
1. Ella
En el comedor siempre es igual: hace fresco. El metal de las bandejas, el murmullo de los carros, el olor a una sopa sin nombre. El aire es uniforme, como un tono sin iluminador: nada de sobra.
Llego casi siempre a la misma hora. A veces él ya está sentado, a veces aparece después, con la misma mesura, como si se midiera cuarenta minutos sin prisa. Cojo la bandeja con los dedos helados, me detengo un instante en la línea — elijo un plato que luego no tenga que justificar ante el espejo—. Pongo el tenedor y el cuchillo, camino hacia las mismas mesas: allí donde la luz de la ventana es un poco más de lo necesario, y donde una puede estar a la vista y al margen al mismo tiempo.
No sé cuándo empezó todo. Quizá en algún día completamente cualquiera, cuando él simplemente apareció enfrente. En el comedor nadie elige sitio, se sientan donde hay hueco: unos con prisa, otros con el móvil, otros charlando con compañeros. Y yo, sola. Así es más tranquilo.
Se sentó a la mesa de al lado, abrió la servilleta, cogió el tenedor. Y — nada. Ni siquiera me miró de inmediato. Me fijé en lo cuidadosamente que se movía, en cómo colocaba la bandeja, y me descubrí mirándolo más de lo necesario. Desde entonces lo veo cada día.
No estamos presentados, pero lo reconozco al instante: paso sin prisa, coloca la bandeja con cautela, como si temiera perturbar la calma a su alrededor. Hombros rectos, mirada sin presión. Antes de sentarse — una breve pausa, como si pidiera permiso a la mesa. Y eso, por alguna razón, me divierte y me serena a la vez, como si a su lado incluso un tenedor supiera cuál es su sitio.
Existimos en una rutina común. Los papeles son simples: yo — como si por casualidad; él — como si sin intención. Y, de un modo extraño, eso está bien. Sin promesas, sin juego: solo presencia.
La palabra “simpatía” no me gusta: sabor escolar a notas dobladas y “pásame la tarea”. Yo tengo trabajo, máscara resistente, una lista de asuntos en el móvil y un «gracias» breve en la cola del zumo. Y aun así, en esta frescura hay algo distinto — mínimo, pero vivo. Primero, una mirada detenida una fracción de segundo. Luego — un gesto de cabeza, como un acuerdo tácito. Después — un «perdón» en el puesto de cubiertos, demasiado nítido, como si de verdad tuviéramos una historia. Aunque no la tenemos.
Sé de él más de lo que debería saber una mujer a la que nunca se ha presentado: el teléfono boca abajo, al lado las llaves — como centinelas—; la costumbre de pasar el dedo por el vaso; un pliegue casi invisible en el entrecejo si en la mesa de al lado se ríen demasiado fuerte. Su rostro es tranquilo, como me gusta — de esos a los que crees cuando oyes «todo va bien». Su voz es suave, sin presión, sin intentar impresionar. Y por alguna razón basta para que el día se vuelva más interesante.
A veces me pregunto: ¿qué es esto? ¿Una forma bonita de la rutina que no hiere a nadie? ¿O una simpatía que no exige continuación, pero que puede cambiar la temperatura del día — solo medio grado?
Tal vez es una vieja costumbre de buscar el calor. La fuente no importa tanto; importa que exista. Después de comer él desaparece junto con el murmullo de las bandejas, y por la noche en casa no está — ni hace falta que esté. Pero a la hora del almuerzo — está aquí otra vez. Yo — también. Me vuelvo más atenta a mis propios gestos: cojo la cuchara de otro modo, enderezo la espalda, elijo un labial medio tono más vivo. No para él — para mí en su presencia. Y sí, es distinto.
Nuestras miradas a veces se encuentran y no se apresuran a soltarse — no por cortesía, sino como si comprobáramos si sigue sosteniéndose lo que cuelga de una sola mirada. Él sonríe con los ojos — como si solo para mí. Y yo, creo, le respondo igual.
No hago planes. No quiero romantizar. Entre nosotros — nada: ni palabras, ni mensajes, ni promesas. Solo un hilo fino que no requiere explicaciones. No es enamoramiento ni intriga. Es la posibilidad de estar cerca y seguir siendo una misma.
Pero la simpatía siempre está en movimiento. Cambia sola y nos cambia. El juego de miradas se convierte en una espera prolongada, donde ambos fingimos que nada sucede. Y sucede. Silencioso, como un pulso que se acelera al correr.
La simpatía inquieta como la luz nocturna — suave, hasta que empiezas a buscar el interruptor. Ya no me limito a observarlo: cómo come, cómo se mueve, cómo coge la taza, cómo inclina apenas la cabeza cuando escucha.
Pienso en nosotros — en cómo podría ser él. Y cuanto más nítida se vuelve esa imaginación, más peligrosa parece.
Pruebo sus gestos sobre mí como tela: ¿volverme?, ¿inclinarme un poco?, ¿arriesgar una palabra? Entiendo: la simpatía vive hasta el momento en que la «mirada» se vuelve «paso». Cualquier palabra puede volverse caricia. Un instante más — y dejará de ser sensación, será elección.
Aquel día llegué un poco antes. Fuera nevaba poco, como de adorno. La luz junto a la ventana parecía más festiva de lo habitual. Me senté junto a la pared, abrí el móvil, deslicé un par de noticias. En realidad lo esperaba, como siempre, sin admitirlo. Ahí viene. Hacia mí. Se sentó a mi lado, no enfrente — como si hubiera cruzado una frontera delgada sin visado. Me estremecí — sería deshonesto no hacerlo— y sonreí: la simpatía resultó inesperadamente esperada.
2. Él
Cada día la veo en el comedor. Primero la veo yo. Luego — ella a mí. A veces de inmediato, a veces parece que lo retrasa a propósito. Pero se fija. Siempre.
No puedo decir que sea guapa. En el sentido habitual — no. Pero tiene algo correcto. Un rostro sencillo, pero agradable; un jersey claro, el pelo recogido en una coleta floja. Habla en voz baja. A veces se ríe — no en voz alta, sino apenas, con los ojos.
Me pregunto con qué empezó esto. Tal vez con aquel día en que nos sentamos por casualidad en mesas vecinas. O cuando nos acercamos al mismo tiempo al cubo de los tenedores, y ella dijo «perdón» demasiado claramente, como si ya hubiera historia entre nosotros. Aunque no la había.
Cada día pienso: ¿simpatía? ¿Ella? ¿Qué es eso, simpatía?
¿Tiene que ver con el deseo? ¿Con el calor? ¿Con una mirada que se queda un segundo más?
Aunque también siento simpatía por la señora de la barra: grande, estricta, sin sonrisa. Pero cuando te mira, la cara se te calienta un poco. Y si hay gulash, te llena el plato de carne. ¿Simpatía? Sí. Pero nada más.
Con ella — con la que miro desde la mesa— podría haber algo más. Y ahí está la diferencia.
Entro — y enseguida la busco con la mirada. Si no la veo — una leve decepción por dentro. Como si el día no hubiera cuajado.
Aún no nos conocemos. Pero ya no somos desconocidos.
Conozco sus costumbres: cómo coge ensalada sin salsa, cómo frunce el ceño si cerca hablan demasiado alto, cómo se enfada — a su manera, en silencio, con un leve entornar de ojos.
Ella también busca. Lo veo. Ve — y entonces parece que exhala, como si yo fuera su costumbre.
Entre nosotros no hay nada. Ni palabras, ni mensajes, ni insinuaciones. Solo miradas. Y silencio. Pero no es un silencio vacío — denso, como la nieve cuando caminas solo y escuchas solo tus pasos.
Después del almuerzo — correos, llamadas, urgencias. No pienso en ella. Nada. Ella se apaga junto con el panel luminoso del comedor. No está. Y no hace falta.
Pero luego — el almuerzo. Y la veo otra vez. Y la miro. Y siento esa absurda pequeña alegría por dentro — como si estuviera vivo. Aunque no pase nada.
A veces la veo hablando por teléfono. Quizá con el marido. O con una amiga. Voz tranquila, no aburrida. Esa voz correcta. Y aun así no sé nada de ella — ni nombre, ni edad, ni departamento. Ni siquiera estoy seguro de que tenga segundo nombre.
Y es extraño: eso basta. ¿Para qué? No sé. No para la vida. No para hacer nada. Solo para que el día tenga rostro humano.
A veces pienso: ¿y si se acercara ella? Dijera algo muy normal, cualquier cosa. No un flirteo. No una provocación. Probablemente reaccionaría seco. Y toda esta burbuja frágil estallaría.
Porque en eso se sostiene — en lo no dicho. En la indecisión del almuerzo. En que entre nosotros no habrá lunes. Ni viernes. Solo almuerzo. Y simpatía. Esa que no exige desarrollo. No grita. No tortura.
Ya nos saludamos con un gesto de cabeza. Si coincidimos en las bandejas — decimos «hola». Y en esas dos sílabas hay algo más que cortesía.
No solo intercambiamos simpatía — existimos dentro de ella, juntos. Viva, torpe, un poco pasada de cocción, suspendida entre nosotros como vapor sobre la sopa.
Parece que a ambos nos resulta cómoda, y da miedo tocarla. Pero bajo la piel madura un deseo — conocer más. Crece en silencio, casi sin sonar, y cada día cuesta más contenerlo.
No quiero perder esta sensación, no quiero dejar que se convierta en costumbre — en ese «buen día» de la señora de la barra.
No busco pretexto. Camino hacia ella.
Hoy está junto a la ventana. La nieve afuera es rara, como si alguien la esparciera distraído. La luz cae sobre su pelo, lo hace un poco más claro.
Doy un paso. Otro. No pienso qué decir — solo sé: es hora.
Ella levanta la mirada. Y por un breve instante en sus ojos está ese reconocimiento del que todo empezó.
3. Ellos
Él se acercó. Se sentó a su lado — no enfrente, sino más cerca.
Ella se apartó un poco, pero se quedó. Le temblaron las manos. Se nota que está nerviosa.
Él callaba. Mucho. Escogía las palabras como quien recoge bayas — con cuidado, para no aplastarlas.
Luego, con voz baja, como si fuera para sí mismo y no para ella:
— Quizá el sábado… ¿al parque?
Ella no contesta enseguida. Mira el plato, pasa el dedo por el borde, como si buscara allí una excusa.
— No. El sábado mi marido y los niños… nos vamos a la casa de campo.
Él asiente. La pausa se estira, se espesa.
Ella ya está dispuesta a esconderse en el silencio, pero de pronto, apenas audible:
— ¿Y el viernes? ¿Después del trabajo?
Él sonríe con una comisura, tranquilo, sin esperanza:
— El viernes voy con mi esposa a casa de unos amigos.
Siguen comiendo — despacio, en silencio, en simpatía, sin continuación. Como si masticaran no comida, sino lo dicho. No palabras — la imposibilidad.
— ¿Zumo? —pregunta él al fin.
No espera respuesta. Se levanta.
Camina hacia la señora de la barra.
Ella ya lo mira.
Y parece entenderlo todo.
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