No recuerdo, en verdad, en qué momento exacto comencé a caminar sin rumbo por Kabul. Quizá fue después de aquella noche en que el generador del hotel se apagó y la oscuridad quedó tan compacta que sentí el peso de mi propia respiración. O tal vez fue.. quizás antes, cuando me di cuenta de que nadie allá afuera esperaba ya mis mensajes, mis reportes, mis fotos torpes y mal enfocadas.
Estaba solo aquí, tan solo como un viento atrapado entre las montañas grises. Y sin embargo, al amanecer siguiente, abrí los ojos y la ciudad seguía allí, indiferente, hecha de polvo, hornillos callejeros, motos que pasaban como pequeños escorpiones mecánicos, y niños que corrían sin preocuparse por las bombas que habían estallado meses atrás.
Había venido a Kabul con la absurda idea —típica de un hombre que ya no sabe dónde pertenecer— de escribir un libro. No sabía muy bien sobre qué. Quizá sobre mí mismo, aunque eso me parecía vulgar. Tal vez sobre la ciudad y su gente, aunque sabía que tampoco podía entenderlos.
O podría ser… sobre esta especie de inquietud que se me había instalado en la nuca, como un insecto que no se podía espantar. Un cosquilleo, un hormigueo, una especie de mandato interior: sal y camina.
Y eso hacía.
Mis mañanas comenzaban siempre igual. Bajaba a la calle con el estómago vacío. El hambre me hacía sentir ligero, casi ingrávido, como si pudiera flotar por encima de la polvareda. Pasaba por el mismo puesto donde un hombre de barba rojiza vendía pan tandoor recién hecho; a veces me regalaba uno, otras veces fingía no verme. Yo seguía caminando. El pan caliente quemaba mis dedos, pero no me importaba. Todo Kabul ardía siempre, incluso en invierno.
A ratos el viento traía un olor amargo, mezcla de diésel y granadas detonadas hacía mucho tiempo. Otras veces olía a té dulce y a cardamomo. La ciudad era una contradicción aromática, igual que yo era una contradicción humana: un hombre sin propósito, que había venido a un lugar donde todos luchaban precisamente por preservarlo.
Una mañana, mientras cruzaba el puente Pul-e-Surkh, vi una humareda que se levantaba al final de la calle. No era nueva; Kabul siempre tenía humo, como si la ciudad respirara por heridas abiertas. Pero esa mañana el humo me recordó el aroma a resina quemada que sentí de niño cuando mi padre encendió una fogata en la montaña. Me detuve. De pronto, un impulso me llevó a imaginar que si me acercaba lo suficiente podría encontrar algo parecido a aquel momento de mi infancia: quizás una verdad sencilla, una explicación, un punto de partida.
Me acerqué.
No era más que un montón de chatarra ardiendo frente a un taller. A su alrededor, cuatro hombres calentaban las manos. Uno de ellos me miró con una expresión que no supe descifrar. ¿Desdén? ¿Curiosidad? ¿Lástima? Con los extranjeros es difícil saberlo. Me acerqué demasiado, tanto que las chispas me rozaron la cara.
—Bale, bale! —gritó uno.
No supe si era una advertencia o una invitación. Retrocedí.
A veces pienso que no era Kabul el que me hablaba, sino mi propia cabeza, y que yo interpretaba todo como señales. Hamsun habría entendido esa clase de delirio. Cuando uno camina con hambre y sin dinero suficiente, el pensamiento empieza a funcionar como una especie de lámpara oscura: ilumina pero de modo distorsionado, muestra figuras que no existen o las exagera hasta volverlas amenazantes.
Yo mismo había comenzado a escuchar pequeños diálogos en mi mente. No voces, no; no estaba loco. O al menos no más que cualquiera aquí. Eran más bien réplicas imaginadas, ecos. A veces respondía en voz baja. Nadie en Kabul se sorprende ya de nada.
Una tarde, mientras caminaba sin rumbo —la luz anaranjada cayendo sobre los minaretes, las montañas envolviendo la ciudad como un puño enorme— entré sin querer en un barrio donde nunca había estado. Las casas eran de barro claro, pequeñas, retorcidas. Cabras famélicas caminaban libres. Unos niños me miraron desde una puerta. Me pareció que reían de mí. Bajé la mirada.
Y entonces la vi.
Una muchacha con un cuaderno bajo el brazo, sentada en un escalón de piedra. Sus manos finas sostenían un lápiz. Me observó con un gesto neutro, como si yo fuera una nube que había tomado forma humana. Yo, que llevaba semanas vagando sin que nadie me dedicara una mirada limpia, sentí que aquel instante tenía algo extraordinario.
—¿Estudias? —pregunté en inglés.
La muchacha ladeó la cabeza. No entendía. Repití la pregunta en dari, chapuceramente. Ella sonrió apenas; una sombra de sonrisa, más bien.
—Naam. Farsi. —me dijo. Mostró el cuaderno.
Tenía ejercicios de caligrafía y algunas líneas de poesía copiada. Reconocí unos versos de Rumi.
Nos quedamos un momento así, en silencio. La calle estaba casi desierta, salvo por los murmullos de las casas y un lejano ruido de motor. Me senté en el escalón de enfrente. No supe por qué lo hice. Quizá buscaba una pausa, una señal, un refugio.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté.
Ella señaló su pecho con timidez.
—Laila.
Asentí. Me presenté. Ella repitió mi nombre con torpeza, como si estuviera probándolo.
No hablamos mucho más. No sabíamos cómo. Pero por primera vez en semanas sentí algo parecido a la calma. Una calma tenue, delgada como el humo que subía por la chimenea de una casa cercana. Laila dibujó una línea con el lápiz, luego otra. Yo simplemente la miré y pensé: tal vez este es mi libro. No Kabul, no la guerra, no el hambre. Ella. O mejor dicho, ese instante con ella.
Regresé al día siguiente, pero Laila no estaba.
La calle estaba igual, pero sin su presencia parecía un decorado vacío. Me quedé sentado esperando, quizá una hora. Un niño me arrojó una piedrecilla desde una esquina. Otros rieron. Me levanté y me marché.
A partir de entonces empecé a regresar todos los días. No tenía nada más que hacer. El dinero se me iba acabando; apenas podía pagar el hotel. Caminaba cada vez con más lentitud, sintiendo las piernas flojas. Y sin embargo volvía a aquella calle, como si en ella hubiera un hilo invisible que se agarraba a mis pasos.
Un día, cuando ya estaba por rendirme, la vi aparecer por detrás de una casa. Llevaba el mismo cuaderno. Me saludó con un gesto tímido. El corazón me dio un vuelco absurdo. Me senté en el mismo escalón y le mostré unas palabras en mi libreta. Estaba intentando aprender farsí. Ella rió de verdad —no una sombra de risa, sino un destello luminoso— al ver mis errores.
Durante varias tardes hicimos lo mismo: yo mostraba una palabra, ella la corregía. A veces dibujaba algo. Ella respondía con un dibujo propio. No sé por qué me hacía tan bien. Tal vez porque en su simplicidad había algo puro. Un alivio.
Pero la ciudad no perdona ternuras. Nunca lo ha hecho.
Una tarde llegué y un grupo de hombres charlaba en voz alta. Había un nerviosismo extraño en el aire, como cuando se avecina una tormenta. Nadie sonreía. Pregunté por Laila. Un anciano me miró con dureza y negó con la cabeza.
—No volverá. —dijo en inglés rudimentario.
—¿Por qué?
El anciano miró hacia las montañas y escupió al suelo.
—Se fueron. Familia… problemas.
No quiso decir más.
Me quedé allí, de pie, sintiéndome ridículo. Empecé a caminar sin rumbo otra vez, como había hecho al llegar. Kabul parecía más grande ahora, más ruidosa, más hostil. Tal vez no había perdido nada —no tenía derecho a pensar en pérdidas—, pero el vacío mordía igual.
Esa noche el generador del hotel volvió a fallar. Me quedé a oscuras. En la habitación caliente, con el zumbido lejano de la ciudad entrando por la ventana rota, pensé en irme. Abandonar Kabul, abandonar todo. Pero mis pies no querían moverse.
Al amanecer salí a caminar. Como siempre. La ciudad despertaba envuelta en un tono rosado, como si el sol la pintara desde adentro. Sentí el hambre oscura que me acompañaba cada mañana, pero esta vez no me molestó. Era un recordatorio: mientras uno sienta hambre, está vivo.
Caminé sin rumbo hasta el puente Pul-e-Surkh. El río discurría lento y sucio. Vi pasar a los niños, las motos, los hombres cansados. Y pensé en Laila, en su cuaderno, en sus líneas torcidas de poesía.
Una frase de Hamsun me cruzó la mente, alterada por mi situación: A veces, la vida es sólo caminar detrás de algo que nunca se deja atrapar.
Me apoyé en la baranda del puente y observé el agua turbia. Por primera vez en mucho tiempo, no pensé en futuros ni en pasados. Sólo en el instante. En el polvo de Kabul, que se metía en la ropa, en la garganta, en los sueños.
Y entonces sonreí. Una sonrisa leve, casi imperceptible.
Porque entendí que no estaba perdido.
Sólo estaba caminando.
Y mientras uno camina, algo —aunque sea diminuto— siempre puede encontrarlo.
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