Y un día —un día que nadie vio venir— el pibe dijo basta. Se cansó. Se vació. Aquel muchacho que había nacido con un cofre lleno de sueños, talento y esperanza, de golpe sintió cómo todo se quebraba. Las burlas lo habían desgastado, las críticas lo habían herido de muerte. Y cuando el alma se rompe… no hay camino que se pueda seguir.
Europa podía presumir sus monumentos eternos, sus catedrales, su historia de siglos, pero nada lograba igualar la calidez de su Caballito natal. Ese motor que lo había impulsado desde chico a cruzar océanos empezó, poco a poco, a convertirse en una soga que lo ahogaba.
Desde acá, desde su tierra, se hacía lo imposible por sostenerlo. Cada vez que hablaba con uno de sus mentores, nacía el mismo pedido, casi un ruego: «Fijate qué podés armar para que yo vuelva a correr en Argentina». Lo decía con esa voz cansada que solo conoce quien camina solo por el viejo mundo.
Del otro lado del teléfono, Guillermo Kissling escuchaba en silencio. Porque a veces el silencio es el único modo de contener un llanto nacido de la impotencia, de ese dolor amargo de no poder hacer nada.
El año pasó tan lento como su Minardi. Pero entre esa lentitud pesada surgían destellos: chispazos de grandeza, señales de que ahí, debajo de todo, seguía vivo el talento.
San Marino 1998. Imola. Ese día, con ese auto que no prometía nada, Esteban firmó un pacto —uno silencioso, pero eterno— con el talento. Llegó 8º. Hoy serían puntos. Aquel día fue historia.
¿Fue ahí cuando Ferrari empezó a mirarlo?
Walter Hernández no recuerda el detalle, pero sí recuerda lo importante: después de Imola, el contrato para 1999 con la Rossa ya estaba listo.
Pero el destino, esa bestia caprichosa, tenía otros planes. Esteban no correría para Ferrari. No lo iban a dejar. El acuerdo con Minardi estaba casi cocinado y los millones de los sponsors argentinos también.
Entonces la mochila de la Fórmula 1 se volvió un yunque. Él amaba manejar, competir. Pero competir de verdad: la lucha franca, limpia, la que honra al piloto.
Previo a Suzuka, le dijeron: «Fijate, Esteban. Necesitamos que Tyrrell no termine la carrera. Así quedamos mejor en la Copa de Constructores y la ayuda económica la recibimos nosotros».
El pedido cayó como una daga helada. Porco, pensó. Sucio. ¿Dónde había quedado la competencia pura? ¿Dónde la gloria sin atajos?
Dio 28 vueltas detrás de Tora Takagi. Veintiocho vueltas que fueron más que un stint: fueron una peregrinación, una meditación sobre su propio destino. ¿Qué hacía ahí? ¿Para qué?
El impacto que siguió fue la gota final. Takagi lo increpó, y Esteban bajó la mirada. Le dolía, sí, pero no el cuerpo: el alma. Sentía vergüenza ajena.
Los días de descanso en Argentina fueron un bálsamo. Allí, en la serenidad de Cariló, tomó la decisión que partiría su historia en dos. Llamó a su apoderado, Eduardo Ramírez.
«Dejo la Fórmula 1 por motivos personales».
El mundo se tambaleó. Giancarlo Minardi suplicaba. Los contratos, las publicidades, el futuro… todo se derrumbaba ante él.
Cesare Fiorio fue directo como un hierro: «Está bien. Pero no podés correr en ninguna categoría de monoposto. Porque vos, pibe, te vas a la Indy y te llenás de guita».
Esteban, firme como un roble joven, respondió: «No. Yo solo quiero volver a correr en mi país. Estar rodeado de mi gente».
Y Minardi entendió lo que muchos no entienden: no se puede obligar a un hombre a subirse a 300 km/h si su alma ya no quiere hacerlo.
Hoy el pibe es un hombre. Tranquilo. Construyendo la empresa que su padre soñó. Y mientras él hace su vida, cada joven piloto que firma un contrato encuentra una cláusula: la Cláusula Tuero.
¿Qué es? El derecho a decir basta. El derecho a conservar la dignidad.
Un legado. Una marca eterna en la historia de la categoría.
Porque aquel pibe que dijo basta no se bajó por miedo, ni por derrota.
Se bajó porque eligió ser libre.
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