EL TRAJE AZUL (LOS DIOSES RENCOROSOS)

Es domingo, es hora de visita, porque es de tarde y son las tres y don Pedro Chalco no aparece más.

Corre por calles, sus pies desnudos repasan jirones y avenidas, como si recibiera secretamente órdenes en sus oídos o que fuera arrastrado por una soga sujeto en un extremo con un narigón, esos anillos de acero que se insertan en las narices de las reses para guiarlas por algún camino.

Pedro entreabre sus párpados, le falta energía para sostenerlos en el tiempo, el color del desierto apenas surca por el rabillo de sus ojos. Persiste un saco azul en su memoria, un reloj de manecillas fosforescentes le cuelga rendido, es el mismo que radiaba infantil en la oscuridad, el que le ajustaba elegantemente la muñeca cuando lo estrenó con su primer sueldo de cajero en el Banco de la Nación de la ciudad de Ica, ahora agoniza.

Cada vez que cruzaba frente al escritorio de la señorita Sonia, la secretaria de gerencia, su mano izquierda no dejaba de convulsionar graciosamente como maraca de brujo, para que la niña – recluida en cuerpo de bailarina caribeña – notase el brillo del enchapado dorado de su brazalete, pero lucirse como galán de abultada billetera en una ciudad de ese tamaño, había que ser caído del catre para creer que estaba bien leerse las manos entre gitanos.

Un pegajoso sudor inunda su camisa blanca, como las paredes del malecón en marea alta, cuando las aguas trepan ágilmente para ahogar las arenas de cuarzo de las playas de la península de Paracas, distante algo más de ciento veinte kilómetros. A Pedro Chalco le fueron creciendo hilachas en los puños y cuello de su camisa, parodiando los pelos que exhibían sus antebrazos y pecho por herencia familiar. En épocas escolares sus compañeros de carpeta se los arrancaban por mechones, martirizándolo con gruñidos y chillidos copiados de las antiguas películas de Tarzán y la mona Chita.

El presuntuoso reloj lucía de capa caída por los agobiantes correteos que era sometido, los muelles de la pulsera que sirvieron originalmente para templarlo firmemente a su piel se fueron llenando de un amasijo viscoso de arena y sudor, pero en especial, esa flacidez moribunda, respondía a la noticia que el gordo cincuentón, la noche anterior, el jefe de la agencia bancaria, había comprometido en matrimonio a la señorita Sonia, apoderándose visiblemente de sus caderas de burrita.

El dolor de esa noticia fue en su pecho un filoso puñal, las invitaciones impresas que circularon por la oficina confirmaban el adelanto de derechos que presumía el gerente con sus melosos besuqueos, recorriéndole el cuello, sujetándole firmemente la entrepierna, atravesando sus codiciosas manos los escotes de su vestido, lo hacía repetido como con una vigorosa espada, este ejercicio de prestidigitación lo ejecutaba el gerente con la puerta abierta de su oficina privada, lo hacía en cada visita a la que acudía la señorita Sonia a lo largo del día para el dictado de cartas dirigidas a la oficina principal en la capital.

Estas imágenes perturbadoras viajaron por la cabeza de Pedro como reguero de pólvora, cocinándole los sesos, sufriendo con sus propios ojos, el cegador resplandor del visible anillo de compromiso que conectaba el esbelto dedo anular con el azucarado corazón de la señorita Sonia. Así era, la adorable Sonia, por la que babeó tantas veces, por la que plantaba sus codos en el escritorio y sostenía entre sus dedos una cara de idiota.

En la celebración del compromiso nupcial, ella mostró en alto el brillante engastado en ese anillo de oro blanco, para que lo viera medio planeta, un proyectil de fina orfebrería que le hería el corazón, atropellando su sobrecito de quincena, sabiendo que no hubieran sido suficientes para comprar algo así, ni cuatro quincenas, qué ni cuatro, ni ocho, como para enrostrarle lacerante la estrechez de sus bolsillos y encima tener que soportar las miradas oblicuas de los ojos de sus iguales de la oficina, compadeciéndolo vivamente.

Era para todos conocido el patrimonio de Pedro Chalco, su heredad apenas la sostenía bajo las axilas, tenía registrado en las oficinas de registros públicos la propiedad de un tercio del solar que compartió con sus dos hermanos de toda la vida, hasta cuando fueron diagnosticados con serias anomalías mentales y obligados a habitar el flamante Hospital Nacional para Alteraciones Siquiátricas sede Ica.

A su hermano mayor lo internaron hace cinco años, al intermedio apenas dos. Los pacientes ingresaban a ese hospital de dos maneras, la primera acompañados de sus familiares, obligándolos a periódicos aportes dinerarios, la segunda y más frecuente fue cuando los -loquitos- eran cazados deambulando sucios por pistas y veredas, inmunes a toda clase de enfermedades mortales, también a ser atropellados por toda clase de vehículos, hiriendo las pupilas de las señoras al mostrarles sin pudor sus profusos vellos púbicos. Los locos son fáciles de identificar, no tanto de cazar, se sabe que no cargan en sus rostros sonrisa alguna, ni tampoco vergüenza por andar exhibiendo sus testículos en el atrio de la catedral.

La casa de los hermanos Chalco conocida como la más cercana a las dunas del desierto y por lo tanto la más alejada de la plaza de armas, la heredaron de su abuela materna, ella la mandó construir a su gusto y dirección, pero nunca cercó su patio trasero.

“¿Para qué?” -decía ella – “¿Quién nos va a invadir?”

Expresión de esa obra inacabada fueron los adobes amontonados regados y dispuestos al azar contra los muros del patio. Cuando le preguntaban por ellos o por el cerco inconcluso ella los callaba ágilmente, tapiándole las bocas con sus dedos resecos, “shhhhhh les decía no son adobes, son almohadas, en madrugadas, las almas en pena ponen allí sus cabezas y puedan soñar, así no se meterán en nuestros asuntos, ni nos dejarán sembradas nuestras carnes con alguna porquería y terminemos jodidos vagando como ellas”. “Ese patio estará bueno para hospedar cuervos, pero muertitos, yo no los quiero” –concluía-. La sarta de adobes quedó como altar de pacotilla, con la misma muerte de la abuela el año último, quedaron congelados, sin que nadie se atreviese a retirarlos.

Llegada la media noche en el velatorio de la abuela, con el anuncio del agotamiento de los suministros, se armó la pelotera en la sala de la casa, borrachos luchaban contra recién llegados arrebatándose la última botella de aguardiente, de las palabrotas pasaron directamente a los puñetes, después a las patadas, la insólita batalla sucedió alrededor del cadáver expuesto de la abuela, concluyendo festivamente el evento con la evacuación a varazos a manos de la policía; con ellos también se despidió una comunidad de alacranes que hasta entonces dormían discretos bajo los adobes del patio. Huyeron escondiendo bajo sus tórax aplanados afiladas colitas narcóticas. Sus lomos oxidados mancharon brevemente el amarillo del desierto, resbalaban sus espinosas patitas agitando las arenas, granitos lanzaban por los aires para después verlos aterrizar como lluvia de estrellas. En la distancia, sus pinzas erguidas batían, negando lo que no fue posible descifrar y el cielo no hizo enmendadura alguna.

Por aquel tiempo el sol rebotó sobre la sábana del desierto, se incendiaban espontáneas en rincones yerbas y alimañas, también inocentes arañas, las que dormían abrigadas en el centro de sus telas, allí donde las propietarias el día de sus bodas viajaban frenéticas de extremo a extremo, pareciendo tocar finamente el arpa con sus largas patas, una vez consumada la danza nupcial, las hembras se comían al novio de cuerpo entero y con eso, adiós a los cuernos para toda la vida, finalmente al planeta entero esas historias le importaba un rábano, como para decir, las dunas hacen muecas a diario y qué.

Al oscurecer, flotó soberbia la luna llena, imitaba las linternas voladoras hechas de papel de arroz, las que viajan por los cielos de la China para atrapar la buena suerte de las estrellas más distantes. Es el escenario, una visión de la arena, el lenguaje cifrado del viento dibujando, cuando los temores juegan naipes en el desierto. El viento bohemio por última vez trazó cuadros ópticos en la lejanía, el amanecer no brindó imagen distinta, un alfabeto reconocible para entender por ejemplo los vínculos de sangre entre los cálidos lomos de los dromedarios y las dunas trashumantes.

Un hombre que corre en el desierto se vuelve insignificante, se desintegra, pulveriza, se desvanece con cada paso, pierde su dignidad a zancadas, entonces no encontrará agua, ni palmeras datileras en su camino, solo un paisaje trunco, vacante, un oasis incompleto forcejeando con esos dulces recuerdos que guardamos cuando niños, de películas de bereberes azules y de lánguidos camellos cargados de sedas y bellas doncellas con sus rostros y ombligos adornados de orfebrería, y cubiertos de tules. Los desiertos son esos lugares donde las creaturas adquieren ingravidez, donde no echan sombras, cada segundo se evaporan las huellas que sembraron, como sucede en la memoria de los días felices, cuando a uno se le da por ponerse triste.

Pedro despierta, arden sus nalgas, está directamente sentado en el arenal, frente a sus ojos de monolito de piedra emergen de la nada tres robustas construcciones, se levantaron sólidamente formando una plaza sin poder hacer nada por detenerlo, quedó contenido en ese espacio, revisa su reloj, el tiempo anda trabado, el viento es un enorme silbato llevándose por los aires el andamio que soporta sus pies. Sus zapatos gastados se perfilan encorvados, sus pantalones se agitan como el velamen de las barcazas al abandonar la península, son los vientos de agosto, enérgicos, los que él enfrentaba con postura bizarra, como mitológico titán, como pieza sagrada enfrentando a los dioses.

Entrecierra sus ojos, ahora el viento amaina, aparece un hombre, muestra una musculatura abultada, sus manos y torso pintados con el color de la herrumbre, solo el sol en estos parajes pigmenta con ese furioso óxido de hierro, como el color de los aceros de los trenes, cuando los dejan abandonados en galpones, huérfanos a su suerte, cuando sus tristes mecanismos deshojan sus pieles con el encierro.

Todo está detenido, como el mar entre las olas, como entre latido y latido. El extraño mira directamente, sus ojos son de vidrio, cargan esa expresión de peces recientemente muertos. Sin decir sílaba alguna y de un solo salto le arrebata su saco azul, desaparece después, llevándose esa ropa donde descansaron sus cabellos por un tiempo incalculable, sus mechones de carnero pobre, fueron los días cuando trotaba sin descanso por las veredas de la ciudad, como perro sin dueño, sin rumbo ni calzoncillos.

El hombre que corre resopla una vez más, le llega el medio día, está en el medio de la plaza, pero no de cualquier mediodía, de los endiablados medios días de aquí, los que cocinan doblemente los lomos, como si dos soles estuvieran viajando uno detrás del otro, como si hubieran nacido anudados. Las tejas de arcilla parecen sangrar incesantemente.

Sus ojos color caramelo, perciben la mirada severa de un solar provincial, lleva portada de maderos y sillería de piedra, los muros están vestidos con un austero empastado, una dignidad misteriosa, un halo de perniciosa dominación subordina sus recuerdos, es que alcanzan nuestras emociones infantiles, tiempos cuando Pedro dormía aterrado en su dormitorio, el del final del corredor de la casa, ese espacio que compartía muro y propiedad con las dunas, el que recibía los vientos del desierto, los que azotaban las noches de agosto.

La arena se iba filtrando por cuanto resquicio hubiese entre marcos y ventanas, los granos uno a uno iba ocultando el altarcito del Señor de Luren, que no era más santo que la versión tostada del Cristo crucificado. La imagen se estuvo ennegreciendo gracias al hollín de esas velas que sembraba la abuela en los picos de las botellas vacías de aguardiente. Las velas en verdad en ese lugar no se derretían, lagrimeaban doloridas por la imagen sufriente que tenían al frente. La abuela nos repetía que ese altar en el extremo del corredor, lo había plantado adrede, para protegernos de los espíritus de antiguos fugitivos, los que pueblan las noches sin luna, los que se aproximan, los que tantean con sus uñas alargadas y atraviesan ventanas y paredes, distinguiendo con gran virtud la sequedad de las gargantas de los cobardes.

Los temores nacen al borde de la cama, lo supimos siempre, en esa frontera donde parecen dormir acompañándote las cosas espantosas que nos contaba la abuela al apagar su antigua radio a tubos, esas cosas que te andan espiando todo el tiempo, suspendidos sus cuerpos en el aire, esperando el momento que se te ocurriese cerrar los ojos. Esas entidades son en verdad reflejos de viajeros de otras dimensiones, los que intentan alejar los chamanes en mesadas de los viernes, cuando azotan persistentes los muros con varas de madera de huarango, agitando el aire a su alrededor, para que no hagan más daño, espantándolos como a los cuervos. En las plantaciones, apuran sus partidas, dándoles de porrazos a sulfurosos demonios, golpeándolos repetidamente, como a las caderas de burros flojos. En madrugadas los brujos soplan antiguas flautas exhumadas de huacas, de entierros funerarios, flautas elaboradas de huesos de aves y de las blancas tibias de antiguas gentes.

Los ojos del hombre que corre están congelados, quedaron embobados, imantados a los detalles de la cerrajería de las puertas que se le aparecen. Pedro está ahora frente al ingreso, el que dispone de solo tres peldaños de roca pizarra en su portada, de un solo portón, donde todo visiblemente se descascara. Los ojos de cualquier observador impiden que el solar desaparezca convertido en un espejismo, aun cuando los muros están claramente pintados con óxidos colores ocres y naranjas, recuerdan las faldas de los cerros, esos cerros que en la distancia anuncian el camino a la serranía, yendo por quebradas donde duermen escondidos animales solitarios.

Al traspasar el dintel, aparece un espacio a doble altura, es el vestíbulo de ingreso, junto con la segunda planta son abrigados por un único techo, un techo vestido con calamina roja, irradiando un calor desmesurado, era el mismo calor que solía dolernos de niños, que nos hacía bucear apurados dentro de la cisterna del barrio ahogándose nuestras nucas en el griterío.

Traspuesto el umbral, una escalera obesa inunda el primer nivel, sus peldaños están flanqueados por pesadas barandas torneadas y rechonchos balaustres, invitando al ascenso de gigantes emisarios acompañados de sus nobles cabalgaduras. Pero esto nunca había sucedido, era visible que ese piso permaneció por décadas vestido pulcramente con un fino velo de polvo, como si dulces niñas lo hubieran tamizado con cribas de seda, con esos tules que alguna vez cubrieron sus rostros en la primera comunión o para sus cándidas noches de bodas, escondiendo por ratos sus virginales vientres de porcelana.

Una neblina blanca y viscosa trepa los pasos de la escalera invitando alcanzar los cielos. Donde Pedro apoya la mirada, allí está la eternidad recordándole que también ese espacio es dominio ajeno. Una vez arriba, una sola habitación del mismo ancho que largo, una sala de espera, sólidos muros empujándose entre sí, adosados tres sofás de cuero marrón, pesados, inamovibles, agrietados y vacíos, contagiados de esa sequedad local que hacía sangrar las bocas de las bestias, ni puertas ni ventanas.

¿Quién podría dar testimonio del vacío del lugar? Pues, cualquiera, hasta el hombre que corre podría hacerlo, pero ahora él se encuentra atravesando linderos de una realidad alterna, distante. Cuando cruzamos fronteras volviéndonos inalcanzables, habitamos territorios donde no hay registros ni senderos de llegada, ni portales que trasponer, ni siquiera con el amoroso salvoconducto de un abrazo.

Pedro está presente en un lugar que solo es posible visitar en sueños, cuando el guion lo escribe otro y nuestra voluntad suprimida. La atmósfera que está respirando en ese momento le recuerda las historias de aparecidos de la abuela, ella relataba cómo se le iban erizando los vellos en brazos y piernas, cuando estaba obligada a pasar por los frentes de esas casas prohibidas en la provincia donde habitó su infancia, donde decían persistían las rutinas de muertos todos los días, donde una y otra vez de madrugada las almas continuaban recorriendo en círculos, duplicando caminatas y movimientos, impregnando los objetos cotidianos y para siempre con esa miasma extraída de otra parte, extraña de este mundo, inyectando, empapando, de manera que al contactar con ellos podía quedarse uno paralizado, muerto en vida.

Aparece una fotografía, está dispuesta centralmente, está enmarcada, es de color sepia, no hay duda, es la imagen de un poderoso, el que obliga, el que ordena y quiebra toda duda, es la fotografía del amo, de quien procede toda fortaleza, fuente del sometimiento, irradia su ira a todo lo que encuentre a su rededor, como si de la imagen emergieran afiladas espadas, las que estuvieron esperando todo el tiempo del mundo la llegada de Pedro para justificar su propósito.

La fotografía dispone de marco, es moldurado, enchapado con delgadas platinas de bronce, el óxido rugiente, lo ha privado de su brillo inaugural, es por la soledad. La fotografía esgrime el rostro y tórax de un soldado del siglo diecinueve, uniforme, quepís y abundantes medallas cubriéndole el pecho, recuerdan conchas de abanico dispuestas ordenadamente en la orilla de una playa, recuerdos de caudillos, somnolencia por todas las muertes que debió ocasionar sin provocarle el menor lagrimeo. De sus ojos, órdenes, furia desde su sombra congelada en aquellas paredes desahuciadas.

Treinta zancadas dio para huir, apenas para alcanzar una porción respirable bajo el cielo. Esta vez una extensa barraca le aparece transversal, hay un cartel, tiene letras en bajo relieve se lee: Penal (solo para) Mujeres, un único ingreso reparte el extenso muro en dos porciones iguales. Dos pesadas hojas abren de par en par, son de un metro cada una, fueron construidas con madera rústica, rematan al juntarse dibujando un arco de medio punto, las puertas están reforzadas con planchuelas de hierro, fijadas con clavos forjados de cabezas cuadradas. Siete escalinatas de piedra invitan, conducen, bajan a un espacio largo violento, oscuro, modestas claraboyas rocían pinceladas de sol, como para reconocer lo sórdido del pabellón y no permitir que la oscuridad total albergue la ilusión de la duda. Sus pupilas se acomodan a la negrura del descenso, se van dibujando aristas de cientos de cajas metálicas dispuestas como féretros erguidos, ordenados perversamente en filas y columnas.

Las cajas muestran pequeñas ranuras rectangulares practicadas con rigor. Ojos enrojecidos en el interior de cada una, luciérnagas que iluminan al visitante, – ¿Quién es ese hombre desnudo? -Gritan en coro-. Humores de vejez en el aire, nostalgia en las paredes de adobe, herrumbre en las bisagras de las puertas. Desaparecido el sol, el escenario apareció deslumbrado, cargado de tantas presencias.

Los encierros son favorables para pensamientos, decía el hombre que corre, apocando su voz, secreteándose a sí mismo, la rutina diaria de la oficina del Banco de la Nación le enseñó que eso era posible, sucedía en la temporada cuando el río se desbordaba sobre calles y avenidas, la gente andaba ocupada drenando el agua de sus solares y no pisaban para nada la agencia bancaria, cuando el tiempo sobraba, cuando llovían mil voces con preguntas inútiles atormentando sus sienes, golpes agudos de minúsculos martillos en sus sienes, retornando las imágenes del día del vergonzoso incidente cuando se le nublaron los ojos, el día que cayó al piso como un pájaro muerto y encima tenía que ponerse a convulsionar, en la mismísima oficina de la secretaria del gerente, de la bella Sonia, por la que babeaba como un brioso caracol.

En la oscuridad del reclusorio pensó: “Mañana guardias armados con armaduras lustrosas abrirán las puertas, al verme, dispararán tableteando rabias contenidas, quedando los cañones de sus armas derritiéndose torcidos y todas mis partes quebradas con tanto dolor”. “Voces aullarán reclamando: ¿Quién carajo era ese hombre para andar desnudo, entrometiéndose en carcelerías ajenas?” Por la mañana se abrieron puertas, no hubo soldados, solo los vientos de temporada, los que hacían dar volteretas las colas de las vacas nublando los vidrios de las ventanas. Tormenta en las arenas, el hombre que corre lleva cubierta su nariz y boca, nadie preguntó, no tableteó nada, tampoco hubo muertos.

Al despegar las manos de su cara, Pedro asistió nuevamente sentado, era dueño de la plaza, de esa plaza en el centro del mundo. Fue un día brillante, luminoso, feliz, hasta que unas ásperas manos sujetaron sus hombros, atiesando sus piernas, eran del ladrón del saco azul plantándole otra vez sus asquerosos dedos. En lucha desigual le atinó un puntapié en la mandíbula, haciéndole girar el cuello hasta completar una vuelta. De esa nariz floreció una gota carmín que no tardó en enterrar ágilmente en un pañuelo, terminando en el fondo del bolsillo, agregando en el aire seguidamente una risa compasiva, ridícula.

Pedro, el hombre que corre, no entiende más, se le hizo un borrón la cabeza, recuerda solo que es un Chalco y que es el menor de tres hijos de padre y madre, esos padres que les repitieron en voz alta a la hora de dormir que los tres serían el futuro del país, esperanza para la humanidad.

Pedro, su cuerpo detenido, inducido al silencio con un trapo, es de color azul, entonces gira la cabeza, voltea la vista a la barraca, distinguiendo en los muros pintados, dos veces seis cifras del tamaño de un zapato, como código de aviones, como enigma de pirámides y loterías, nuevamente con esa voz de secreto se dice: “si resulta una pesadilla y despierto, ni me acordaré de tantas cifras”. Resplandeció impecable el solar provincial que tenía al frente, en la dirección de sus muros se extendieron huellas carreteras que penetraban en una vía sobre la que una cuadrilla de obreros, sembraron alguna vez un poste, adosada una plancha metálica, la señal carretera que anuncia con una flecha negra: A ICA.

Pedro el hombre que corre está tendido, ya es el día siguiente, sus manos y brazos permanecen inmovilizados como tablones de madera, como durmientes para rieles de tren, porque esta vez son dos hombres los que lo amarran firmemente a una cama pintada de blanco, usan hebillas y gruesas cintas de lona para domarlo.

El ingreso de Pedro al hospital ratificó cabalmente el pronóstico siquiátrico registrado una década atrás, el galeno auguró que algún día los tres hermanos compartirían el mismo espacio de reclusión, hoy se ha cumplido, fue solo un asunto de tiempo, meses más, meses menos.

A partir de este momento los hermanos mayores Chalco esperarán inútilmente la llegada de Pedro por el corredor que comunica la entrada del hospital con las salas de visita, él y sus hermanos compartirán comedor y retretes, aunque nunca puedan reconocerse, porque Pedro estará vestido con el mismo uniforme azul que ellos, no identificarán jamás en él a su hermano menor, porque el hermano que ellos creen tener, llega siempre de visita los domingos, en punto de las tres, llevándoles biscochos de almendras y dátiles, lo extrañarán en sus ojos cada domingo cuando no aparezca en la festiva fila de visitas y nunca jamás aparecerán en el aire sus brazos extendidos.

Hoy es domingo, es hora de visita y son las tres, pero don Pedro Chalco no aparece más.

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