Amigazo, pucho, mate y un viejo Chevrolet.

Amigazo, pucho, mate y un viejo Chevrolet.

Landa

21/11/2025

Gracias a haber escuchado un cuento en la mañana de un sábado, me vino a la cabeza la historia de una persona que añoro mucho. Él cambió gran parte de lo que yo en algún momento pensé ser, pero, simplemente era porque no comprendía lo que en realidad sucedía dentro de mi cabeza y él pudo mostrarme una forma de ver mi vida totalmente diferente a lo que todos lo hacían.

Posta que todo me vino a la cabeza cuando lo escuché, fue una locura total, más sabiendo que hace varios años que no nos vemos. Pero puedo confirmar que él se encontró a mi lado mientras oía ese cuento.

Me estaba preparando un mate tranquilo. Me prendí un pucho y, mientras esperaba que se calentara el agua, encendí la radio. Justo me metí en una que pensé que era la que siempre escuchaba, pero no, no era la misma de siempre. No recuerdo bien, pero creo que era… Como no tenía nada firme de lo que quería escuchar, la dejé. Y sin saber ni siquiera la fecha, ahí se quedó.

Al principio no le di mucha pelota que digamos, porque por un problema de la niñez en un oído no puedo escuchar muy bien. Además, el auto estaba alejado de la cocina. Y aunque dentro de la casa tengo radio, tele y hasta una Play, me gusta escucharla desde mi hermosa máquina. Siempre la dejaba ahí encendida para cortar el silencio de la mañana, pero todo cambió cuando puse más atención a las palabras que estaban diciendo. Era un cuento, así es, un cuento.

Todos los que me conocen, en especial él, saben muy bien que a mí no me gusta para nada leer. Me vuelven loco los autos, hacer unos buenos asados ​​y reparar vehículos para vender o cambiar por algo más. Sí, así es, soy un poco gitano. Aunque esa radio de ese sábado por la mañana terminó llamándome muchísimo la atención, ese cuento me dejó palmado, sin palabras, hasta que pude comprender de una manera diferente. Creo que se llamaba “Finlandia”, no me acuerdo. Sí recuerdo muy bien sus palabras y también cómo pude adaptarlo a la vida de él.

Me acerqué un poco más al vehículo para poder entender ese cuento que tantos recuerdos comenzaban a flotar dentro de mi cabeza. Sin darme cuenta, perdí el tiempo, adentrándome en esos años momentos que pasamos entre charlas y charlas, sin percatarnos de los minutos que desaparecían entre nuestras risas y las cenizas de los puchos que se consumían.

¡Oh…! Me acordé del agua para el mate, la cual ya se encontraba hirviendo, como para un té. No me sirve para el mate. Todos sabemos que, para uno bien hecho, se necesita que el agua esté a ochenta grados. La mía ya estaba para pelar chancho. Puse agua fría en la pava y volví a colocarla sobre la hornalla, porque a mí y a él siempre nos gustó tomar mate con agua calentada en la cocina, nada de pavas eléctricas y esas cosas raras.

Vuelvo a encender otro pucho y me senté en el auto para seguir escuchando ese cuento. Cuando llegué, ya estaba cerca del final, pero ahí fue cuando más me desvelaron esas palabras. Fue en el instante que dijo la fecha de ese cuento y, sin darme cuenta, la fecha era la misma en la que me encontraba escuchándolo.

Ahora sí puedo llegar a apagar la hornalla para los buenos mates que me tomaría en la mañana de ese sábado, escuchando ese lindo cuento.

Después de cargar el agua caliente en el termo, salí corriendo hacia el auto de nuevo para poder terminar de escuchar esa gran narración y seguir viéndolo a él por el espejo retrovisor, esperando a que le pasara un pucho y otro matungo. Pero no era más que una simple imaginación de un loco solo sentado en un auto apagado, con un pucho encendido entre los dedos, un mate en la misma mano y un cuento saliendo de la radio de ese viejo Chevrolet despintado, “al estilo mafioso”. Como siempre me lo decía él.

El cuento era más o menos así: narraba la historia de un hombre que, por diez segundos, perdió todo sentido de la vida al pensar que un simple tronco era su sobrina debajo de su auto, la única hija de su hermana mayor. Pero no, era un simple tronco.

En este caso, mi cuñado sí sabía que era un simple tronco, con la diferencia de que no le estaba ocurriendo a él, sino a su padre, a ese suegro que jamás tuve la oportunidad de haber conocido. Mi suegro era el tronco de esta historia.

El cuento de la radio, aparte de contar la historia de ese sujeto que pensó que había atropellado a su sobrina y que por diez segundos todo se terminó, también narra el hecho de cómo las personas simplemente tratamos de huir de los problemas sin querer enfrentarlos y hacer algo en distintas situaciones. Como este señor había “chocado a su sobrina”, lo único que se imaginaba, sentado en su vehículo apagado, mordiéndose los labios y agarrando muy fuerte el volante, era cómo sería su vida después de lo que acababa de hacer. Había matado a su sobrina, a la única hija de su hermana, a esa niña tan amada y buscada por toda esa familia. No era solo él quien estaba viviendo sin vida durante esos diez segundos, esos que se convirtieron en toda una vida de pesadillas y de noches sin dormir. Todo ese dolor lo único que le hacía pensar es que su propio cuñado, cuando viera a su querida hijita muerta, lo mataría a trompadas, porque él no lo podría hacer. En esa noche que se acercaba, ya no sabía cómo vivir con toda esa mierda que acababa de ocurrir. Pero todo termina con un hermoso final feliz: su cuñado llega al vehículo, mira con los ojos llenos de lágrimas debajo del baúl y se levanta gritando: “¡No se preocupen, solamente es un tronco!”. El personaje de ese cuento quedó traumado, pero nada había ocurrido. Hasta pensó, en uno de los segundos antes de llegar a diez, cómo escaparse a Finlandia y dejarse morir sobre la nieve, sin nada que perder ni nada que darle al mundo, solo pensando en que había asesinado a su preciosa sobrina de tan solo cuatro añitos.

Pero en la historia que recordé gracias a ese cuento, la tragedia sí ocurrió. Lo que se encontraba debajo de esa camioneta sobre una avenida en un antiguo y alejado pueblo, sí era mi suegro y sí se convirtió en un calvario la vida de mi cuñado, de su hermanita, que hoy en día es mi amada esposa, y ya sus existencias no fueron las mismas.

Cuando todos gritaban por todas partes: “Atropellaron al negro, atropellaron al negro”. Mi cuñado, que se encontraba con tan solamente trece años de vida y con una manzana en sus manos, salió corriendo a buscar a su abuelo, a su madre y a sus hermanos más grandes. Esa pequeña niña, que hoy en día es una maravillosa mujer convertida en madre, se encontraba en brazos de mi suegra con tan solo tres añitos. Ella no entendía nada más que escuchar gritos. Se puso a llorar y mi cuñado, ese sujeto tan añorado por mí y toda su familia, pensando aún que la realidad sería tan simple como el cuento, le decía: “No te preocupes Lorita, si papá iba en la camioneta, ahora vamos a ir a verlo, él está bien”.

Pero cuando estaban llegando a ese bulevar que rompió todos los sueños de una gran familia y despertó todo sacrificio que no tendrían, mi cuñado, en sus trece años de vida, se para en el medio de la calle, mira muy desconcertado, abraza a su hermana fuertemente —la cual se encontraba en sus brazos ahora—, y mientras ve correr a su madre, a su hermano, hermana y a la camisa de su abuelo, desprendida, flameando sobre la brisa de verano de noviembre , dice: “Pero si papá no tiene camioneta, ¿cómo pudo haber chocado con una?”.

Sus diez segundos se convirtieron en toda una vida, en toda su existencia, con su hermanita en brazos hasta el último día.

Después de soltar unas lágrimas, escuché al finalizar el cuento en la radio, la fecha: 12 de noviembre. Mismo día y distinto año. El día coincide con la fecha del suicidio de mi añorado cuñado…

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