En mi pueblo las campanas siempre habían sonado. Se escuchaban desde la torre de la iglesia a cualquier hora del día: al amanecer, para avisar de misa; al mediodía, cuando los hombres volvían del campo; y al anochecer, cuando las familias se reunían en sus casas. Para mí, que tenía doce años, aquellas campanas eran como el corazón del pueblo.
Cuando repicaban fuerte, sabíamos que había boda o bautizo. Cuando lo hacían despacio, era porque alguien había fallecido. Pero lo normal era escucharlas alegres, acompañando la vida diaria y las fiestas. Eran la música de nuestras vidas. Un sonido tan nuestro que parecía que nunca se apagaría.
Hasta que un día callaron.
Era pleno verano de 1936. El calor era tan fuerte que parecía que se podía cortar el aire con un cuchillo. Yo pasaba las tardes jugando en la plaza con mis amigos, descalzo, con los pies llenos de polvo. Las mujeres charlaban sentadas a la sombra de las puertas, abanicándose y comentando lo que pasaba en el pueblo. Los hombres, sudados del campo, bebían agua fresca y suspiraban mirando el cielo azul. El olor del pan recién hecho llegaba desde las casas, y las gallinas picoteaban en los corrales. Todo era normal… hasta que dejó de serlo.
Los mayores empezaron a hablar en voz baja, como si tuvieran miedo de que alguien los escuchara. Los corrillos se rompían al acercarse alguien desconocido. En casa, mi madre estaba nerviosa, con los ojos siempre rojos.
—Miguel —me decía—, no preguntes nada en la calle. Quédate en el corral y no te alejes.
Yo no entendía nada, pero sentía que algo malo estaba pasando.
Mi abuelo Antonio fue quien me lo explicó mejor. Una tarde caminamos juntos por la plaza. Señaló la torre de la iglesia y me dijo:
—¿Ves esas campanas, Miguel? Siempre han sonado en este pueblo. Pero ahora callan. Cuando las campanas se callan hijo, es que el miedo habla por nosotros.
Yo lo escuché en silencio. No entendí todo, pero sus palabras se me quedaron grabadas.
Antes de la guerra, el abuelo me contaba historias de los primeros colonos que fundaron el pueblo. Me hablaba de cómo llegaron desde tierras lejanas llenos de esperanza, y de cómo habían traído costumbres que aún celebramos, como los huevos pintados en Semana Santa. Me imaginaba a aquellos hombres y mujeres levantando casas blancas, sembrando trigo, olivos, y creando el pueblo con sus propias manos. Caminaban por las mismas calles por las que yo corría descalzo con mis amigos.
Me contaba de la feria, con caballos adornados y música de guitarras que sonaba hasta altas horas de la noche. Los niños corríamos detrás de las cabras, jugando a las escondidas entre las calles recién pintadas. Las mujeres reían mientras vendían dulces o frutas en pequeñas mesas improvisadas. Todo eso desapareció de golpe.
El pueblo se fue apagando poco a poco. Personas que siempre se habían saludado dejaron de hablarse. Algunos vecinos desaparecieron. Las calles estaban desiertas al caer la tarde y hasta los perros parecían ladrar menos. La plaza, que siempre había sido lugar de risas y juegos, se quedó muda.
Recuerdo tardes intentando jugar al escondite. Apenas empezábamos, escuchábamos pasos y voces extrañas. Corríamos a escondernos de verdad sin risas. Yo sentía un nudo en la garganta. Pero luego cuando pasaba el peligro, compartíamos una manzana entre tres y nos echábamos a reír bajito. Aprendí que incluso en medio del miedo, los niños buscamos la forma de seguir siendo niños.
Aun así, había gestos de esperanza que no se olvidan. Doña Carmen repartía pan entre las familias que no tenían. Mi tía María cosía mantas con lo poco que encontraba, diciendo que todo abrigo servía. Los muchachos mayores cuidaban de los pequeños como si fueran hermanos. El miedo estaba en todas partes, pero también la solidaridad.
El campo se convirtió en refugio. Yo acompañaba al abuelo entre los olivos y miraba cómo el sol se escondía tras ellos. Allí el silencio era distinto, no daba miedo, era un silencio de cigarras y viento… Aprendí a mirar los surcos del trigo, a distinguir el canto de los pájaros y a sentir que los árboles eran testigos de todo. Pensaba que los olivos guardarían la memoria de esos días.
Había noches en que el pueblo parecía contener la respiración. Nadie encendía luces fuertes ni cantaba. Yo me quedaba despierto escuchando crujidos, algún ladrido lejano, algún disparo perdido en la distancia. En medio de ese miedo, buscaba consuelo en los recuerdos: las mujeres cantando mientras lavaban ropa en el arroyo, los niños corriendo detrás de las cabras, el olor del potaje que salía de las cocinas…
La Navidad de ese año fue extraña. No hubo hogueras ni cantos. Mamá encendió una vela y cenamos en silencio. Para no olvidar lo nuestro, pinté un huevo con los colores más vivos que encontré. Lo escondí bajo mi cama, como un secreto. Sentía que aquel huevo guardaba la alegría que nos habían robado.
Pasaron semanas, luego meses. Y luego un año. Todo parecía detenido. Pero el pueblo seguía allí, con sus casas blancas, sus callejuelas estrechas y sus balcones con macetas llenas de flores. Los vecinos empezaron a mirar con más cuidado, a hablar bajito de sus recuerdos, a recordar cómo eran los bailes en la plaza, las canciones de los mayores, el olor del pan recién hecho, el sonido de los olivos al viento.
El tiempo se hizo eterno. Pero un día mi padre regresó. Entró por la puerta, delgado y cansado, con los ojos llenos de recuerdos. Corrí a abrazarlo y sentí que me devolvía la vida. No hicieron falta palabras esa noche. Bastaba con tenerlo de nuevo en casa.
Unos meses después, las campanas volvieron a sonar. Al principio bajito, casi con vergüenza. Luego repicaron con fuerza, despertando al pueblo entero. La gente salió a las puertas, se abrazaba, lloraba, reía. Era como si todo lo que habíamos callado se soltara de golpe en aquel sonido.
Poco a poco volvieron las fiestas, los juegos en la plaza, las mujeres sacaron sus sillas otra vez a las puertas para charlar al fresco. La feria de septiembre volvió con sus caballos, luces y cánticos. Los huevos pintados se celebraron de nuevo, con los niños corriendo entre las casas encaladas, buscando los mejores escondites. La alegría volvió poco a poco, pero nada era igual. Cada repique de campana traía la memoria de lo que habíamos vivido: los que no regresaron, los que se quedaron en el camino, los silencios que nos marcaron.
Yo crecí con esas memorias. Aprendí que la guerra puede arrebatarnos la alegría, las canciones y hasta el sonido de las campanas. Pero nunca podrá borrar nuestras costumbres ni la fuerza de la gente del pueblo.
Hoy, cada vez que escucho las campanas, recuerdo a mi abuelo:
“Cuando las campanas callan, es que el miedo habla por nosotros.”
Por eso escribo esta historia. Para que no olvidemos lo que pasó en nuestro pueblo. Para que sigamos cuidando nuestras fiestas, nuestras tradiciones y nuestra manera de vivir. Para honrar a nuestros antepasados, que levantaron estas calles, trabajaron la tierra con sus manos y resistieron en los momentos más duros.
Mi pueblo no es solo un lugar; es nuestro hogar, nuestra historia y nuestra memoria. Cada calle, cada plaza, cada olivo y cada sonido de campana es un recuerdo de quienes vinieron antes que nosotros y nos enseñaron a luchar, a celebrar, a mantener viva la alegría incluso en los peores tiempos.
Lo que tenemos es valioso. Nuestro pueblo, nuestras tradiciones, nuestra gente… todo eso es un tesoro que debemos proteger, recordar y transmitir. Que nunca falte la memoria, que contemos siempre nuestras historias y que jamás volvamos a vivir en silencio.
Qué el pueblo siga vivo, fuerte y orgulloso, en nuestros recuerdos, en nuestros corazones y en todo lo que hacemos. Que cada repique de campana nos recuerde quiénes somos, de dónde venimos y lo mucho que hemos conseguido juntos.
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