En los albores de la modernidad, cuando aun las sombras de lo sagrado se confundían con los destellos de la razón, los hombres comenzaron a temer a los artefactos que ellos mismos habían engendrado. No eran simples objetos: eran presagios, eran metáforas vivientes de un porvenir que se insinuaba con engranajes y ruedas dentadas.
En una sala iluminada por candelabros de aceite, Wilhelm Schickard ajustaba engranajes que parecían latir como corazones metálicos. Cada giro del reloj calculador era un suspiro del universo, y los cortesanos lo miraban con el mismo temor con que se contempla un eclipse: ¿qué ocurriría si la máquina aprendía a contar mejor que los hombres? Allí, entre el humo de las lámparas y el murmullo de los relojes, nacía el primer fantasma del cálculo mecánico.
En París, Blaise Pascal acariciaba su Pascalina como si fuese un niño de cobre. La máquina sumaba y restaba con la inocencia de un ángel mecánico, pero los sacerdotes murmuraban que aquello era sacrilegio: si los números podían rezarse en hierro, ¿qué quedaba para la plegaria humana? La Pascalina era, a la vez, juguete y reliquia, un objeto que desafiaba la frontera entre lo divino y lo profano.
Leibniz, en su gabinete alemán, soñaba con un lenguaje binario capaz de traducir los secretos de Dios en ceros y unos. Sus contemporáneos lo miraban con recelo: temían que aquella máquina de multiplicar no solo hiciera cuentas, sino que revelara la arquitectura invisible del cosmos, dejando al hombre desnudo frente a la verdad. En su visión, el universo era una vasta sinfonía escrita en dos notas, y la máquina era el instrumento que podía ejecutarla.
Un siglo después, en Londres, Charles Babbage diseñaba la máquina analítica, y cada engranaje parecía un órgano de un cuerpo nuevo, un cuerpo que pensaba. Los obreros, expulsados de las fábricas por las máquinas de vapor, temían que ahora también serían expulsados de las bibliotecas por las máquinas del cálculo. El hierro ya no era solo músculo: comenzaba a insinuarse como mente.
Y allí estaba Ada Lovelace, con su mirada de profetisa, escribiendo algoritmos como si fueran partituras. Ella veía en la máquina no solo números, sino música, poesía, sueños. Pero sus palabras despertaban un miedo ancestral: ¿qué ocurriría si las máquinas comenzaban a crear belleza, y los hombres quedaban reducidos a espectadores de su propio milagro? Ada, como una sibila moderna, anunciaba que el arte podía migrar hacia lo mecánico, y que la inspiración podía ser traducida en fórmulas.
El eco en nuestro tiempo
Hoy, en las ciudades iluminadas por pantallas, los programadores conversan con inteligencias invisibles que responden más rápido que el pensamiento. Y en cada oficina, en cada hogar, resuenan los mismos temores que acompañaron a Schickard, Pascal, Leibniz, Babbage y Lovelace:
• Miedo a perder el trabajo.
• Miedo a perder el prestigio.
• Miedo a perder el control.
• Miedo a perder la esencia humana.
Las máquinas, sin embargo, no conocen el miedo. Solo los hombres son capaces de inventarlo, de darle forma, de convertirlo en mito. Y así, desde los relojes calculadores hasta los algoritmos invisibles, la historia de la técnica se revela como una historia de temores: temores que son, en realidad, espejos de nuestra propia fragilidad.
Porque lo maravilloso no está en las máquinas mismas, sino en el modo en que los hombres las han mirado: como si fueran eclipses, ángeles, profecías, cuerpos pensantes. Y en esa mirada se cifra la paradoja de nuestra época: hemos creado artefactos que no sienten miedo, pero que nos devuelven, multiplicado, el miedo que llevamos dentro.
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