Los arbitrajes secretos de Viena

Los arbitrajes secretos de Viena

La construcción
social de la desmemoria colectiva, el silencio, el miedo y el olvido
que impuso la dictadura de Francisco Franco, han ocultado la realidad
del alineamiento de España con la Alemania nazi y la Italia fascista
durante los primeros años de la SGM. Fascinados por los triunfos
alemanes y la derrota de Francia en junio de 1940, tanto el Caudillo,
como su cuñado el ministro de Exteriores Ramón Serrano Suñer,
contando con el apoyo manifiesto de muchos generales, soñaron con
obtener pingües beneficios aupándose al carro de los vencedores.
Tras su famoso encuentro con el canciller Adolf Hitler en la estación
fronteriza de Hendaya (miércoles 23 de octubre de 1940), para
negociar las condiciones de la participación de España en la guerra
europea del lado de las potencias del Eje, Franco se debatió entre
los dos polos más acusados de su personalidad: la cautela y su
ambición.

Temeroso
de que las tropas de la Wehrmacht
ocuparan
la península en su camino hacia el Estrecho de Gibraltar para
desalojar a los británicos del Peñón, el dictador se negó a
conceder al Führer derecho alguno de paso por el territorio
español, tal y cómo Hitler requería. También exigió con urgencia
que Berlín le proporcionara todo el caucho y la gasolina que su
Ejército necesitaba,
además
de munición y artillería móvil de campaña, con la que poder
proteger nuestras costas y no fiarlo todo al recurso de la aviación,
dando así una respuesta inmediata a cualquier posible desembarco de
las fuerzas aliadas. Y en cuanto a la forma de atacar el Peñón,
consideraba que además de los bombardeos aéreos, sólo una
artillería pesada y bien emplazada sería capaz de acabar con los
nidos de resistencia existentes en la plaza.

Además
de Canarias, Hitler
también tenía mucho interés en las Azores y el archipiélago de
Cabo Verde, ambos de soberanía portuguesa, por lo que la posibilidad
de atacar de forma conjunta a nuestro país vecino siempre estuvo
sobre la mesa. Las Azores no solo suponían que la Kriegsmarine
pudiera contar con una base aeronaval en mitad del Atlántico, sino
para frenar cualquier intervención norteamericana en Europa. El
canciller ya estaba soñando en una nueva generación de bombarderos
con una autonomía de vuelo de seis mil kilómetros, capaces de
atacar desde las Azores la costa Este de los Estados Unidos. De ahí
que sondeara a Franco sobre su disposición para imponer a Portugal
el establecimiento de estas bases. En su réplica, el Caudillo expuso
al Führer que entonces con mayor razón debía prometerle la cesión
del Marruecos francés y el Oranesado (Argelia), incluso antes de
declarar la guerra al Reino Unido. Con esta nueva exigencia del
general español, el dictador alemán quedó sorprendido por la
enorme presunción del Caudillo y sus ínfulas imperiales. Más
adelante, ya de vuelta en Alemania, Hitler calificó a Franco «de
canalla jesuita» y confesó que su actitud «lo hizo sentir como si
tuviera que estar negociando con un judío empeñado en traficar con
las más sagradas posesiones».

Ahora
bien, en esta primera fase de las negociaciones, lo cierto es que
Franco actuaba de buena fe y enseñando todas sus cartas a los
alemanes, y tal y como el almirante Canaris, jefe de la Abwehr ─el
servicio de inteligencia─, confesó a sus más estrechos
colaboradores, «el Caudillo no era ningún inconsciente y en Hendaya
demostró ser un hábil y duro negociador». Otra cosa era el temor
del mandatario español respecto a tener que provocar a Londres
atacando Gibraltar o invadiendo a su aliado Portugal. Aunque Serrano
Suñer quería entrar en la guerra con todas sus consecuencias, la
supervivencia de España dependía tanto de las importaciones del
Reino Unido, como del trigo y el petróleo procedentes de los Estados
Unidos. La historiografía moderna nos pone sobre aviso de como los
británicos primero y luego los norteamericanos, aplicaron al
dictador una hábil política de apalancamiento financiero, sabiendo
que ni Alemania ni Italia estaban en situación de compensar a España
por la pérdida de las importaciones aliadas.

En
consecuencia, cuando a Franco le quedó claro que el Reino Unido no
tenía ninguna intención de rendirse al III Reich, y que España
seguiría sufriendo la escasez de alimentos y combustibles, tuvo que
limitarse a expresar su apoyo al Eje con las promesas de participar
en el conflicto en un futuro cercano, pero sin fijar ninguna fecha
determinada. Sin embargo, como ponen de manifiesto muchos
historiadores actuales, muy críticos respecto a lo que difundió
durante décadas la sesgada propaganda de su régimen, nada de esto
impidió que Franco siguiera elucubrando con la posibilidad de
emprender una guerra propia si las armas alemanas seguían cosechando
victorias, consistente en la toma del Peñón de Gibraltar e incluso
la invasión de Portugal, país que se le antojaba fácil de doblegar
si el Reino Unido no podía acudir en su ayuda, por verse a su vez
desbordado en todas sus defensas por Alemania.

Por
todo ello, lo cierto es que el Caudillo estuvo a punto de llevar a
España a la guerra del lado de las potencias del Eje en el otoño de
1940 y en varias ocasiones posteriores. Aunque el momento más
factible fue a finales de ese mismo año, Franco sintió de nuevo la
tentación bélica con especial intensidad después de que Alemania
invadiera la Unión Soviética en el verano de 1941. Pero en última
instancia, sus ambiciones en política exterior se vieron frenadas
por su consabida cautela, tomando en consideración dos cuestiones
primordiales: su propia supervivencia interna y la limitada capacidad
económica y militar de España para afrontar una guerra.

Según
las actas españolas de Hendaya y las memorias de Serrano Suñer, se
quiso dar la impresión de que Franco buscaba el beneficio de España
sin lastimar a la población, y que su estrategia consistió en
templar los ánimos belicosos alemanes con maniobras dilatorias. Sin
embargo, las actas alemanas matizan esa idea y señalan que a Hitler
poco le importaba la participación española si tenía que ceder a
las ansias expansionistas de Franco, al que consideraba como un
«cruzado medieval» en manos de la fundamentalista Iglesia española.
El Führer sí quería a España de su lado, pero no a cualquier
precio.

Más
adelante, el aparato de propaganda del franquismo convirtió la
incapacidad del dictador para poder participar en la guerra que
deseaba fervientemente fuera una victoria del Eje, en el mito de que
gracias a su «hábil prudencia» engañó a Hitler y pudo mantener a
España al margen de la guerra mundial. La verdad, mucho más
prosaica, es que el Caudillo fracasó en sus demandas porque el
Führer comprobó que el Gobierno de Vichy, con el viejo mariscal
Philippe Pétain a la cabeza, le ofrecía un trato más ventajoso.
Tampoco le gustó la irritante lista de exigencias del general y sus
bravatas respecto a que España podía conquistar Gibraltar por sí
sola y sin ayuda de nadie. Así lo anticipó al conde Ciano en Berlín
al día siguiente de la firma del Pacto Tripartito (viernes 28 de
septiembre): «Para Alemania es mejor en todo caso que los franceses
permanezcan en Marruecos y lo defiendan contra los británicos. Si
los españoles ocupan el territorio, lo más probable es que en el
supuesto de un ataque inglés pidan ayuda inmediatamente a los
alemanes y a los italianos y, encima, que en sus medidas militares
procedan con la misma lentitud que vimos en su Guerra Civil».

Por
tanto, quedaba claro para Hitler que «los españoles querían mucho
y daban poco… y la intervención española costaría más de lo que
vale», algo en lo que el ministro Ciano estuvo de acuerdo. Por todo
ello, el Führer no acudió a la cita de Hendaya para exigir a su
aliado que fuera a la guerra de inmediato, sino más bien para
calibrar su disposición al bloqueo continental del Reino Unido y
conocer el estado de los preparativos bélicos sobre la cuestión de
Gibraltar, la que más le interesaba. Preocupado también por el
hecho de que Mussolini estuviera a punto de involucrarse en la
costosa guerra de los Balcanes atacando Grecia.

Tras
la entrevista de Hendaya, Hitler regresó a la estación de
Montoire-sur-le-Loir en su tren blindado, en donde ya le esperaba de
nuevo el mariscal Pétain, quien había viajado en automóvil desde
Vichy hasta esa localidad. El francés recibió al Führer tratándolo
como un igual, actitud que no fue del agradó de este en absoluto. El
canciller expuso al mariscal la necesidad de acortar la duración de
la guerra, para lo que resultaba imprescindible hacer un frente común
contra Inglaterra, en su opinión, la verdadera culpable de haber
arrastrado a Francia a este conflicto armado. Por su parte, el viejo
mariscal expresó sus deseos de que las relaciones con Berlín
estrecharan la cooperación entre ambos países, pero su petición de
que a Vichy le fueran garantizadas sus posesiones coloniales resultó
bruscamente rechazada por su interlocutor. Francia había emprendido
una guerra contra Alemania y ahora debía pagar un precio
«territorial y material» por lo que había hecho, tal y como eran
Alsacia y Lorena. Pero Hitler, a quien Pétain le incomodaba mucho
menos que Franco, tras dos horas de conversación con el mariscal
dejó una puerta abierta a esa demanda, porque seguía queriendo que
Vichy se uniera a la alianza contra Inglaterra, y confiaba mucho más
en la capacidad gala para defender el norte de África que en el
maltrecho Ejército español.

Tal
y como conocemos, el balance final de las entrevistas que Hitler
mantuvo con Mussolini (Brennero), Franco (Hendaya) y Pétain
(Montoire), fue la incorporación de los dos últimos a los llamados
Arbitrajes de Viena, por ser esa ciudad donde antes los habían
suscrito los ministros Ciano y Ribbentrop (agosto de 1940), ampliando
las fronteras de su aliada Hungría a costa de Rumanía, e
incorporando al país magiar a los pactos del Eje. Serrano Suñer lo
hizo el lunes 11 de noviembre de 1940 en el Palacio de Santa Cruz de
Madrid. Se trataba de una tercera versión, distinta a la propuesta
de Hendaya y la precipitada rectificación cursada al Führer desde
el Palacio de Ayete (San Sebastián) días antes, que seguía dejando
en la indefinición las ganancias coloniales que corresponderían a
España, pero que al menos otorgaba a Franco el poder decidir la
fecha de su declaración de guerra. Con todo, la firma suponía media
docena de compromisos muy serios para nuestro país, que implicaban
cláusulas de este tenor: «España se declara dispuesta a entrar en
el Pacto Tripartito concertado el 27 de septiembre de 1940 entre
Italia, Alemania y Japón, y firmar con este fin el Acta
correspondiente a su ingreso oficial en una fecha a determinar
conjuntamente por los cuatro países… En cumplimiento de sus
obligaciones como aliada (Pacto de Acero), España intervendrá en la
actual guerra de las potencias del Eje contra Inglaterra, después de
que dichas potencias le concedan el apoyo necesario militar para su
preparación».

Como
los Arbitrajes de Viena tenían el carácter de estricto secreto, los
firmantes guardaron el más absoluto silencio hasta que resultara
oportuno darlos a conocer. Redactado en tres originales
correspondientes a los textos en italiano, alemán y español, lo
cierto es que España cedía a las pretensiones de Alemania y las
presiones del Führer, en contra de la postura mantenida por Franco
en Hendaya, con la sola compensación fijada por escrito de la
promesa de reincorporar el Peñón de Gibraltar a nuestra Nación.
Días antes de la firma, el Caudillo hizo un esfuerzo por cumplir con
su parte, y el miércoles 30 de octubre, justo una semana después de
su reunión en Hendaya, escribió a Hitler mostrándose dispuesto a
que los territorios coloniales que demandaba no aparecieran
explícitos en estos pactos,
pero sí deseaba que quedara constancia de que España los
reivindicaba, dando a entender que se contentaría con otra carta
privada del Führer a modo de garantía, prometiendo la cesión a
España de esos territorios norteafricanos.

Tal
y como subraya el profesor Manuel Ros Agudo, los párrafos más
importantes de ese escrito y en los que ya se nota el malestar del
Caudillo son los que siguen:

«Bien
está desde luego que el establecimiento de un Orden Nuevo esté
presidido por una idea de justicia que incluso no deje ajena a los
beneficios de esta justicia a Francia misma, pero no quisiéramos que
la justicia que se hiciera a Francia, país enemigo de siempre para
Alemania como para España, fuese a expensas del derecho de España.

Reitero,
pues, la aspiración de España al Oranesado y a la parte de
Marruecos que está en manos de Francia y que enlaza nuestra zona del
norte con las posesiones españolas de Sidi-Ifni y el Sahara. Cumplo
con esta declaración un deber de lealtad y de claridad y me
complazco en hacerla presente con la confianza que nuestra amistad me
permite y aun exige».

Esperando
en vano durante varias semanas, esa misiva con la garantía firmada
del canciller alemán nunca llegó a Madrid. Esta falta de respuesta
resultó la clave para explicar el cambio de actitud del Caudillo y
sus largas a partir de entonces para verse implicado en la guerra.
También tendrían que pasar varios meses para que Berlín se diera
cuenta de que no podía contar con los «países latinos» para
orquestar ese sólido bloque continental que tanto ambicionaba. El
primer aviso resonó en Vichy el 13 de diciembre, cuando el primer
ministro Pierre Laval fue expulsado del Gobierno por Pétain, dando
un golpe definitivo a la posibilidad de una colaboración
francoalemana, tal y como Laval defendía. No obstante, y pese a sus
planes
de invadir la Unión Soviética, Hitler aplazó esta decisión y
ordenó al OKW ─el Alto Estado Mayor─ que se pusiera a preparar
la llamada «Operación Félix» (Unternehmen
Félix),

para ocupar el Estrecho de Gibraltar y algunas islas del Atlántico
como el archipiélago de las Azores.
Entretanto,
su aliado el Duce Benito Mussolini se le adelantó lanzando su
descabellada ofensiva contra Grecia el lunes 28 de octubre. Según
relatan algunas fuentes, el Führer comentó a sus más allegados:
«¡Nunca podrán los italianos obtener nada de los griegos en los
Balcanes, bajo las lluvias del otoño y la nieve del invierno!» Y en
efecto, no se equivocaba.

Para
saber más: Canaris. El espía y confidente de Franco. Ed. Pinolia.
Madrid, 2023. Obra del autor.

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