Los que sostiene el cielo

Los que sostiene el cielo

Dani Usech

21/11/2025

Capítulo 1: La ciudad del cielo

La ciudad del cielo era un lugar sin grietas.
Las calles estaban siempre limpias, los árboles florecían en todas las estaciones y el aire tenía un aroma dulce que nadie cuestionaba. Los habitantes caminaban con sonrisas idénticas, como si hubieran sido ensayadas. Nadie corría, nadie gritaba, nadie lloraba. Era un mundo perfecto, diseñado para que la felicidad fuera la única ley.

Los edificios se alzaban como espejos, reflejando un cielo azul sin nubes. Sin embargo, si alguien miraba demasiado tiempo, podía notar que las nubes nunca se movían, que el sol no cambiaba de posición, que la luz era siempre la misma. Pero nadie lo hacía. Nadie tenía razones para sospechar.

En las plazas, los niños jugaban con globos que nunca se desinflaban. Los ancianos contaban historias que no hablaban de pasado, sino de un presente eterno. Las pantallas gigantes mostraban mensajes de gratitud hacia el gobernante, una figura distante, invisible, pero omnipresente. “Gracias por la paz”, decían los anuncios. “Gracias por la perfección.”

Michel, Nike, Eloy, Anna y Sombra no vivían allí. No todavía. Pero esa ciudad era el sueño que les habían prometido desde que nacieron en la oscuridad. Un sueño que nunca habían visto con sus propios ojos, solo en imágenes proyectadas en las paredes de su mundo.

Y sin embargo, incluso en la perfección, había símbolos que no encajaban.
En la avenida principal, una estatua mostraba a cinco figuras sosteniendo un cielo de cristal. Nadie sabía quiénes eran, pero los rostros estaban desgastados, casi borrados. Solo quedaban las siluetas.
En los muros de los edificios, algunas grietas formaban símbolos extraños: círculos incompletos, líneas que parecían flechas apuntando hacia abajo. Los habitantes pasaban junto a ellas sin verlas, como si sus ojos estuvieran programados para ignorar.

En la estación central, un reloj marcaba siempre la misma hora: las 11:11. Nadie lo cuestionaba. Para ellos, era un detalle sin importancia. Pero para quien mirara con atención, era un recordatorio de que el tiempo no avanzaba.

La ciudad del cielo era perfecta, sí. Pero también era un escenario.
Un teatro donde cada gesto estaba calculado, donde cada sonrisa era parte de un guion invisible.
Y en ese guion, había huecos.

Michel, Nike, Eloy, Anna y Sombra aún no habían llegado allí, pero los símbolos ya los esperaban.
La estatua de las cinco figuras.
Las grietas que apuntaban hacia abajo.
El reloj detenido.

Todo era una advertencia silenciosa: la perfección tenía un precio.
Y ese precio estaba oculto bajo sus pies.

Capítulo 2: La ciudad de abajo

La ciudad de abajo no tenía nombre.
Solo túneles interminables, máquinas que nunca se apagaban y un aire espeso que olía a hierro y sudor. Allí no había plazas ni árboles, solo pasillos húmedos iluminados por lámparas que parpadeaban como si estuvieran a punto de morir.

Los habitantes no caminaban: se arrastraban entre turnos, cargando piezas, limpiando conductos, alimentando sistemas que no entendían. Nadie preguntaba para qué servía todo aquello. Nadie tenía tiempo. El trabajo era eterno, y el descanso, un rumor.

Michel solía dibujar en las paredes con carbón robado de las máquinas. Dibujos de un cielo que nunca había visto, de un sol que solo conocía por las historias que repetían los altavoces. Sus trazos eran torpes, pero los demás lo miraban como si fueran ventanas.
Nike, en cambio, dejaba marcas en los pasillos: símbolos que parecían flechas, círculos incompletos, palabras tachadas. Nadie sabía qué significaban, pero todos las seguían con la mirada.
Anna pasaba las noches frente a las pantallas rotas, intentando descifrar los errores del sistema. Decía que los números escondían mensajes, que las fallas eran voces que querían hablar.
Eloy era el más silencioso. Guardaba piezas rotas en una caja, convencido de que algún día servirían para construir algo distinto.
Y Sombra… nadie sabía su nombre real. Solo que siempre estaba allí, observando, como si esperara el momento exacto para moverse.

La ciudad de abajo era un mundo de rutina, pero también de grietas.
En los túneles más antiguos, las paredes tenían inscripciones que nadie recordaba haber escrito: cinco figuras unidas por una línea, como si fueran hermanos.
En las lámparas, a veces aparecía un destello azul, distinto al parpadeo habitual, como si alguien las encendiera desde otro lugar.
Y en los altavoces, entre los mensajes de obediencia, se colaba un susurro:
“Los que sostienen el cielo no deben mirar arriba.”

Los cinco lo escucharon.
No al mismo tiempo, pero sí con la misma certeza.
Era una advertencia.
O una invitación.

Esa noche, reunidos en un pasillo vacío, miraron las marcas de Nike, los dibujos de Michel, los números de Anna, la caja de Eloy y el silencio de Sombra.
Por primera vez, entendieron que no eran piezas sueltas.
Eran algo más.
Eran un grupo.

Y aunque aún no lo sabían, ese grupo sería llamado de muchas formas.
Pero ellos preferirían un solo nombre: los rebeldes.

Capítulo 3: Los rebeldes

En la ciudad de abajo, los nombres no significaban nada. Eran números, registros, turnos. Pero entre ellos, cinco jóvenes habían aprendido a llamarse por algo más que códigos. Eran Michel, Nike, Eloy, Anna y Sombra. No eran familia, pero se habían criado juntos, compartiendo el mismo aire viciado, la misma oscuridad, la misma rutina. Y eso los había hecho inseparables.

Anna

Anna fue la primera en aprender a leer las pantallas rotas. Desde niña se sentaba frente a los monitores que parpadeaban en los pasillos, descifrando símbolos que nadie más entendía. Decía que los errores eran mensajes ocultos, que las fallas del sistema eran voces que querían hablar. Su curiosidad la convirtió en guía: los demás confiaban en ella para entender lo que estaba más allá de las máquinas.
En su brazo llevaba tatuado un círculo incompleto, hecho con carbón. “Cuando se cierre, sabremos la verdad”, decía. Nadie entendía, pero todos lo respetaban.

Nike

Nike era fuego. Impulsivo, inquieto, incapaz de quedarse quieto. Había perdido a su hermano en una explosión de los conductos, y desde entonces dejó marcas en las paredes: flechas, símbolos, palabras tachadas. Decía que eran mapas, que algún día los llevarían a la salida.
Los demás lo seguían, no porque creyeran en sus marcas, sino porque creían en él. Su rabia era contagiosa, su energía era la chispa que mantenía al grupo en movimiento. “No nacimos para sostener el cielo”, repetía. “Nacimos para romperlo.”

Michel

Michel era silencio. Pasaba horas dibujando con carbón robado, trazando cielos que nunca había visto, soles que solo conocía por rumores. Sus dibujos eran torpes, pero tenían algo que los demás no podían explicar: esperanza.
Guardaba cada trazo en un rincón secreto, convencido de que algún día serían pruebas de que habían soñado con algo distinto. “Si no podemos verlo, al menos podemos imaginarlo”, decía. Sus dibujos eran ventanas, y los demás miraban a través de ellas.

Eloy

Eloy era precisión. Desde niño coleccionaba piezas rotas, engranajes, cables, tornillos. Decía que algún día servirían para construir algo nuevo. Nadie lo entendía, pero él seguía guardando.
Su obsesión lo convirtió en técnico: sabía cómo reparar las máquinas, cómo hacerlas fallar, cómo manipularlas sin ser descubierto. Era el más callado, pero cuando hablaba, todos escuchaban. “El sistema no es eterno”, decía. “Todo lo que se construye puede romperse.”

Sombra

Sombra no tenía nombre real. Nadie sabía de dónde había salido. Solo que siempre estaba allí, observando, esperando. Su silencio era distinto al de Michel: no era calma, era misterio.
En su brazo llevaba una marca que no era tatuaje ni cicatriz. Era un símbolo extraño, como una línea que se doblaba hacia abajo. Nadie sabía qué significaba, pero todos lo seguían.
Sombra no hablaba mucho, pero cuando lo hacía, sus palabras eran como sentencias. “El cielo no existe”, dijo una vez. Y nadie lo olvidó.

Los cinco crecieron juntos, como hermanos. Compartieron hambre, miedo, risas apagadas. Se cuidaron en un mundo que no cuidaba a nadie. Y poco a poco, empezaron a entender que no eran piezas sueltas. Eran algo más. Eran un grupo.

Esa noche, reunidos en un pasillo vacío, miraron las marcas de Nike, los dibujos de Michel, los números de Anna, la caja de Eloy y el silencio de Sombra. Por primera vez, entendieron que estaban destinados a algo distinto.
No sabían qué.
No sabían cómo.
Pero lo sentían.

En la pared, una grieta formaba un símbolo: cinco líneas unidas por un círculo incompleto. Anna lo tocó y sonrió.
“Cuando se cierre, sabremos la verdad.”

Y aunque aún no lo sabían, esa verdad estaba arriba.
La libertad estaba a la vista.

Capítulo 4: Libertad a la vista

La puerta no tenía cerradura.
Solo una frase escrita con sangre seca: “Los que sostienen el cielo no deben mirar arriba.”
Los cinco se miraron en silencio. Nadie habló. Nadie necesitaba hacerlo.
Nike fue el primero en empujar. El metal oxidado cedió con un gemido que parecía un lamento.

Detrás de la puerta, la oscuridad se transformó en luz.
Un resplandor blanco los cegó por un instante, y cuando sus ojos se acostumbraron, vieron lo que nunca habían imaginado: la ciudad del cielo.

Las calles eran amplias, limpias, perfectas. Los árboles tenían hojas brillantes, como si estuvieran hechas de cristal. El aire era ligero, casi dulce, y los edificios reflejaban un cielo azul sin nubes.
La gente caminaba con sonrisas idénticas, saludándose con gestos ensayados. Nadie corría. Nadie gritaba. Nadie lloraba.

Michel se detuvo frente a una plaza. Allí había una estatua: cinco figuras sosteniendo un cielo de cristal. Los rostros estaban borrados, pero las siluetas eran inconfundibles.
Cinco.
Como ellos.

Anna se acercó a un reloj en la estación central. Marcaba las 11:11, igual que en las proyecciones que había visto en las pantallas rotas de abajo.
“Es el mismo error”, murmuró.
Pero aquí no era error. Aquí era norma.

Eloy tocó una pared. Sintió que latía. Dentro había cables, vibraciones, un pulso constante.
“Esto no es piedra”, dijo. “Es máquina.”
Nike golpeó la superficie. El eco no fue de concreto, sino de metal hueco.
La ciudad perfecta era un escenario.
Un teatro construido sobre engranajes.

Sombra levantó la vista. El cielo estaba quieto, inmóvil, como una pintura. No había estrellas, no había movimiento. Solo una luz blanca, constante, artificial.
“Esto no es libertad”, dijo.
Pero los demás no lo escucharon. Estaban demasiado fascinados por la perfección.

Los habitantes del cielo los miraban, pero no los veían. Pasaban junto a ellos como si fueran invisibles. Sonreían, hablaban, reían, pero sus palabras eran huecas, repetidas, sin sentido.
Michel dibujó en el suelo con un trozo de carbón que aún llevaba en el bolsillo. Dibujó un círculo incompleto.
Anna lo miró y asintió.
“Cuando se cierre, sabremos la verdad.”

Nike, impaciente, gritó:
“¡Esto es mentira! ¡Todo es mentira!”
Pero nadie lo escuchó.
Las sonrisas siguieron, las risas siguieron, el teatro siguió.

Los cinco caminaron por horas. Cada calle era igual. Cada plaza tenía la misma estatua. Cada reloj marcaba la misma hora.
La perfección era repetición.
La perfección era prisión.

Al caer la noche —si es que era noche—, se reunieron en una esquina vacía.
Anna habló primero:
“Esto no es libertad. Es otra forma de esclavitud.”
Eloy abrió su caja de piezas y mostró un engranaje oxidado.
“Todo lo que se construye puede romperse.”
Michel levantó su dibujo.
“Si no podemos verlo, al menos podemos imaginarlo.”
Nike apretó los puños.
“Yo no nací para sostener el cielo. Nací para romperlo.”
Sombra los miró a todos y dijo:
“El cielo no existe.”

Y en ese momento, lo entendieron.
La libertad estaba a la vista, sí.
Pero no era la ciudad perfecta.
Era la grieta que empezaba a formarse en sus corazones.
La grieta que pronto se convertiría en rebelión.

Capítulo 5: La rebelión

El cielo no se movía.
Las sonrisas seguían, las risas seguían, el teatro seguía.
Pero dentro de los cinco, algo había cambiado. La grieta que habían sentido en la ciudad de abajo ahora se abría con fuerza en la ciudad del cielo.

Nike fue el primero en actuar.
Marcó las paredes con símbolos que los habitantes no podían ver: flechas que apuntaban hacia abajo, círculos incompletos, palabras que parecían errores.
Los de arriba pasaban junto a ellas sin notarlas, pero las máquinas sí. Cada marca era un fallo, una grieta en el sistema.

Anna se infiltró en las pantallas.
Descifró los números que corrían como ríos invisibles y los transformó en mensajes ocultos. Entre los anuncios de gratitud al gobernante, aparecieron frases breves, casi imperceptibles:
“El cielo no existe.”
“Mira abajo.”
“Recuerda.”

Michel dibujó en las plazas.
No con carbón, sino con la luz que robaba de los paneles. Sus trazos eran soles deformes, cielos quebrados, figuras que sostenían un cristal roto. Los niños se detenían a mirar, confundidos. Los adultos sonreían sin entender. Pero las imágenes quedaban.

Eloy manipuló las máquinas.
Sacó piezas de su caja y las reemplazó en los conductos. Cada engranaje alterado era un latido distinto, un pulso que hacía temblar las paredes. El sistema empezó a fallar: las lámparas parpadeaban, los relojes se detenían, las estatuas vibraban.

Sombra no hizo nada.
Solo observó.
Pero su silencio era más fuerte que cualquier acción.
Cuando hablaba, sus palabras eran como grietas:
“Esto no es libertad. Esto es prisión.”

La rebelión no fue un grito.
Fue un error.
Un fallo que se multiplicó en cada rincón de la ciudad del cielo.

Los habitantes empezaron a notar cosas.
Un niño preguntó: “¿Por qué el cielo tiembla?”
Una mujer dijo: “El reloj no avanza.”
Un anciano murmuró: “Yo recuerdo algo… pero no sé qué.”

El gobernante apareció por primera vez.
No en persona, sino en las pantallas.
Su voz era firme, pero temblaba:
“Todo está bajo control. No hay nada que temer.”

Pero el temblor seguía.
Las grietas crecían.
Las estatuas de las cinco figuras comenzaron a resquebrajarse.
El círculo incompleto que Anna llevaba tatuado en el brazo empezó a cerrarse, como si respondiera a algo invisible.

Nike gritó:
“¡Esto es el comienzo!”
Michel dibujó un sol quebrado.
Eloy rompió otro engranaje.
Anna escribió en la pantalla: “La verdad está abajo.”
Sombra levantó la vista y dijo:
“El cielo caerá.”

La rebelión había empezado.
No con armas, no con violencia.
Con símbolos, con errores, con memoria.

Y aunque aún no lo sabían, ese inicio los llevaría a lo que debía ser.
Un enfrentamiento inevitable.
Un final que no sería perfecto.

Capítulo 6: Lo que debió ser

El cielo temblaba.
Las grietas que habían sembrado se multiplicaban en cada rincón de la ciudad perfecta. Los relojes se detenían, las estatuas se resquebrajaban, las pantallas mostraban mensajes que no debían existir.
Los habitantes empezaban a murmurar. Algunos preguntaban, otros recordaban, otros simplemente lloraban sin saber por qué.

El gobernante apareció en todas las pantallas.
Su voz era firme, pero el temblor la traicionaba:
“Todo está bajo control. No hay nada que temer.”
Pero las máquinas vibraban, los muros latían, y el cielo blanco mostraba fisuras.

Los cinco se reunieron en la plaza central.
Nike levantó sus manos manchadas de carbón y gritó:
“¡Esto es el final del engaño!”
Michel dibujó un sol quebrado en el suelo, y la luz artificial se apagó por un instante.
Anna escribió en la pantalla: “La verdad está abajo.”
Eloy sacó el último engranaje de su caja y lo arrojó contra el corazón de la máquina.
Sombra levantó la vista y dijo:
“El cielo caerá.”

Y cayó.

Las estatuas se derrumbaron, los relojes explotaron en silencio, las pantallas se apagaron.
Los habitantes del cielo miraron alrededor, confundidos, como si despertaran de un sueño demasiado largo.
Por primera vez, las sonrisas se borraron.
Por primera vez, hubo silencio verdadero.

El gobernante gritó desde las pantallas:
“¡Esto no debía ser!”
Pero su voz se quebró, y el sistema colapsó.

Los cinco se miraron.
No eran héroes.
No eran salvadores.
Solo eran sombras que habían decidido recordar.

Michel dibujó un círculo en el suelo.
Anna lo tocó.
El círculo se cerró.
Y en ese instante, la ciudad del cielo dejó de existir.

Capítulo 7: La verdad enterrada

El cielo blanco nunca existió.
La perfección que creyeron alcanzar era un engaño, un recuerdo manipulado por el sistema para ocultar lo que realmente había sucedido.
La verdad era otra: hubo guerra.

Cuando las grietas se hicieron visibles, los de arriba no despertaron en paz. Despertaron en miedo. Y el miedo se convirtió en furia.
Defendieron su mundo perfecto como si fuera sagrado, sin comprender que estaba construido sobre el sufrimiento de otros.
Los de abajo, cansados de sostener el cielo, se levantaron con rabia.
El choque fue inevitable.

Las calles brillantes se llenaron de humo.
Las plazas se convirtieron en campos de batalla.
Las estatuas de las cinco figuras se derrumbaron bajo explosiones.
El teatro se rompió, y lo que había detrás era sangre.

En medio de la guerra, Anna cayó.
Un disparo atravesó su cuerpo mientras intentaba descifrar un mensaje en las pantallas.
Eloy murió poco después, aplastado por las máquinas que él mismo había manipulado.
Nike, Michel y Sombra los encontraron entre ruinas, y el silencio fue más fuerte que cualquier grito.

No hubo tiempo para llorar.
No hubo tiempo para despedirse.
Solo hubo tiempo para cargar sus cuerpos y huir.

Caminaron durante días, atravesando túneles destruidos y calles quemadas, hasta llegar a un lugar que parecía intacto: una colina desde donde se veía la ciudad, tanto arriba como abajo.
Allí cavaron con sus propias manos.
La tierra era dura, pero cedió.
Enterraron a Anna y Eloy juntos, mirando hacia el horizonte.

No pusieron cruces.
No pusieron nombres.
Solo piedras, como símbolos de resistencia.

Michel dibujó en una roca el círculo incompleto que Anna llevaba en el brazo.
Nike juró que no descansarían hasta que la guerra terminara.
Sombra, con voz quebrada, dijo:
“Ellos sostuvieron el cielo. Ahora nosotros debemos sostener la paz.”

Desde ese día, los tres dejaron de ser fugitivos.
Se convirtieron en buscadores de un final verdadero.
No de un cielo falso, no de una simulación, sino de una paz que pudiera ser vista por todos.
Una paz que no borrara a nadie.
Una paz que no necesitara sombras.

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