El lugar exacto donde el tiempo empieza.

El lugar exacto donde el tiempo empieza.

Pedro había escuchado el rumor como se escuchan las herejías antiguas: en voz baja, con una sonrisa incrédula y un temblor que no nacía del miedo, sino de esa intuición que a veces tienen los elegidos sin saberlo. Decían que a dos metros exactos delante de la estatua de la República, en el corazón del Capitolio habanero, el tiempo se abría como una costura mal remendada por los dioses. Que quien se colocara allí a medianoche, sin pestañear ni dudar, se convertiría en viajero.

No hacia adelante ni hacia atrás por voluntad propia, sino hacia donde el tiempo —esa criatura caprichosa— decidiera enviarlo.

Entró al Capitolio a las tres de la tarde, diluido entre una visita guiada que hablaba de mármoles, cúpulas y glorias detenidas como si fueran reliquias de un sueño que se negó a despertar. El Salón de los Pasos Perdidos le pareció entonces un nombre demasiado literal: cada eco era la sombra de un paso que nunca llegó a destino, una despedida que se quedó suspendida en el aire. Cuando el grupo avanzó, Pedro se rezagó y, como quien comete un pecado venial, se escondió detrás de la estatua, en un rincón donde la historia acumulaba polvo y los dedos de un pie parecían custodiar secretos que no cabían en ningún libro.

Las horas pasaron con la solemnidad de los rituales antiguos. El edificio respiraba como un animal dormido. Los relojes visibles marcaban una hora, pero Pedro sentía que otro conteo —más hondo, más verdadero— se preparaba bajo la piel del mármol.

Faltaban seis segundos para la medianoche cuando el custodio lo vio.

— ¡Eh! —Gritó, alzando la linterna—. ¿Quién está ahí?

Pedro dio un paso al frente. Justo a dos metros de la colosal estatua.

Entonces, desde las penumbras del Salón, emergió un reloj de péndulo que nadie recordaba haber visto jamás. Su campanada no fue sonido: fue decreto.

Doce.

El custodio juraría después que el hombre estaba ahí… y que de pronto se volvió transparente, como si la materia recordara que no era imprescindible. Tres días repitió la misma frase, temblando, atrapado en un tic que lo dejó varado en una sola oración:

—Estaba ahí… y de pronto desapareció.

Pedro, mientras tanto, había recibido veinticuatro horas.

No supo cómo ocurrió el traslado. No hubo túneles ni luces. Solo el olor.

La Habana de 1950 olía distinta: a tierra húmeda recién despertada, a cercas recién pintadas, a mangos verdes y tiempo intacto. Reconoció su barrio antes de verlo, como si la memoria hubiera conservado un mapa aromático. Allí estaba su antigua casa, y al lado, la finca colindante: ese territorio salvaje donde, a los ocho años, él se creía explorador de un continente secreto.

Y entonces lo vio.

Pedrito trepaba la cerca con la torpeza luminosa de quien aún no sabe que el mundo puede romperse. Pedro lo siguió sin miedo, como se siguen los sueños inevitables. Dentro de la finca, el niño se detuvo. Se volvieron uno hacia el otro.

Se miraron.

El tiempo contuvo la respiración.

—Sácame de aquí —dijo el niño, con una voz que no era infantil—. Yo no pertenezco a este tiempo. Me perdí.

Pedro sintió un frío antiguo recorrerle la espalda. El niño continuó:

—Vengo de más adelante… de un tiempo que todavía no existe aquí. Me quedé atrapado. Tú lo sabes. Siempre lo supiste.

Pedro quiso negar, pero recordó esa sensación persistente de no encajar nunca del todo, de sentirse demasiado adelantado para su presente y demasiado tarde para sus sueños. Incluso en 2005 —su año— había tenido la certeza absurda de pertenecer a un futuro más lejano, uno que tampoco terminaba de llegar.

Tomó al niño de la mano.

Supuso que regresaba al Capitolio.

Pedrito terminó de integrarse en Pedro como se integran las estrellas en la luz que aún viaja. No hubo choque ni fractura: fue una soldadura de tiempos. Pedro sintió, de pronto, que caminaba con dos memorias sincronizadas, que en su pecho latían edades distintas sin estorbarse. Ya no era un hombre que había sido niño, sino un niño que llegó a hombre.

Entonces el paisaje cambió.

La estatua derrumbada se disolvió en partículas luminosas, como si nunca hubiera sido piedra sino una idea cansada de existir. El monte se abrió. No hubo explosión, sino silencio: un silencio profundo, anterior a cualquier civilización, como si el universo estuviera conteniendo el aliento para no interrumpir el nacimiento de algo nuevo.

Pedro comprendió —sin que nadie se lo explicara— que había llegado a un tiempo sin tiempo, una zona descartada por la historia. Allí iban a parar las naciones que insistieron en repetirse hasta agotar su porvenir. No eran castigadas: simplemente el tiempo, que también se cansa, las soltaba.

No había edificios.

No había nombres.

No había calendarios.

Solo una extensión vasta, atravesada por una luz que no venía del sol, sino de una fuente más antigua: la posibilidad.

Y no estaba solo.

Otros comenzaron a aparecer. Hombres y mujeres de distintas épocas, algunos vestidos con ropas reconocibles, otros con atuendos que Pedro no supo ubicar en ninguna cronología. Todos compartían el mismo gesto: la certeza de haber llegado demasiado tarde a su mundo y, sin embargo, demasiado temprano a este.

—Aquí habrá que hacerlo todo —dijo alguien, sin levantar la voz.

Y la frase no fue una queja, sino una revelación.

Comprendieron entonces que el tiempo no había sido cruel, sino radicalmente honesto: aquella nación de antaño no se había derrumbado por enemigos externos, sino por renunciar demasiadas veces a imaginarse distinta. El tiempo no la destruyó; simplemente dejó de sostenerla.

En ese lugar sin historia, cada acto era inaugural.

Construyeron primero el lenguaje, porque sin palabras el futuro no encuentra forma. Luego trazaron espacios que no eran ciudades, sino acuerdos vivos. El trabajo no fue reconstruir lo perdido, sino inventar lo que nunca se atrevieron a ser.

Pedro sintió que Pedrito, ahora dentro de él, observaba con una alegría silenciosa. El niño no quería volver atrás: quería quedarse donde el tiempo todavía no se había equivocado.

Y fue entonces cuando Pedro comprendió la verdadera naturaleza del viaje.

No había sido elegido para huir del pasado ni para corregirlo. Había sido convocado —como todos los allí presentes— para restituir el tiempo perdido creando uno nuevo. El tiempo no se recupera: se genera.

Desde ese instante, cada amanecer —si es que podía llamarse así— nacía de la voluntad humana. El futuro dejó de ser promesa y se volvió tarea.

En algún punto lejano del universo, quizá, un Capitolio inexistente seguía sin ser recordado. Pero ya no importaba. Las naciones no sobreviven en el mármol, sino en la capacidad de volver a empezar sin repetirse.

Pedro, hombre completo al fin, caminó hacia el horizonte con otros. Y por primera vez entendió que el tiempo, cuando confía en los humanos, les entrega un mundo en blanco.

Y espera que lo dibujen.

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