
LEY DE VIDA
Recuerdo aquella visita al Museo Leopold de Viena, hace ya tantos años. Caminaba despacio entre las salas, con el eco de mis pasos resonando suavemente, y me detuve frente a un cuadro de Gustav Klimt, sin saber aún que iba a acompañarme toda la vida. Me quedé largo rato mirándolo, sin entender del todo por qué me retenía. Hoy lo sé, aunque a veces mi memoria me juegue alguna trampa.
Cuando pienso en ese cuadro, entiendo que mi vida fue algo parecido: un entrelazarse de cuerpos, de tiempos, de colores suaves, sin aristas, que creí eternos y que, sin darme cuenta, se fueron apagando.
Fui niño alguna vez. A veces todavía lo siento. Era pequeño, tibio, sostenido por otros. El mundo no pesaba entonces. Todo parecía redondo, sin bordes, como si el tiempo no supiera aún hacer daño. Vivir era respirar y aferrarme a una mano grande sin hacer preguntas.
Luego vino la adolescencia, torpe y confusa. Mi cuerpo empezó a cambiar y yo no sabía bien quién era. Sentí el deseo, la vergüenza, la necesidad de ser visto. Buscaba mi lugar rozando a los demás, probando ideas, equivocándome. No sabía lo que era el amor, pero ya me dolía su ausencia.
La juventud trajo el encuentro. Amé a una mujer —creo que como supe, como pude— y en ese amor sentí que el mundo se ordenaba. Nuestros cuerpos y nuestras vidas se entrelazaron, y entendí que vivir no era avanzar solo, sino hacerlo con alguien al lado. Con ella aprendí la ternura, el miedo a perder, la paciencia de construir.
Después llegaron los hijos. Pequeños cuerpos dormidos sobre mi pecho, respiraciones de leche al compás de la mía. En ellos volví a ser niño y adulto al mismo tiempo. Fui refugio, ejemplo imperfecto, presencia. No siempre estuve a la altura, pero estuve. Y eso, con los años, entendí que también cuenta.
La madurez fue el tiempo de sostener rutinas. Trabajar, cuidar, repetir. El cuerpo empezó a cansarse y el silencio ocupó más espacio. El amor ya no brillaba como antes, pero permanecía. Se volvió costumbre, gesto, lealtad. Y aprendí que lo verdadero siempre permanece, aunque no deslumbre.
Ahora estoy aquí, en la vejez, cerca del borde. La piel más arrugada. Me desconozco en el espejo. La memoria a veces me falla y me confunde, pero dentro de mí viven todos los que fui. El niño, el joven que creyó ser eterno, el hombre que amó, el padre que sostuvo. También viven en mí los errores y las cosas que hice mal y no supe decir.
La muerte ya no me asusta. La siento cercana, como una presencia silenciosa. No viene a romper nada, solo a cerrar un círculo que, ahora lo entiendo, siempre estuvo ahí. Lo llaman: “ley de vida”.
Si algo he aprendido es que la vida no se mide por el tiempo, sino por los vínculos que dejamos en él. Y ahora, al final, puedo decirlo sin alzar la voz: fui niño, fui amante, fui padre, fui hombre. Pero aún estoy vivo; respiro dentro del torbellino de la existencia.
Aurelio García
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