De pronto me sorprendí y me asusté de mi perversión. Mientras escuchaba sus gritos de vidrio rasgado me la imaginé tendida desnuda en un lienzo, con las sábanas blancas enredadas entre sus piernas. La imaginé con su cuerpo arrugado en la cama, su cabello blanco y largo, sin maquillaje, con los senos caídos, pero con aquella sonrisa optimista que a veces me hartaba. Ella veía hacia la ventana abierta que dejaba entrar la noche fría y nublada, sin luna. En su mano sostenía un ramo de vides podridas y juro que las pude oler, me causaron náuseas. Por un momento abrí los ojos y los vi a todos atentos, escuchándola en silencio, pálidos. Cerré los ojos de nuevo para darme cuenta de que la madera de su cabaña estaba hinchada, con rasgos de humedad y consumida por las termitas. Pero ella sonreía. Las vides tiradas sobre el suelo estaban enmohecidas y agusanadas. El fuego de una chimenea de ladrillos resquebrajados se consumía entre las cenizas; la sombra del cuarto cerraba su puño con ella adentro. Abrí los ojos. La despidieron con lágrimas. Vi su gesto y pensé que seguía sonriendo. Yo sentí que algo en mí se moría y me dio gusto la culpa de no volver a verla jamás aunque su imagen permanecería intacta en mi mente.

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