Hay una idea antigua, casi vergonzante por su simpleza, que insiste en volver cada tanto: la importancia de salvar un alma. No salvarla con discursos grandilocuentes, ni con teologías fatigadas, ni con esas fórmulas que se repiten porque ya nadie recuerda quién las dijo por primera vez. No. Hablo de otra cosa: de un gesto mínimo, casi doméstico, que uno hace sin estar seguro de nada, como quien acomoda una silla para que otro pueda sentarse sin lastimarse la espalda.
Uno podría creer que las almas se salvan en los grandes templos, frente a vitrales que encienden al atardecer una gloria prestada. Pero la verdad – si es que existe una verdad que merezca ese nombre – suele esconderse en los lugares más indignos: una mesa floja en un bar cualquiera, un banco de plaza donde alguien se anima a llorar sin pedir permiso, o incluso esa esquina que siempre tiene olor a pan caliente. Ahí, sin liturgias ni solemnidades, se juega a veces la eternidad.
Porque salvar un alma no es convertirla, ni instruirla, ni disciplinarla. Eso suele ser obra de los arrogantes. Salvar un alma es, tal vez, no soltarle la mano a alguien en la noche exacta en que pensaba que ya nadie iba a buscarlo. Es escuchar un dolor sin corregirlo. Es ofrecer una palabra que no cure nada pero que acompañe, como una sombra fiel. Es decir “acá estoy” cuando el mundo está lleno de gente que promete llegar mañana.
Uno podría pensar que todo esto es insignificante, que las grandes tragedias del universo no se detienen por el abrazo que damos a un desconocido. Sin embargo, sospecho que el cielo se inclina un poco cada vez que alguien es salvado sin que se note, sin que haya público, sin que el salvador reclame su premio. Quizás el Señor prefiera esas pequeñas conspiraciones silenciosas antes que los rituales magnificentes. Tal vez Él mire con más ternura al que se queda conversando con un triste que al que levanta la voz para exhibir su fe.
Y entonces uno comprende que no hay hazaña más grande que rescatar a un alma del abismo cotidiano, ese abismo que no figura en los mapas, pero que todos visitamos alguna vez. No se salva sólo el otro: también se salva uno un poco en el intento. Como si cada gesto compasivo hiciera retroceder la noche unos milímetros.
He visto personas arruinadas levantarse por una frase dicha a tiempo. He visto vidas enteras desviarse hacia la luz sólo porque alguien creyó en ellas cuando ya ni ellas se creían. No es magia, no es dogma, no es doctrina… es algo más tierno y más feroz: el rumor antiguo de que nadie se salva solo.
Y si al final de toda esta historia – cuando se apaguen las luces del último escenario – descubrimos que apenas hicimos eso, que evitamos la caída de un alma aunque fuera por un instante, entonces podremos morir tranquilos.
Y puede que nadie lo escriba ni lo celebre, pero en la trama secreta de la vida quedará grabado que una vez impedimos que un alma cayera. Quizás eso sea lo único que, al final, tenga verdadero peso: un gesto pequeño, un rescate silencioso, la insólita y humilde belleza de haber salvado a alguien.
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