Dicen que aquella noche el mundo estaba en silencio, pero no era paz: era obediencia al Imperio. Un decreto lejano movió a José y a María como se mueven hoy los humildes: sin preguntar, sin elegir. Por culpa de un poder que contaba personas como números, Dios nació lejos de casa. No en Nazaret, sino en un lugar prestado; no en un hogar, sino en un rincón del mundo donde cabía apenas un suspiro y un pesebre.
Y como si no bastara, el miedo volvió a empujarlos: el niño tuvo que cruzar fronteras antes de aprender a hablar, y Egipto lo recibió, como reciben siempre los imperios caídos a los que huyen: sin certezas, con polvo en los pies y el futuro envuelto en pañales. Así, el Hijo del Hombre conoció primero el exilio antes que el templo, la intemperie antes que el milagro.
Por eso la Navidad no es solo luces ni mesas llenas: es memoria. Es recordar que Dios fue migrante porque el poder fue injusto, y que desde entonces, cada ser humano que huye lleva algo sagrado en los brazos, aunque no lo sepa.
Que esta Navidad logre que aquel niño, siga llamando a la puerta del mundo, y señalando que todos somos hijos de Dios.
Feliz
Navidad.
OPINIONES Y COMENTARIOS