Hubo un tiempo en que las palabras eran sagradas. Los primeros humanos las tallaron en hueso y arcilla no para vender, sino para conjurar lo innombrable, el miedo a la oscuridad, el vértigo ante la muerte, el temblor del amor. Eran amuletos, no herramientas. Con el tiempo, sin embargo, ese fuego primigenio se bifurcó, hubo quienes usaron las palabras para construir leyes en Babilonia, y quienes las esgrimieron para justificar hogueras en Salem.
La paradoja es inherente: las palabras son el arma más antigua y el bálsamo más persistente. Un mismo verbo puede salvar («Perdono») o condenar («Destierro»). Un mismo sustantivo puede ser refugio («Hogar») o prisión («Frontera»). Su poder no reside en su sonido, sino en la intención que las anima. Por eso, quien las domina no es dueño de un idioma, sino de un universo paralelo.
Antes de la imprenta, antes de Internet, las palabras eran rarezas. Los monjes copistas medievales pasaban años transcribiendo un solo libro, y en ese acto había devoción, cada letra era un latido. Hoy se escriben 3.000 millones de «tweets» diarios. La palabra ya no se talla; se fabrica. Se empaqueta en eslóganes, se reduce a hashtags, se infla en discursos vacíos. Es la era del verbalismo estéril, hablamos más que nunca para decir menos.
El capitalismo lingüístico ha convertido las palabras en commodities. Las apps las usan como anzuelos («¡Oferta limitada!»); los políticos, como carnadas («¡Cambio real!»); los algoritmos, como engranajes para monetizar atención. Incluso la literatura sucumbe, libros escritos por IA, resúmenes de clásicos en tres líneas, «contenido» que se consume y se olvida antes de terminar el café.
Pero en este ruido, persiste un acto de resistencia, hay quienes aún tejen palabras como los antiguos tejedores de tapices. Hilo a hilo. Sin prisa. Sabiendo que, en un mundo de frases desechables, lo único perdurable es lo que nace lento, desde las sombras del ser, como este material que hoy coloco a tu disposición.
«Nada nuevo bajo el sol», sentenció Eclesiastés. Y, sin embargo, seguimos nombrando. ¿Cómo explicar esta contradicción? Las palabras no son originales por su sonido, sino por la geografía emocional que trazan. «Amor» no es lo mismo en boca de un adolescente que en el verso de Neruda; «guerra» no resuena igual en un discurso político que en el diario de un soldado.
Pensemos en los grandes herejes de la lengua: Kafka usó términos cotidianos («oficina», «escarabajo») para construir pesadillas que nos persiguen. Emily Dickinson tomó palabras simples («alas», «eternidad») y las trenzó en enigmas. No inventaron vocablos: reordenaron los existentes para revelar grietas en la realidad.
Aquí yace el secreto: las palabras son ladrillos, pero la arquitectura es elección del albañil. Dos personas pueden usar «libertad»: una para excusar la crueldad, otra para nombrar el vuelo de un pájaro. La diferencia no está en el diccionario, sino en las manos que las moldean.
En una época donde todo se compra, hasta los seguidores virtuales, ¿qué valor tiene una palabra honesta? Los poetas malditos del siglo XIX cambiaban versos por absenta; hoy, los copywriters cambian eslóganes por salarios. Pero hay quienes se niegan a poner precio a sus sílabas, no por soberbia, sino por saber que ciertas verdades no caben en transacciones.
Imaginemos a Van Gogh regateando La noche estrellada: «Demasiado azul, rebájeme un 20%». O a Rilke ofreciendo «2×1 en cartas existenciales». El arte no se mide en horas invertidas, sino en las grietas que abre en el alma. Por eso, ciertas palabras no admiten descuentos, son semillas que pueden germinar décadas después, cuando alguien las encuentre bajo el polvo del tiempo.
Quizás, ese futuro le esté reservado a mis expresiones literarias, como el bambú, que durante años permanece aletargado, hasta que un día… brotan bosques inmensos, árboles altos y fuertes que alimentan, visten, calzan y son sustento de millones.
Este es el pacto no escrito de quienes escriben con las entrañas, vender no es transar, sino entregar un fragmento de conciencia. Un acto de fe: creer que habrá ojos capaces de leer entre líneas, de escuchar el eco de lo no dicho.
Palabras futuras. ¿Somos dueños o esclavos del lenguaje?
El dilema del siglo XXI no es la escasez de palabras, sino su intoxicación. Las IA generan discursos convincentes sin entenderlos; las fake news se disfrazan de poesía; los deepfakes distorsionan la realidad hasta hacerla irreconocible. Parecería que el lenguaje, nuestra herramienta más humana, se vuelve contra nosotros.
Pero en cada crisis hay un renacimiento. Mientras algoritmos imitan empatía, surgen colectivos que rescatan lenguas indígenas en peligro. Mientras políticos vacían términos como «justicia», jóvenes poetas los llenan de nuevo sentido en talleres subterráneos. Es aquí donde la escritura se vuelve acto político, nombrar con precisión es resistir.
Las palabras siempre han sido armas, sí, pero también puentes. En los campos de refugiados, se convierten en canciones que unen idiomas; en las cárceles, en poemas que derriban muros interiores. Su poder no está en dominar, sino en conectar. En recordarnos que, detrás de cada sílaba, hay latidos.
Ante la saturación, tres principios para los arquitectos de universos verbales:
- Tejer, no producir. Las palabras urgentes suelen ser huecas; las que laten tardan en brotar.
- Nombrar sin miedo. Cada época tiene sus censores, antes eran reyes, hoy son algoritmos. Escribir con verdad es perforar velos.
- Recordar el fuego original. Antes de ser moneda, las palabras fueron rituales. Antes de ser armas, fueron abrazos.
Como escribió un poeta anónimo en un muro de Berlín:
«Las palabras que hoy ignoras, mañana serán las llaves».
GARDENIA VERCHIEL
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