El Paraíso de los Timoto-Cuicas
En lo más alto de la cordillera Andina, donde los vientos cantan antiguos secretos y los ríos dibujan caminos sagrados, vivía el pueblo Timoto-Cuica, descendiente de los sabios Chibcha. Su vida era un canto a la tierra: cultivaban con respeto, tejían con paciencia, y cada gesto estaba unido al ritmo de la naturaleza. Las montañas eran sus abuelos, el maíz su hermano, y el venado su guardián.
La comunidad vivía en armonía, como si el tiempo se hubiera detenido en un perfecto paraíso. Las casas de piedra y barro se alzaban entre terrazas verdes, y los niños corrían libres entre los cultivos, aprendiendo a escuchar el lenguaje del bosque. Cada día era una celebración de la vida, y cada noche, una ofrenda a los astros.
Una mañana, mientras el pueblo celebraba el ritual del sol nuevo —una danza que agradecía la luz y renovaba los pactos con los espíritus de la montaña de la Diosa Niquitao—, un extraño sonido interrumpió la música de los tambores. Eran pasos, pero no humanos. Eran pisadas pesadas, acompasadas, que venían desde el horizonte.
Los ancianos se detuvieron. Los niños se escondieron detrás de los tejidos. Y entonces los vieron: seres desconocidos, montados en animales de cuatro patas que nunca antes habían visto. Sus atuendos brillaban con metales, sus rostros eran pálidos, y sus ojos parecían buscar algo más que amistad.
El cacique Betijote, sabio y firme, se adelantó con dignidad. Levantó su bastón ceremonial y ofreció un gesto de amabilidad y sorpresa. No había miedo en su mirada, solo la certeza de que los espíritus lo acompañaban. Los visitantes descendieron de sus bestias, y uno de ellos habló en una lengua extraña, llena de sonidos duros y cortantes.
Aitana, la niña de los ojos profundos, estaba entre la multitud. Al escuchar aquella lengua desconocida, sintió un fuego en su pecho. Las palabras comenzaron a ordenarse en su mente como si fueran hojas llevadas por el viento. Sin saber cómo, entendía lo que decían.
Se acercó al cacique y, con voz suave lo llamo a parte y tradujo el mensaje de los visitantes. Decían venir en paz, querían conocer la tierra, compartir saberes. El pueblo los recibió con respeto, ofreciéndoles alimentos y abrigo. Pero Aitana, que no solo escuchaba palabras sino también corazones, sintió una sombra detrás de sus intenciones.
Esa noche, mientras todos dormían, Aitana se acercó al fuego sagrado. Miró las llamas y vio imágenes: cadenas, lágrimas, árboles caídos. Comprendió que aquellos hombres no venían solo a aprender, sino a dominar. Al día siguiente, habló con los sabios y les pidió estar atentos. Su don había despertado, y con él, la misión de proteger a su pueblo. Esta historia continuará…
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