Hubo una vez dos adolescentes que apenas comenzaban a descubrir la vida. Se enamoraron profundamente, pues para ambos era su primer amor. Él, cada vez que terminaba su jornada en el colegio, la visitaba por las noches, iniciando así una rutina que con el tiempo se volvió más frecuente y significativa para los dos. Para él, ella era su reina; y para ella, él era su príncipe.

Así pasaron varios años, respetándose y creciendo juntos hasta llegar a la mayoría de edad. Sin embargo, por cosas del destino, ella tuvo que viajar a otra ciudad, lo que para ambos significó una separación desgarradora.

La distancia cayó sobre ellos como un invierno inesperado. Al principio, ambos prometieron que nada cambiaría y sentían que algún día se volverían a ver, entre llamadas nocturnas, mensajes interminables y planes para volver a verse mantenían vivo aquello que habían construido desde niños. Pero con el tiempo, la vida comenzó a moverse más rápido de lo que sus corazones podían seguir.

Ella, en la nueva ciudad, descubría un mundo diferente, nuevas responsabilidades, nuevas personas y nuevos caminos. Él, por su parte, trataba de llenar los silencios con recuerdos, aferrándose a cada palabra que ella le enviaba. Aun así, cada día que pasaba los separaba un poco más, no por falta de amor, sino por el peso inevitable de la distancia.

Pasaron muchos años, ambos crecieron, se hicieron adultos y cada uno comenzó una vida con otras personas. La distancia, que alguna vez fue una barrera llena de dolor, terminó convirtiéndose en un recuerdo borroso; no porque el amor hubiera sido débil, sino porque la vida, inevitablemente, los empujó hacia nuevos caminos.

Ella era feliz con su familia, su risa seguía siendo la misma de cuando era adolescente, pero ahora estaba acompañada por responsabilidades, sueños distintos y un amor que había aprendido a construirse desde cero. A veces, sin embargo, en las noches tranquilas, mientras la ciudad dormía, su mente viajaba a aquellos días en que él la esperaba afuera del colegio con una sonrisa tímida y ojos enamorados.

Él también siguió adelante, encontró un trabajo estable y conformó una linda familia y un hogar maravilloso. Sin embargo, en ocasiones, mientras caminaba solo al atardecer, recordaba el aroma de aquel primer abrazo y su primer beso, ese que habían marcado su juventud. No era nostalgia triste; era más bien un pequeño eco que le recordaba quién había sido antes de convertirse en el hombre que era ahora.

El tiempo siguió su curso, y tan caprichoso como un niño que anhela un juguete nuevo, hizo que ella regresara a la ciudad donde una vez dejó un pasado que, sin saberlo, más adelante se convertiría en una locura clandestina. Volvió por razones simples; un nuevo empleo, un cambio de ambiente y el deseo de empezar de cero en el lugar que la vio nacer. Pero apenas sus pies tocaron aquellas calles conocidas, algo en su interior se estremeció. Era como si cada esquina guardara un susurro, un recuerdo escondido y un pedacito de la adolescente que había sido.

El primer día que recorrió el centro de la ciudad, sintió un nudo en la garganta. Las luces, las tiendas, la gente… todo era igual, pero ella ya no lo era. Y fue entonces, en medio de esa mezcla de nostalgia y extrañeza, entendió que había regresado a parte del trabajo, quería saber qué había sido de aquel amor que marcó tanto su juventud. Un amor que no terminó por falta de sentimientos, sino por decisiones de la vida misma.

Sin embargo, el destino no avisa, y esa ciudad que alguna vez la vio marcharse ahora se preparaba para presenciar el capítulo que nunca se escribió… y que estaba a punto de abrirse de forma inesperada. Los días pasaron, casi en silencio, como si la ciudad estuviera esperando el momento exacto para revelar lo que había guardado durante tantos años.

Ella evitaba ir a ciertos lugares, la calle donde él la solía esperar, el parque donde se contaban sus sueños, la esquina donde se dieron el primer beso. No porque doliera, sino porque tenía miedo de enfrentarse a lo que pudiera sentir. Pero el destino, igual de caprichoso que el tiempo, no siempre respeta la prudencia. Una tarde decidió caminar sin rumbo después del trabajo, buscando despejar la mente.

Y entonces, sin darse cuenta, dobló por el camino y él estaba al otro lado de la calle, sentado, descansando de su jornada de trabajo. Él queda inmóvil, sorprendido de verla, como si hubiese visto un fantasma. Sus ojos se encontraron y el tiempo, ese que había pasado sin piedad, se suspendió por completo. No había necesidad de palabras. Ella tragó saliva y él se levantó lentamente, sin apartar la vista de ella. Dieron unos pasos, temblorosos, cautelosos, casi incrédulos, hasta quedar frente a frente después de tantos años.

Por un instante, ambos permanecieron indecisos. Eran personas adultas con vidas definidas, aunque compartían la historia de haber sido jóvenes que habían anticipado este reencuentro en numerosas ocasiones. Él propuso conversar y ponerse al día tras el periodo de distanciamiento, invitándola a tomar un café, invitación que ella aceptó. Caminaron juntos hasta una pequeña cafetería cercana, de esas que parecen congeladas en el tiempo, con mesas de madera y una campanita en la puerta que anunciaba cada entrada. Se sentaron frente a frente, y de pronto, todo el ruido del lugar pareció apagarse. Así, comenzaron una conversación extensa en la que abordaron todos los temas pendientes acumulados por el tiempo transcurrido.

Las horas pasaban y pasaban, y la charla seguía y seguía hasta que la noche se adueñó por completo de la ciudad. La cafetería, que al principio estaba llena de gente, terminó casi vacía, pero ellos seguían allí, como si el tiempo les hubiera hecho un favor retrasando todo lo demás. Por momentos se olvidaban que afuera existía una vida real, una vida que habían construido lejos el uno del otro, una vida que no incluía esas miradas, esas risas y ni ese tipo de nostalgia.

Desde aquella noche, comenzaron a verse en secreto, en encuentros discretos y delicados, tan inevitables como frágiles. Cada instante juntos era como descubrir un universo que había quedado sin terminar; cualquier mensaje breve, una llamada rápida o una excusa sencilla bastaba para propiciar un nuevo encuentro. Con el tiempo, estas salidas privadas se hicieron recurrentes y las noches adquirieron un significado especial, pues cada encuentro permitía expresar sentimientos que habían permanecido latentes durante años. No era necesario que hablaran; todo sucedía espontáneamente, como si sus cuerpos hubieran estado quietos, aguardando ese instante tan deseado desde hace tiempo. Parecía que la vida había dejado algo pendiente en su juventud, y ahora finalmente podía ser liberado.

En cada encuentro se vivía una gran carga emocional; los abrazos eran un refugio frente a la distancia impuesta por circunstancias externas. Los besos mostraban el deseo de ambos por dejar atrás su pasado y acercarse el uno al otro. Por las noches, los sentimientos no resueltos salían a flote, marcados por una historia que seguía presente. Era constante la conciencia de lo arriesgado de esa relación prohibida y la sensación de que todo era inevitable.

Las noches en que se encontraban eran momentos únicos e irrepetibles, como si el destino los hubiera preparado para vivirlos. El tiempo perdía relevancia; lo importante era ese amor que, finalmente, encontraba su espacio en encuentros llenos de intensidad y pasión, convirtiéndolos en los amantes perfectos. Sin embargo, conforme la relación se volvía más intensa, el riesgo se hacía más evidente. Resultaba cada vez más complicado regresar a casa y aparentar normalidad, y la distancia entre ambos se volvía más difícil de sobrellevar cuando no estaban juntos.

Tras innumerables noches llenas de pasión y desenfreno, decidieron finalmente poner fin a una relación irreprimible. La despedida, aunque dolorosa para ambos, era la decisión más sensata como adultos, pues implicaba respetar a sus familias. Al principio se esforzaron por pensar que podrían olvidar lo vivido, pero pronto comprendieron lo difícil que es borrar aquello que alguna vez les hizo sentirse realmente vivos. Con el tiempo, aprendieron a convivir con la ausencia; el recuerdo se convirtió en una sombra menos dolorosa, aunque nunca dejó de existir. Cada uno siguió adelante, aferrándose a la estabilidad elegida y entendiendo que a veces amar significa dejar ir, incluso si el corazón se resiste.

Meses después, ambos reconocieron que aquella historia secreta no fue un error, sino una etapa que los confrontó con sus propias carencias. Aprendieron que el pasado no se revive, solo se recuerda, y que las pasiones intensas raramente encajan en la vida cotidiana. Aun así, en el fondo de su memoria permanece la certeza de que hay amores destinados a marcar, no a quedarse; este, sin duda, los transformó para bien y para mal.

Fin

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS