besó entre sus orejas y ella sonrió.

–Me tomó bastante tiempo, es difícil hacer bailar las palabras.

–¿Y podría ir contigo los miércoles a la Cueva de la Tortuga?, ¿podría cantar mientras tú tocas el teclado? Ya parezco tener edad suficiente para entrar.

–Sí, ya la tienes. Es una buena idea, lo hablaré con Tortuga.

–Ojalá le guste como canto.

–Le va a fascinar –la cargó para hacerla girar como a ella tanto le gustaba. Cómo disfrutaba el señor Conejo de escuchar sus carcajadas.

Llegada la noche del miércoles, Mancha estaba nerviosa y no paraba de hacerle preguntas a Conejo sobre cómo debía pararse o moverse o qué hacer si le daban ganas de ir al baño.

–Esto no es tan difícil como te parece. Una vez que lo hagas, te será sumamente agradable continuar haciéndolo. Confía en mí.

–Confío en ti, pero el público parece muy exigente… –asomó un ojo hacia las mesas donde platicaban algunos animales–. Mira por ejemplo, a los de aquella mesa, todos parecen muy huraños… ¡y mira esas ardillas de allá!, se ven tan lindas, tienen unas colas preciosas… Dirán que soy horrible, soy muy ridícula en realidad –un nudo se le atoró en la garganta al tiempo que unas lagrimillas le picaban los ojos.

–Oye, Mancha, tranquila –le sonrió confianzudo–. No pasará nada malo. Ahora, si de verdad no quieres hacerlo, no te preocupes, pero te aviso que entonces ya no podrás usar esto –le entregó una caja adornada con flores silvestres.

–¿Qué es? –preguntó ella mordiéndose los labios.

–Descúbrelo.

La liebre quitó la tapa con cuidado, sacó lo que había dentro y sus orejas al igual que sus pómulos se levantaron, ¡era un vestido!, ¡nuevo! Nunca había tenido un vestido nuevo.

–Anda, póntelo –le indicó Conejo.

Ella se apresuró cambiarse detrás de un mueble.

Salió con la prenda puesta, la tela color beige con algunos detalles en dorado combinaban a la perfección con sus ojos y dejaban bien claro que el tiempo había pasado transformándola en una bellísima liebre. Ella no podía dejar de sonreír.

–Ahora, ¿estás lista?

–No.

–Perfecto, vamos –le tomó la pata y ella no se resistió, estaba tan contenta.

Después de que Tortuga anunciara a Mancha como la novedad, muchos dejaron de hablar para poner toda su atención en aquella liebre cuyo vestido afortunadamente le cubría las rodillas y no podía verse cómo éstas le temblaban.

Conejo había conseguido sacar Flor sin retoño en su teclado, pues a su querida amiga le encantaba esa canción. Con la confianza de sabérsela de memoria, Mancha comenzó a cantar a todo pulmón de modo que hasta las mesas más recónditas pudieron oírla y fascinarse.

Acabando la primera canción y escuchando los aplausos, ella pudo relajar sus hombros y tal como dijo Conejo, comenzó a disfrutar de lo que hacía.

Habiendo terminado las cuatro horas que estarían allí, ya con una sonrisa de satisfacción para marcharse a casa, Mapache los detuvo cuando salían de la Cueva.

–Así que la pequeña liebre creció. Qué suerte que te tocó a ti tenerla, “Cola esponjada”. Ahora te hará rico.

–¿Se te ofrece algo? –cuestionó Conejo parándose frente al corpulento guardia y escondiendo a Mancha en su espalda.

–En realidad, sí. ¿Cuánto quieres por la liebre?

–¿Qué pasa contigo? Ella no es un objeto.

–No puedes decir que es alguien; es huérfana, ¿cierto? No es tu familia, Conejo, y ni siquiera puede decírsele Liebre, sólo es la liebre. Tengo conocidos en la ciudad que pueden sacarle mucho provecho a sus habilidades. Aquí sólo conseguirás que Tortuga te pague unas horas.

–Olvídalo. No quiero que vuelvas a pensarlo, nunca –tomó a Mancha y ambos se alejaron. Ella le dio un último vistazo a Mapache, éste le guiñó un ojo y ella supo que tendría pesadillas con su oscuro antifaz.

Caminaron en silencio un largo rato. Conejo parecía muy molesto, la liebre sabía que su enojo no era hacia ella, pero aun así no le daban ganas de preguntarle lo que le rondaba por la cabeza.

Llegando a su hogar, Mancha se apresuró a preparar la cena y él por su parte se encerró un momento en el baño.

Cuando estuvo preparada la mesa, ambos se sentaron a comer sin muchas ganas de llenar el estómago.

–Creo que todo ha salido muy bien para que nos amarguemos con esto, ¿no crees? –dijo Conejo dando el primer bocado.

–Sí –musitó ella mirándose las patas.

–¿Qué tienes, Mancha?, tus orejas están demasiado bajas. Sólo olvida a ese tonto.

–Sí, lo haré, pero… ¿Enserio no considerarías lo que te dijo?

–¿Qué?

–Necesitas dinero, necesitas una cama y ya gastaste comprándome un vestido. Necesitas dinero… ¿Enserio nunca me cambiarías por algo así?

–Por supuesto que no, Mancha. Si algún día te vas de aquí, será porque tú quieras irte, pero si por mí fuera te tendría siempre conmigo.

–Pero soy la liebre, y tú eres el señor Conejo.

–¿Y eso qué? Nunca te abandonaría por nada del mundo.

–¿Nunca?, ¿estás seguro?

–Completamente. ¿De qué me serviría ser alguien si no soy el señor Conejo de alguien?

–¿Y si algún día, por alguna razón nos llegásemos a separar?

–Eso no pasará.

–¿Y si sucede?

Conejo respiró hondo, la miró a los ojos, se talló la nariz y finalmente le sonrió.

–¿Ves ese reloj de ahí? –señaló uno que colgaba de la pared. La liebre asintió–¿Cómo saludas cuando es antes de las doce, por la mañana?

–¿Buenos días?

–Sí, así es, ¿y después de las doce?

–Buenas tardes.

–¿Y cuando son exactamente las doce, las doce con cero minutos?

–Ah… No lo sé.

–En realidad es un secreto. Ven, acércate –ella se arrimó interesada.– Se dice “buenas medias”, muy pocos lo saben.

–¿Cuántos?

–Dos, tú y yo –Mancha sonrió. –Si algún día nos llegamos a separar, yo estaré esperándote todos los días en la Presa del Castor. Todos los días a las doce en punto para desearte buenas medias y entonces volver a estar juntos.

–¿Todos los días?

–Todos –le aseguró.

–¿Por qué?

–Porque ser Conejo es sinónimo de estar con Mancha.

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