El Tribunal del Tiempo abre sesión.
La sala se vuelve un puerto.
Un aeropuerto.
Un camino de tierra.
Un punto donde empieza un adiós.
El migrante entra con la espalda cansada.
No mira al frente; mira al pasado.
Porque quienes se van… nunca terminan de irse.
El Juez Tiempo inclina la cabeza.
Conoce muy bien ese tipo de historia:
la de quienes cargan un país en una bolsa de plástico.
I. Recepción de Testigos
El primer testigo es una maleta vieja, tan golpeada que parece haber vivido más vidas que su dueño.
—Yo fui la primera en saberlo —dice—. Lo vi meter sus sueños doblados entre la ropa, lo vi temblar cuando cerró mi cierre. Yo escuché cómo le crujía el corazón mientras dejaba todo atrás.
El segundo testigo es la casa de infancia, hecha de recuerdos y madera.
Su voz suena a eco:
—Cada vez que él se iba, yo quedaba abierta. Las paredes guardan su risa, su olor, su sombra de niño. Aún lo espero… aunque sé que ya no soy la misma en su memoria.
El tercer testigo es la frontera, no como línea, sino como ser vivo.
Habla con gravedad:
—Yo lo vi dudar. Lo vi rezar. Lo vi correr. Soy el lugar donde la esperanza pelea contra el miedo. Nadie me cruza sin perder algo… ni sin ganar algo más doloroso.
El cuarto testigo es su acento, una voz quebrada que parece venir de dos países al mismo tiempo.
—Yo me deshice despacio —confiesa—. Pero no porque él quisiera perderme… sino porque el mundo allá afuera le exigía decir las cosas de otra manera para sobrevivir.
El último testigo es una foto doblada, gastada en las orillas.
—Lo acompañé en trabajos duros, en cuartos fríos, en noches donde lloró sin hacer ruido. Fui lo único que lo sostuvo cuando nadie decía su nombre como allá.
El migrante se limpia los ojos.
No llora por nostalgia.
Llora porque nunca pensó que su historia tuviera derecho a ser escuchada.
II. Examen de los Hechos
El Tiempo despliega la cinta.
No es una línea recta:
es un mapa.
Se ven habitaciones compartidas,
trabajos que nadie quiere,
manos heridas por cargar demasiado,
ojos rojos por dormir demasiado poco.
—No era fácil —murmura él—. Pero tampoco podía quedarme.
El Tiempo asiente.
Aparecen escenas duras:
• gente que lo llamó “extranjero” con desprecio
• jefes que abusaron de su necesidad
• noches enteras trabajando, días enteros extrañando
• llamadas que se cortaban por falta de saldo
• Navidades donde él ponía el teléfono en la mesa para no cenar solo
Pero también se ven pequeñas luces:
• la primera vez que entendió un chiste en el nuevo idioma
• el dinero que envió a casa para que su hermana estudiara
• la amistad inesperada con otro migrante
• la sensación de haber sobrevivido un día más
El político del caso anterior huía de la responsabilidad.
Este hombre huye del olvido.
El Tiempo se inclina hacia él:
—No perdiste tu hogar —dice—. Lo multiplicaste.
III. Sentencia
La sala se llena de un viento suave.
Un viento que huele a caminos.
El Tiempo dicta:
—No te condeno por irte.
Ni por no volver.
Ni por haber cambiado.
El migrante respira hondo.
—Te libero —continúa el juez— del peso de creer que traicionaste algo.
Tu identidad no se borró: se transformó.
Tus fantasmas no te siguen: te recuerdan quién eras.
La sentencia final cae con ternura:
—El hogar no es un punto en el mapa.
El hogar es todo lo que aún cuidas… incluso cuando estás lejos.
El caso se cierra.
El reloj marca 03:17.
La hora en que los que se fueron siguen encontrando maneras de quedarse.
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