RETORNO A VOLENDAM
“La soledad es fiera celosa que no comparte almohada “fue la nota a pie de página en su libreta de apuntes, no hubo pintas, perfumes, ni uñas clavadas en su espalda que lo delataran, fue al acabar la tarde cuando de un violento tirón Marjolein le devolvió sus brazos de galeote, como si en los últimos años, ajustadas cadenas hubieran estado sofocando su carne, agregar un día más para ella fue insoportable.
Las alianzas matrimoniales, las que llevaron soldadas en sus dedos anulares por más de cuarenta años brincaron infantiles por los pasos de la escalera, repitiendo en sus oídos el sonido del adiós, ese acto selló la desaparición de Moritz, una hora más tarde con el equipaje contenido en su maletín de mano, sobrepasaba el dintel de la puerta, terminó desvaneciéndose de ese espacio que durante toda una vida acostumbró llamar hogar, no les afligió en absoluto la pérdida, no había nada que disfrazar ni enderezar, el amor de ambos había alcanzado un reconocible olor a flores muertas. Las crónicas de viaje de Moritz lejanas de convertirse en un himno de libertad, sembraron en sus relatos, páginas en blanco. En este nuevo capítulo, se irá sumergiendo gradualmente, comprometiendo sus pies, retrayendo su ingle, deteniendo su marcha, adentrándose en inexplorados escenarios que le urgía visitar para anestesiarse. Los paisajes y gentes que cruzaron por su frente no lo ayudaron a aliviar las cargas que sostenía, tampoco aligeraron las valijas repletas de culpas que viajaron en sus sesos por el incidente de aquella tarde con Marjolein, la suma de gotas que terminan derramando el agua de un vaso. Ni siquiera la multiplicación de sellos en su pasaporte o los miles de kilómetros que los fueron separando, ayudaron.
Sobre el tablero de la mesa, Moritz descansa pesadamente su cuerpo de leñador, lámparas incandescentes cuelgan del cielo raso, naufragan por ratos en el escenario de un pintoresco bar construido sobre un montículo de rocas volcánicas, un bar que balconeaba hacia la bahía ofreciendo desde la isla Galápagos, todo el esplendor de una acuarela en azul.
En los ratos que el guardián del local recargaba con nuevo combustible al motor estacionario, el generador eléctrico quedaba detenido, el protocolo era anunciado por el parpadeo de las luces, segundos finales de agonía, donde todo parecía lagrimear, hasta que el escenario interior y exterior terminaba igualándose en el oscuro.
Muros, muebles, gentes, cielos, todo convertido en concierto de sombras. Desde la terraza se podían distinguir rebotando en el mar los reflejos del alumbrado público del pueblo, del pueblo de Pucusana, el que está separado de su isla apenas por un cinturón de mar de dos kilómetros y que, para cruzarlo en chalana, había que dejar en la palma del botero una pesada moneda de a Sol.
Las yemas de sus dedos juzgan el filo del cuchillo dentado, el cuchillo que apareció bruscamente sobre la rústica mesa de madera que ocupó, se lo dejó el casero, lo dejó aporreando firmemente el tablero por el mango, para testimoniar su propiedad, también para confirmar la entrega del cubierto de servicio con que el cliente pudiera dividir el pan a discreción, un rato más tarde, Moritz lo empuñaría enérgicamente con su mano derecha, recorriendo transversalmente y de lado a lado por el borde de su muñeca izquierda, reclamando inútilmente a sus tendones soltar notas de ese filosa herramienta sin vocación musical. A Moritz le antojó ese día retar a sus caudalosas arterias partirse en dos, finalmente se detuvo al sentir el ardor de la mordida, reconociendo que a su edad no estaba para estar exponiendo mariconadas en público, ese decir coloquial que escuchó tanto en gargantas de callejeros.
Para sacudirse de la náusea que paseaba por sus sienes, se convenció que le asistía el derecho de inducirse sueño indefinidamente, sabiendo que de tener éxito no le alcanzaría un espacio ni tiempo para el remordimiento, ni menos posibilidad que se lo reprocharan. Pensamientos recorrieron su mente, la infantil apetencia de fabricar un apunte periodístico, con el que se hiciera público el detalle de su fallecimiento, que no fuese un texto de mamarracho, que la nota de prensa emitida por la Embajada de los Países Bajos construyera un obituario por lo menos con meridiano talento, y no la muerte de un ciudadano entre miles. Podría decir, por ejemplo: “El excepcional escritor Moritz Jansen fue dado por desaparecido en las aguas de la bahía de Pucusana, una pérdida para las letras Neerlandesas y del mundo entero”. Acompañando “El Departamento de comunicaciones de la Cancillería peruana, trasmite sus condolencias a la embajada respectiva, lamentando que a la fecha no se conozcan las causas que provocaron ese doloroso extravío”. Fin de comunicado.
El Ministerio del Interior en escueto comunicado agregó: “Después de ocho horas de intensa búsqueda por parte del personal de buzos de la capitanía del puerto de Pucusana, informa que el esfuerzo fue infructuoso, el cadáver del ciudadano holandés no pudo ser localizado, hasta la hora de haber concluido este informe”. Fin de texto.
Moritz hubiera querido disponer de sentidos excepcionales, interdimensionales, para poder escuchar después de muerto el recitado del homenaje que creyó ser merecedor, leer con sus propios ojos el obituario, al menos en su invisibilidad recorrer con sus propios dedos el perfecto acabado en bajo relieve de la lápida , además que el homenaje a su persona fuera un precedente para cualquier escritor olvidado injustamente, un literato que debió ser recogido por impecables valquirias, esas magníficas hembras mitológicas que al final de la batalla hacían su mandato. Le resultaba intolerable terminar vencido sobre la vereda de un parque, cubierto vulgarmente con periódicos de versión vespertina o regurgitado por la marea urbana. Postergó noche a noche la aventura definitiva, otorgándose el camelo de la última oportunidad. Repitió estaciones de tren y ratos de piel en cuartos de alquiler por los que tropezó en el camino, preguntándose, dónde andarían cobijándose los sueños que sembró en tiempos cuando mecía infantil su cabeza colorada, cuando remedaba por las tardes el vaivén de las boyas de los muelles de Volendam.
¿Qué le hizo terminar sumergido una madrugada en las orillas de ese lejano roquedal? ¿Nostalgia por sus caminatas en calles adoquinadas de su Volendam? ¿Fantasía de molinos de viento y sus aspas azotando nubes de libélulas o el vuelo de gaviotas reflejándose sobre vidriados espejos de agua? Reconoció que no existía una puerta dorada para ingresar gloriosamente en el Valhalla que no fuese vistiendo una filosa espada, enganchada, atravesándole el pecho.
Esos monólogos lo acompañaron persistentes, los llevó sujetos a las sienes como sogas a las barcas, los recuerdos de temporada de lluvias en su Holanda, echado frente a los canales, anhelando que alguna vez el temporal fuese tan grande como para llevárselo de cuerpo entero, hundido en una solitaria, pantanosa, inapelable almohada de seda.
Decía Moritz – en esas tardes cuando antojan confesiones, “Recuerdo haber nacido al pie de las amarras viendo desaparecer las barcazas en el horizonte, así quisiera irme, hacia donde sea se encuentre mi destino, donde quiera que esté, así fuese entre olas polvorientas de alguna calle del tercer mundo”. Apocando su voz repetía “quisiera antes de partir, sembrar mi libreta” ese bastón que llevaba habitualmente en el bolsillo interior de la chaqueta anotando lo que fuese, últimamente contenía un millón de ceros.
Cada mañana menos que reflejar frente al espejo, anestesiado por infinitos vasos cargados de ron, los que tomaba como receta médica, cabeceando adormecido como bebé de pecho.
Un testigo del local lo describió así “de pronto el gringo levantaba su mano derecha, apuntando distancias, duplicando el ademán con su dedo índice, a ratos parecía dibujar círculos en el aire, sin mirarlos” reconocí en esa descripción el detalle de los rápidos malabarismos que Moritz ejecutaba repetidamente, memorias de nuestro encuentro de la semana anterior, acentuando direcciones sin interesarse por nada en particular.
A su lado, narraban los testigos, en la mesa contigua, en un mueble que parecía soldado a la pared, una mujer de cabellos entrecanos se desperezaba, llevaba breves trenzas, apenas si éstas tocaban sus hombros, las sujetaba firmemente con una liga, esbelta ella, más bien huesuda, vestida de falda y blusa ocre, en la mano izquierda sostenía un vaso, un coctel local, el que acercaba de a pocos a su boca sorbiendo pequeños tragos, como si se tratara de un veneno que debía dosificar y que debía ingerirse de manera estudiada, giraba su torso y brazos lentamente, sin duda parecía una bailarina venida a menos, tenía esas maneras finas de trazar figuras con su cuerpo, ese disciplinado lenguaje de actrices, recitando con pesar “fue el salto de la motocicleta, terminó muriendo como un Cristo, mi hijo querido, entre fierros retorcidos” leía sus apuntes desde un papel que alternadamente extraía y escondía de su brasier, porque visiblemente su memoria andaba quebrada, repetía su pérdida frente a muros sordos y es que a nadie le importaba un carajo el relato, porque más que un espacio de recreo, ese bar y alojamiento era un lugar discreto, apetecido para protegerse de los ojos del mundo. Atrás, en el extremo menos iluminado y casi invisibles, una pareja levantaba sus manos, parecían hacer saludos militares, lo hacían disciplinados para ordenar que les rellenasen sus vasos con nuevas porciones de alcohol, es que tenían prisa por llegar a la cama suficientemente desarropados, eran amantes.
La semana anterior Moritz me había hablado del sentido de la insignificancia, de su colorido lápiz de bolsillo, de los inútiles papeles arrugados que obligaba a volar por los aires en sus itinerantes viajes transatlánticos, acompañado del aliento de barcos malogrados, los que humeaban pestilencias en algún rincón invisible del océano, temiendo en sustancia que sus ojos azules hubieran perdido olfato, declarando a escondidas su anhelo por regresar , como elefante blanco a su cementerio holandés, lo más pronto, como paquidermo extravagante y coloradote a su tierra natal, al embarcadero, donde empezó todo, para darse una segunda oportunidad, repicando su mirada en esos maderos robustos, los postes que hincaban el profundo helado del muelle, imaginándolos como estacas para vampiros, llevándose para siempre clavada en la sien el nombre de alguna vieja barca.
Ayer lo despedí en el embarcadero a la isla de Pucusana, cuando era visible que no quería más que alejarse, sentí su apuro sostenido por apartarse, el afán por liberar sus piernas, hundirse en el fondo de una copa y anotar historias, porque andaba amargado últimamente, sus sesos totalmente en blanco, atrapado por otros mares, por impecables tejados lejanos, por molinos de aspas detenidas, que parecían mirarlo acusándolo. Nos separamos en ese húmedo muelle, de la sanguaza, de restos de vísceras de pescados, nos dimos un fuerte abrazo, golpeteándonos sonoramente las espaldas, después trepó en una chalana. Remaba el barquero, Moritz se fue empequeñeciendo en la distancia, nunca volteó la cabeza, viajaba ausente, bizarro, sentado mirando a su destino, iba en la proa de esa despintada embarcación a remos, anhelando su arribo. Lo miré alejarse, mantuve mi vista en su imagen que continuó distanciándose, reduciéndose paulatinamente para mis ojos, recordé el filo de los remos, los que rítmicamente como espadas asestaban violencias a la superficie de ese cristalino mar de la bahía, infringiéndole infantiles heridas.
Moritz podía ver desde su posición privilegiada en la proa dividirse milagrosamente el mar en dos, sucedía en esa misma barca que mostraba el entrepiso regado con carnada descompuesta de la faena de pesca de la noche anterior. En su viaje seguramente mantuvo atrapada su moneda de a Sol, era para pagar el viaje, para su barquero, el de la mirada de esfinge, el que contrató en el muelle, el que sujetaba firmemente sus remos como si los tuviera soldados a sus dedos. Inevitable para mí fue reconocer el mito de Caronte, el barquero y de su “rio del dolor” de la necesidad de atravesar la distancia hacia el magnético Hades.
La isla de Pucusana se ocultó parcialmente de los ojos de los presentes en el muelle, fue un atardecer brumoso, las rocas, la arena la atmósfera apetecían recibir a Moritz. En semanas pasadas, cuando lo conocí vagabundo, le pedí un fósforo, terminamos anclados todo el santo día fumando interminables, sentados en una banca del malecón de Miraflores, mirando y no mirando ese océano acerado que reflejaba el sol desteñido del otoño. Inundaron mi mente los acantilados de la ciudad, lucían esa tarde como largas faldas adornadas por enredaderas pintadas de flores lilas, escondían cantos rodados y pájaros cantores que a esas horas acostumbraban enmudecer.
Nuevamente retornaron mis ojos al interior del bar, transitaron lerdamente por aquella terraza de vigas solemnes y vidrios de colores, esa construcción que fue sembrada en un peñón en el extremo norte de la isla, escuché como un látigo, el parte policial recitado mecánicamente por un estirado y crudo oficial de policía que tituló el instante, sin contener inflexiones de voz “testimonios de la desaparición”
Los ensimismados huéspedes en sus mesas, me recordaban el cuadro de “jugadores de cartas” de Cézanne, todos esos ojos fingían estar dormidos, la verdad era que les sobraban ganas de largarse, deseando estar lo más lejos posible de esa delatora crónica roja.
Nada escrito en su libreta con fechas anteriores a ese día podrían advertir la decisión de fondearse, Señor juez… Moritz hubiera odiado esa literatura de chusma. El bar respiraba conchas de abanico en una ladera de rocas rojas porosas, apolilladas por antiguos crustáceos de tiempos inéditos, “cangrejos de pectorales palpitantes acechaban, portando amenazadoras tenazas con los colores del fuego” – había escrito Moritz en su libreta-.
Al acabar la tarde, el sol proyectaba por las ventanas un cielo cónico, haciendo suyo porciones del local con el color de la herrumbre, vetas pálidas acarician, al rato anochece, finalmente aparecen fracciones de luna y un olor a sal se filtra por las mamparas. El alcohol fluye en nuestras venas y sienes igualando todas las estrellas, haciendo del firmamento una pintura repetida.
Las luces del alumbrado del pueblo se extienden sobre las aguas como metálicos hilvanes en la distancia, reflejan azules el muelle y las frentes de los curiosos, la voz de las olas golpetea las orillas, como platillos en una orquesta, advirtiendo de las escasas esperanzas de recuperar el cuerpo sin vida de Moritz.
Peldaños de piedra dispuestos en zigzag, el estrecho sendero que bajaba o subía, las aguas manoseando la ribera, remedan las sábanas de seda al borde de una cama de amantes apurados. Moritz había escrito antes de partir “el fondo vidriado me acompaña intensamente, cuarzos, moluscos, arenas blancas, procesión de delfines, peces multicolores abanicando sus crestas…” continuó escribiendo- “… aparece una mujer de leyenda, una sirena, como las que amanecen tornasoles varadas en los mares del norte, las que llevan en sus gargantas canciones melancólicas, cicatrices en sus pechos por haber compartido amores contrariados, velos ondulantes pintan el fondo …. caminan sus piernas, llevan su sexo descubierto, oculto su rostro tras una careta, aparece pegada la foto de una mujer sonriente, es mi Marjolein, hiriéndome con su ausencia y su reclamo inacabado.” escribió Moritz. Para ese momento de mi lectura, Moritz hacía horas había cargado todo el mar sobre sus hombros, enredado de algas, sorbiendo toda el agua que le fue posible, fue la última visión de su metro noventa y noventa y ocho kilogramos. Se alejó mar adentro, sin voltear la cabeza, fue el abrazo, el olvido, el mar se lo llevó, llevándoselo, sin que nadie pudiera haber hecho nada –decían- se fue llevándoselo de aquel bar, de su propietario, de sus cuchillos dentados, de la narradora marchita y de su tristeza incorruptible.
Moritz apareció en Holanda años después, bordeado de infancia, mirando su reflejo en el agua, lo vieron sonreír abrazado a un poste del embarcadero, mecía sus ojos como las boyas y clavada en la sien, la matrícula de alguna antigua barca.
Las patas de una mosca dieron testimonio que era Moritz, gaviotas grises sobrevolaron su cuerpo de mañana, graznaron risas en ese paisaje de molinos congelados, no cabía duda, era Volendam. /
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