A veces regresan,
como un leve temblor en la ventana,
los nombres que creí perdidos.
Traen el aroma tibio de una tarde cualquiera,
cuando aún no sabía que la vida
era esta suma constante de huidas y regresos.
Me siento a escucharlos,
igual que quien espera
que el mar confiese su secreto más antiguo.
Y entonces entiendo:
no es el tiempo quien pasa,
somos nosotros,
despacio,
aprendiendo a sostener lo que amamos
sin cerrarlo en el puño.
Hay días en que todo duele un poco menos;
días en que basta mirar una sombra
para sentir que algo nos protege.
Y yo, que he tenido miedo tantas veces,
ahora reconozco esta verdad sencilla:
la esperanza siempre llega vestida de silencio,
como una amiga que vuelve
cuando pensábamos que ya no.
Por eso escribo.
Para no olvidar que el mundo se abre
donde empiezan los afectos.
Y para recordar que la luz también es una herida,
pero una… una que salva.
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