Briana llegó tarde a la cena de antiguos compañeros.
Tenía 18 años y aún seguía estudiando; como casi todos los de aquella mesa, había adelantado cursos y ahora vivían repartidos por distintas ciudades, volviendo sólo en vacaciones.
La sala reservada del restaurante estaba casi a oscuras, con una bombilla parpadeando en el pasillo y las sombras deformadas detrás del cristal esmerilado de la puerta.
Dentro, una mesa larga, seis sillas, cinco ocupadas.
En la punta, de espaldas al espejo manchado del fondo, estaba Vladimir, el organizador. A su alrededor: Luis, con su cazadora vaquera y pose de salvador; Mathilde, impecable y fría; Olga, nerviosa y pálida. Y Laura, descarada como siempre, con la risa lista para morder.
—Briana, por fin —sonrió Vladimir—. Ahora sí estamos todos.
Cada plato tenía una tarjeta con un nombre.
El de Briana estaba subrayado dos veces.
En el centro de la mesa, bajo una campana metálica, algo humeaba, desprendiendo un olor fuerte a carne demasiado hecha. Sobre la mesa no había botellas de vino, sino varias botellas verdes de absenta, con vasos pequeños, azúcar y cucharillas perforadas, como si quisieran celebrar algo prohibido.
—Hoy brindamos de verdad —dijo Vladimir—. Nada de cerveza barata. Esta noche se bebe absenta.
El primer trago quemó la garganta de Briana y le dejó un regusto dulce y amargo a la vez, como jarabe malo disfrazado de lujo. El líquido verde, diluido con agua, se volvía lechoso en los vasos, formando remolinos turbios que parecían girar solos.
—Hemos preparado un juego —anunció Vladimir, golpeando su vaso—. Esta noche vamos a hablar del pasado. De lo que hicimos… y de lo que dejamos que pasara.
La luz parpadeó.
Durante un segundo, en el espejo del fondo, Briana creyó ver una figura más detrás de ellos: alta, inmóvil, con la cabeza ladeada. Cuando volvió la luz estable, no había nadie. Sólo sus propios reflejos descompuestos por las manchas del cristal.
Laura se rió.
—¿Un juego tipo instituto, Vladi? ¿Otra vez las dramitas con Briana de protagonista?
Las risas fueron breves, tensas.
Briana apretó la servilleta sobre sus rodillas.
La cena empezó.
Trozos de carne, patatas, salsas rojas. Mathilde casi no probaba bocado. Olga bebía absenta sin mancharse el carmín, como si estuviera acostumbrada a tragarse cosas peores sin inmutarse. Luis intentaba hacer chistes para aligerar el ambiente. Vladimir observaba.
Laura levantó su vaso de absenta con un gesto exagerado.
—Brindemos por nuestra niña prodigio —dijo, mirando a Briana—. La favorita de los profes. La que salió limpia de todo.
Chocaron vasos.
El de Laura estalló en su mano con un chasquido seco.
La luz se apagó al mismo tiempo.
Hubo un grito, un golpe contra la mesa, una silla arrastrada. En la oscuridad, el olor a hierro se volvió denso, mezclado con el anisado pesado de la absenta derramada y el vapor del plato tapado.
Cuando la luz volvió, Laura estaba medio incorporada sobre la mesa, con la silla volcada.
La boca abierta en un ángulo imposible, la mandíbula forzada hacia un lado. De sus labios colgaba un hilo grueso de sangre que goteaba sobre el mantel blanco, tiñendo de rosa sucio las manchas verdosas de absenta. Entre sus dientes rotos, un trozo de cristal clavado, y en el vaso destrozado, sobre los restos del licor, un polvillo blanquecino pegado. No parecía solo vidrio.
—¡Se ha cortado! ¡Se ha atragantado! —balbuceó alguien.
Luis dio un paso adelante, pero se detuvo.
Olga se levantó con frialdad.
—Hay que llamar a una ambulancia.
Mathilde temblaba en su silla.
—La luz, el espejo, el vaso… esto no es normal —murmuró—. Había alguien más ahí dentro, lo juro.
Vladimir no se movía.
Miraba a Laura, luego a Briana.
—Siempre hablabas demasiado, Laura —dijo en voz baja—. Al final, las palabras se clavan.
Briana rodeó la mesa y se acercó a la víctima.
El olor que salía de la boca de Laura era agrio, químico: una mezcla densa de sangre y absenta muy fuerte, adulterada. Vio cómo la sangre empezaba a salirle también por la nariz, en dos líneas perfectas. Alguien intentó abrirle más la boca para ayudarla y se oyó un chasquido nauseabundo: un trozo de diente, aún unido a una hebra de encía, cayó sobre el plato, tintineando contra la porcelana.
Varios se apartaron, conteniendo las náuseas.
Laura la miró a ella.
Sus ojos, llenos de odio y súplica, se clavaron en Briana como si el resto de la mesa no existiera. Movió los labios destrozados. Briana sólo creyó leer una palabra:
“Tú”.
—¿Por qué me miráis así? —preguntó Briana, notando las miradas del resto.
Luis desvió los ojos.
Olga apretó la mandíbula.
Mathilde bajó la cabeza.
Vladimir golpeó su vaso con la uña, haciendo sonar un timbre agudo.
—Porque, Briana, esta cena va de lo que pasó contigo. Y con ella.
Señaló a Laura, que acabó exhalando un último suspiro húmedo sobre el mantel.
El silencio fue espeso.
Vladimir se levantó y, con gesto ceremonioso, agarró la campana metálica del centro de la mesa.
—Ha llegado el momento del plato principal.
La levantó de golpe.
Sobre la bandeja había un trozo de carne oscura, cocinada, rodeada de guarnición. No parecía nada especial hasta que Briana vio los pequeños detalles: cicatrices circulares, vello fino quemado, la forma curva y reconocible de un antebrazo humano, desde el codo hasta parte de la muñeca, desprovisto de mano. Las uñas, arrancadas. La piel, chamuscada en parches.
Mathilde gritó.
Olga se tapó la boca.
Luis dio un paso atrás, tropezando con una silla.
Vladimir sonrió sin humor.
—Tranquilos. No es de nadie de aquí… hoy.
Miró directamente a Briana.
CONTINUARÁ
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