En la orilla del río, donde el viento se mece,

el murmullo de las aguas es mi eterno compañero.

Bajo el cielo abierto, mi alma se ofrece,

y el día se extiende, profundo y sincero.

 

El sol besa mi piel, cálido y distante,

y cada paso que doy, reverbera en la tierra.

El campo susurra en voz vibrante,

mientras la naturaleza, sin tregua, me aterra.

 

Cierro los ojos y siento el latido,

un eco en mi pecho, antiguo y profundo.

El alma del mundo, en su misterio unido,

se despliega ante mí, como un océano sin segundo.

 

Las sombras caen y se alzan las estrellas,

con su brillo distante, lejanas como un sueño.

Camino entre las ramas, la luna centellea,

y cada paso que doy, se pierde en mi empeño.

 

En la quietud de la noche, la voz del silencio,

habla más que mil palabras, más que mil voces.

Soy parte de todo, el mundo es mi aliento,

y en su abrazo eterno, se disuelven mis roces.

 

Oh, tierra mía, madre que me acoge,

con tus valles y montes, me enseñas la verdad.

Que el hombre no es más que una flecha que brota,

en el vasto jardín de la eternidad.

 

Aquí me quedo, entre el viento y las flores,

bajo el cielo sin fin, donde el tiempo es un lazo.

Y en mi pecho, resuenan los antiguos rumores,

de aquellos que antes que yo, recorrieron este abrazo.

 

Así, con la tierra en mis pies y el cielo en mi alma,

sigo mi camino, sin miedo, sin freno.

Cada día me enseña, me calma,

y en cada paso siento el amor, eterno y pleno.

 

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