Dicen que en el parque de los Suspiros —llamado así porque hasta los árboles parecían exhalar nostalgias— había un banco viejo, combado por el peso de tantas historias que ya no sabía si era de madera o de memoria. Frente a él, una fuente coronada por una musa de piedra, que sostenía un arpa como quien sostiene un secreto. Aunque nadie lo admitiera, en las noches de luna llena el agua parecía seguir el compás de una melodía inaudible, como si la musa recordara las canciones que tocó cuando todavía era mujer y no estatua.
En ese banco se encontraban, casi como un pacto firmado con la eternidad, Jacinto y José. Viejos los dos, aunque Jacinto lo era de ese modo especial: arrugado por fuera, pero terco como un adolescente por dentro. Había sido carpintero, o poeta frustrado, o mal esposo —según quién contara la historia—, pero sobre todo era un jugador de ajedrez de barrio. Uno de esos que retenían derrotas como si fueran capítulos gloriosos y victorias como pecados que no se debían confesar.
Jacinto tenía una particular manía: hablaba mal de las mujeres con la misma facilidad con que otros saludan al sol. Que si eran caprichosas, que si complicadas, que si Dios nunca las entendió y por eso inventó el silencio. Y José, más callado, más cuerdo, lo dejaba hablar, quizás porque sabía que en el fondo Jacinto no creía ni la mitad de lo que decía. O quizás porque el parque, con su musa vigilante, ya se encargaba de hacer justicia poética.
Cada tarde desplegaban sobre el banco un ajedrez de madera tan gastado que las piezas habían adquirido un color entre el ámbar y la nostalgia. Y ahí, sin falta, comenzaba la ceremonia:
—La dama es la pieza más importante —sentenciaba Jacinto, acomodándola con delicadeza, como quien toca a una reina dormida.
José levantaba las cejas.
— ¿Y no decías tú que las mujeres siempre meten más líos que soluciones?
Jacinto bufaba, medio irritado, medio avergonzado.
—Eso será en la vida, José, donde uno no sabe quién manda. Aquí, en este juego ciencia… aquí la cosa es distinta. La dama es la que mueve el mundo.
José sonreía apenas, porque sabía que esa frase no la había dicho él: la había dicho la musa. O al menos eso decía la leyenda del barrio.
Contaban los viejos más viejos que, cuando la brisa pasaba entre las alas del arpa, era la musa quien hablaba al oído de los hombres, despertando verdades que ellos mismos ignoraban.
Esa tarde, mientras jugaban, ocurrió algo particular: Jacinto posó sus ojos en la dama blanca y, por un instante demasiado largo para ser casual, sintió que la figura le devolvía la mirada. No una mirada humana, sino esa forma mineral de los seres eternos que observan sin pestañear y sin prisa.
Y Jacinto, que nunca había temblado ni ante la muerte de su madre, sintió el corazón flojo como madera mojada.
—Oye, José… —dijo con voz baja—, ¿tú crees que la dama piensa? ¿Qué sabe que es la más valiosa, incluso más que el rey?
José no respondió. No porque no tuviera opinión —la tenía— sino porque las palabras se quedaron atascadas al escuchar un leve sonido: el agua de la fuente había cambiado de ritmo. Goteaba, como si repitiera una frase, un mensaje antiguo que solo la musa y las damas del ajedrez entendían.
Jacinto siguió mirando la pieza.
—A veces me pregunto… —continuó— si no será ella la que decide. Uno mueve la mano, sí, pero… ¿Quién mueve el pensamiento? ¿El jugador o la pieza?
Y la brisa, siempre cómplice, hizo un lazo entre el banco y la fuente, entre la dama en miniatura y la dama de piedra. En ese instante, José juró escuchar —muy bajito— el rasgueo de un arpa. Como si la estatua se inclinara a bendecir la partida.
Jacinto, sin darse cuenta, dejó de hablar mal de las mujeres desde aquel día. No por iluminación, ni por arrepentimiento, sino porque sospechaba que la dama —esa de ojos pintados con años— lo estaba vigilando. Y que quizá, solo quizá, llevaba siglos esperando a que un hombre descubriera lo evidente:
Que en el tablero y en la vida, la pieza que más se subestima suele ser la que sostiene el destino.
La partida terminó sin que ninguno de los dos recordara quién ganó. Pero la fuente siguió cantando. Y la dama, desde su cuadrado blanco, permaneció en una quietud que era casi un gesto de complicidad.
Dicen que desde entonces, cada atardecer, la musa inclina un poco el arpa hacia el banco, como si escuchara la opinión de los jugadores. Y que, cuando Jacinto coloca la dama en su sitio, ella parece sonreír. Apenas un suspiro de piedra.
Pero suficiente para alterar la historia.
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