Había estado vagando durante semanas por las llanuras desérticas del interior cuando, al borde del cansancio, llegué a Villaralba del Abismo, un pueblo encaramado en un acantilado donde la niebla parecía caer desde el cielo como una manta húmeda.
No tenía intención de quedarme, pero algo en el aire —quizá el silencio tenso, quizá la forma en que la gente evitaba mirarme a los ojos— me obligó a preguntar qué había ocurrido allí.
Fue entonces cuando me contaron la historia que había marcado al pueblo un año atrás.
Durante el verano, el cementerio fue profanado noche tras noche. Las tumbas aparecían abiertas, las lápidas arrancadas de cuajo y los ataúdes vacíos, como si una criatura hambrienta hubiese recorrido el camposanto en busca de algo más que carne.
Sin embargo, no era eso lo que más perturbaba a los aldeanos: los restos eran colocados fuera de las tumbas, ordenados de forma antinatural. Un niño sentado como jugando, un anciano en postura de oración, una mujer mirando hacia el cielo.
El alcalde, incrédulo, estableció guardias. Pero nada cambió: cada mañana, las tumbas volvían a amanecer profanadas, y cada día la disposición de los muertos era más inexplicable.
Finalmente, descubrieron al responsable: el artista del pueblo. Un hombre silencioso, excéntrico, que vivía en una casa ruinosa a las afueras, justo donde el acantilado parecía querer abrirse bajo los pies. Lo arrastraron a la plaza, lo acusaron con gritos que parecían latigazos.
Él no opuso resistencia. Miraba el cielo con una serenidad insoportable, como si estuviera contemplando algo que sólo él veía. Y cuando lo empujaron al abismo, cayó sin emitir un solo sonido.
La multitud lo observó desaparecer entre la niebla, pero nadie celebró. La rabia se fue tan rápido como había llegado, y solo quedó un silencio espeso, casi culpable.
Uno de los aldeanos, cuya madre había muerto ese mismo verano, corrió entonces a la casa del artista. No sabía qué buscaba: restos, respuestas, o quizá una última prueba de que el hombre no había estado en su sano juicio. Pero lo que encontró allí dentro congeló su alma.
En el taller del artista, iluminado por una ventana rota que filtraba un rayo de luz enfermiza, estaban los muertos del pueblo… o mejor dicho, sus huesos. Reensamblados. Reconstruidos con una precisión que rozaba la devoción.
Parecían escenas congeladas en el tiempo: la pequeña Clara, muerta a los cinco años, sentada con sus muñecas; el viejo Ramón sujetando una pipa invisible; la señora Tardío inclinada sobre un cesto como si aún estuviera ordeñando; y entre ellos, la madre del joven, reconocible por el pañuelo rojo que siempre llevaba al cuello.
El joven cayó de rodillas. No podía llorar. No podía respirar.
Fue entonces cuando las puertas del taller se abrieron de golpe. El alcalde entró, acompañado por decenas de aldeanos. Nadie habló. Algunos se taparon la boca para contener los gritos. Otros avanzaron temblando, reconociendo entre los esqueletos a familiares, amigos, hijos.
Un anciano, el más viejo del pueblo, se adelantó. Sus manos temblaban, pero su mirada era firme. Se acercó a uno de los esqueletos —la figura de su esposa—, lo abrazó con una delicadeza casi ritual y lo levantó en brazos. Entonces caminó hacia la salida. Los demás siguieron su ejemplo.
Pronto, una larga fila de habitantes cruzaba la calle principal hacia el cementerio, cargando los huesos de sus muertos, devolviéndolos a sus tumbas como si quisieran reparar el daño, o terminar un ciclo que el artista había interrumpido.
Un viajero que hubiese presenciado la escena habría creído estar soñando. Pero no lo era. Existían fotografías del suceso, tomadas por un hombre que estuvo allí desde el principio.
El hermano del artista.
Dicen que él fue el único que comprendió lo que su hermano había intentado hacer. Aunque jamás lo explicó. Y quizá sea mejor así.
Porque algunas obras no fueron hechas para ser comprendidas, sino para ser temidas.
OPINIONES Y COMENTARIOS