La noche en Miami no cae: «parpadea». Es como si el cielo tuviera Wi-Fi malo y se reiniciara todo el tiempo. Las palmeras se quedan quietas, modo estatua, mirando cómo la ciudad finge que nada pesa. Pero pesa. Pesa el calor, pesa la culpa, pesa la historia que nadie quiere leer completa.
Todo empezó —aunque en realidad nada empieza nunca, solo se «continúa»— con una riña absurda. Un colombiano y un argentino. Nada épico. Nada de película. Un bar cualquiera, música demasiado alta, cerveza tibia, miradas que no se esquivan. Un empujón que pudo no existir. Una palabra dicha tarde. Otra dicha de más.
Y listo. Game over.
El cuchillo no era especial. No brilló. No hubo cámara lenta. Fue rápido y torpe, como casi todo lo humano. El colombiano cayó primero, sorprendido, como si el mundo hubiese cambiado de reglas sin avisar. El argentino quedó de pie, respirando mal, con esa sensación horrible de haber ganado algo que nadie quiere ganar.
Después vino el silencio. No el silencio cool, sino el silencio pesado, ese que te sigue aunque pongas auriculares.
Dicen que el fantasma apareció a la semana. No con sábanas ni cadenas —eso es muy siglo pasado— sino como una **presencia glitch**, una vibración rara en el aire. En los ascensores del edificio, las luces titilaban. En los mensajes de WhatsApp, palabras que nadie escribía. En los espejos, un segundo extra antes de reflejarte.
El argentino empezó a sentirlo primero. No porque fuera culpable —eso es demasiado simple— sino porque estaba **conectado**. Porque había mirado al otro a los ojos en el último segundo. Y eso, como diría alguien muy viejo y barbudo, te ata más que cualquier contrato.
El fantasma no hablaba. Observaba. Esperaba.
Y en esa espera había juicio, pero no condena.
El colombiano, ya sin cuerpo, recorría la ciudad como quien revisa una vida que quedó mal guardada. Miraba parejas discutir en la calle. Miraba pibes grabando stories sin saber para qué. Miraba autos caros pasar frente a gente que no iba a llegar nunca.
No estaba enojado. Estaba «confundido».
Y la confusión, cuando se prolonga, se vuelve moral.
El argentino intentó seguir. Gym. Trabajo. Tinder. Sonrisas ensayadas. Pero algo se le sentaba al lado en la cama cuando apagaba la luz. Algo que no decía nada, pero «preguntaba todo».
¿Valió la pena?
¿En qué momento dejaste de ser quien creías?
¿Quién sos ahora cuando nadie te mira?
No había jumpscares. No había sangre nueva. Solo una lenta, insoportable introspección. El verdadero terror: pensar.
Una madrugada, el argentino soñó —o no— que caminaban juntos por la playa. El colombiano hablaba sin mover la boca. Decía cosas simples. Cosas grandes.
Que la violencia es una forma torpe de pedir sentido.
Que nadie mata solo por ira, sino por sentirse real un segundo.
Que vivir es una responsabilidad que nadie firma, pero todos cargan.
Al despertar, el fantasma ya no estaba. Tampoco la paz. Solo una decisión.
Días después, el argentino se entregó. No como héroe. No como mártir. Como alguien cansado de huir de sí mismo. Y al hacerlo, la ciudad siguió igual. El calor. Las luces. El ruido.
Porque el mundo, como la historia, «no se detiene por una sola conciencia».
Pero algo cambió. No afuera. Adentro.
Y quizás —solo quizás— ese fue el verdadero final del fantasma. No cuando se hizo justicia, sino cuando alguien entendió que la vida no se trata de ganar discusiones, sino de «no perder el alma en el intento».
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